Dejar al loco suelto





 

Tengo algunos años dando la cara a los estudiantes, presentándoles los temas y destrezas que, se supone, ofrecen las humanidades, el conocer las transformaciones en la historia, degustar novelas, bucear en la vida, obra e ideas de filósofos, e incluso he osado dictar un curso de Realidad Nacional del Perú teniendo como eje dos novelas (Los ríos profundos y La ciudad y los perros). En todos estos cursos, en todas esas clases, he tenido la idea de transformarlas en un taller y lograr que los estudiantes escriban un ensayo persuasivo o una crónica que deslumbre a los cinco sentidos, un texto con mordiscos y frases originales o, por qué no, un libelo, unas páginas que supuren genuina rabia. Pero no lo he logrado, algo siempre ha sido una piedra en el zapato y mis esfuerzos, mis ánimos y tacitas de café de entre clases siempre se han estrellado con el fracaso de que los estudiantes me den a leer sus acartonados textos, con un metalenguaje soporífero, sin maña, sin calle, sin vida.

Imagino que los estudiantes se preguntarán qué quiere ese profesor que tienen al frente, qué exigencia es esa de ser espontáneos y romper esquemas y luego ser evaluados con una inmunda rúbrica. Y tienen razón: mi solicitud ha sido esquizofrénica, me he dejado arrastrar por apetitos contradictorios y, siendo profesor, no he enfocado bien el problema. Acompañar a un estudiante en la escritura no es sólo leer el resultado final y juzgar el texto estampando una calificación. Sí he respetado siempre la idea de volcar un gran magma de pura pasión, trasmitir de arranque las sensaciones y hormigueos auténticos; una reacción visceral, transcribir las secreciones y taquicardias, después de todo, además de las emociones, no hay nada más íntimo que nuestras reacciones orgánicas. Al fracasar de manera rotunda en esta empresa, pensé que nos avergüenza escribir sobre nuestros amigos y parejas, acerca de nuestros gustos, de nuestro tiempo libre,, pero ahí están las redes sociales para desmentirme. ¿Entonces? ¿Qué indicaciones erradas he estado pautando? ¿O resulta que, a pesar de meses y años de cursos de letras, a los estudiantes les resulta difícil contar sus enamoramientos?, ¿qué represiones hay al hablar de las cosas que nos emocionan y de aquellas que nos aterran? ¿Paporretear no sirvió de nada y escribir una simple nota es una tarea de los dioses?

En medio de estas preguntas me he topado con una respuesta original y persuasiva, que dice que para evitar atorarnos al escribir conviene mantener separados a cuatro personajes de nuestra cabeza: el loco, el arquitecto, el carpintero y el juez. La autora, con el aromático nombre de Betty Flowers, es una estudiosa de la obra de Joseph Campbell y del poder de los mitos y de la poesía, además de ser la ex directora de la Biblioteca y Museo Lyndon Baines Johnson y profesora emérita en la Universidad de Texas en Austin y ha tratado de vincular -espero que con éxito- dos mundos que parecieran irreconciliables: los negocios y la cultura. En un libro Presence: Human purpose and the field of the future (2004) junto a Peter Senge, sostiene que las escuelas, las universidades y las empresas del mundo actual se están volviendo más rutinarias que nunca, osificándose y aburriendo, inmisericordes, a todos y espantando a los talentos más creativos. Pero a mí me ha interesado muchísimo esa conferencia que dio en 1979 titulada Madman, Architect, Carpenter, Judge: Roles and the Writing Procces.

Betty Flowers, en talleres de escritura que dirigió, descubrió los distintos problemas en el proceso de escribir que padecen los estudiantes. Algunos sufren dolores de parto, a otros les resulta imposible continuar porque hay voces en sus cabezas que los frenan y trancan. «Estoy escribiendo seguido y de pronto me doy cuenta de lo horrible que es y lo rompo. Entonces comienzo de nuevo y luego de escribir dos oraciones de nuevo lo rompo». Al escribir nos atascamos cuando se confrontan las energías del loco y del arquitecto, del carpintero y del juez. En esta interesante dramatización del proceso de escritura, el loco rebalsa ideas, chisporrotea de emociones, es descuidado y entusiasta y rabioso y capaz de escribir diez páginas en una hora. Las escuelas y universidades, no obstante, le dan más importancia al juez que reconoce una oración mal redactada, es experto en gramática, pero incapaz de producir una sólo línea original. Con facilidad sentencia «Esto es una basura» imitando la autoridad de sus profesores que nunca se arriesgaron a escribir con locura y desenfreno. Y tal como se perfila el mundo, redactar siguiendo las normas de los jueces lo harán mejor las computadoras.

Escribir, redactar, es fantástico cuando se liberan las fuerzas, las percepciones y los afectos, cuando el cableado del cerebro no es detenido y las sensaciones se imbrican y contagian. ¿Cómo lograrlo? Pues que la pluma fluya, no estreñirla, no contaminar los torrentes de energía del loco ni la del arquitecto ni la del carpintero ni del juez. El loco es lo más íntimo de nosotros, puede ser lo subjetivo, aquello que nace del fondo de nuestro hollín (los escritores nos hay hecho saber que el material más valioso viene también de sus zonas más oscuras y abyectas). Escribir es dirigirse a un amigo o enemigo, hablar con el papel y no juzgar ni corregir. Vendrá después el arquitecto que trazará planos y organizará las montañas deyectadas en secuencias que provoquen vértigo, misterio, y seleccionará lo relevante; el carpintero se ocupa de los detalles, pule las oraciones, coteja las palabras y escucha la música y el ritmo de la prosa. Sólo al final es el momento inquisitorial del juez.

De las ideas de Betty Flowers cae como un fruto maduro que los niños y adolescentes escribirán mejor cuando los profesores den luz verde al loco en lugar de reprimirlo. Separar en etapas el proceso de escritura convierte el reto más manejable y aclara que se empieza escribiendo desde las entrañas y nunca desde el fanático corrector. Ocurre con frecuencia que el estudiante aplicado de uñas laqueadas se ufana de una prosa correctísima, de una puntuación analítica, aunque no posea ni una chispa original. Un enlatado más aburrido que bostezo de momia. El estudiante rebelde, en cambio, escribe genial, sin complejos, sin frenos, sus páginas explotan en emociones y ocurrencias, una tras otra, pero no sabe qué hacer con ese magma torrencial. Respetar esas etapas permite que los profesores no sólo juzguemos la coordinación gramatical de las palabras, una tarea que asfixia a estudiantes porque quien evalúa es ciego ante la sangre y pasión que insufla de vida al texto. Los profesores podemos comenzar a respetar la locura de los estudiantes, promoverla siendo curiosos y viendo, sin rúbricas, hasta dónde el estudiante es capaz de adentrarse en sus zonas infernales. La locura es impredecible. Lo que sí podemos recomendar los profesores son los libros extraordinarios; cada alumno adquirirá la pericia que necesita su arquitecto y su carpintero, leyendo a los escritores de complejas catedrales y hermosas gárgolas.

Martes 4 de junio de 2019




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