El paso de John Locke



Un padre del liberalismo clásico que desde ensayos argumentó a favor de separar el poder del rey y del parlamento fue el filósofo inglés John Locke (1632-1704), quien buscó así el equilibro de poderes y defendió la libertad de los individuos ante la intolerancia de religiosos y Estados. En Carta sobre la tolerancia criticó a los inquisidores, a quienes perseguían con fuego y espadas a otros religiosos y a quienes veían la paja en el ojo ajeno pero no la viga en el propio ojo: «Yo apelo a la conciencia de aquellos que persiguen, torturan, destruyen y matan a otros hombres con el pretexto de la religión», y, siendo creyente, distinguió entre el papel del Estado, encargado de la paz social y los derechos de los individuos, y el papel de la Iglesia.

Cuando tuvo diez años estalló la Guerra Civil en 1642; a la aristocracia terrateniente del rey Carlos I le convenía hacer creer que Dios le otorgaba a la nobleza el gobierno de todos los hombres, más como servicio que como instrumento de dominio, pero la burguesía mercantil que emergía se opuso creando un antecedente en la Europa moderna. El padre de Locke fue abogado y se incorporó al ejército para pelear contra los nobles, años después en 1649 el rey Carlos I fue decapitado y se instaló la República con Oliverio Cromwell, aunque dos años después la monarquía recuperó fuerzas y fue restaurada.

El caso es que Locke, en 1652, guarecido de la lluvia de sucesos políticos, estudiaba en la universidad de Oxford a los clásicos en griego y latín, pero, como la autoridad de Aristóteles y escolásticos lo dominaban todo, sin tregua, Locke miró por su cuenta a la ciencia experimental, introducida en la universidad por John Wilkins. Estudió medicina que aunque aún mandaba a paporretear a Aristóteles, Galeno e Hipócrates, también daba espacio a la investigación con experimentos de la mano de Harvey que descubrió la circulación de la sangre. A los 34 años leyó a Descartes y quedó fascinado con la fórmula de derrocar la autoridad de Aristóteles y siglos de escolásticos, pero lo deslumbraron más los avances de los científicos en la época en que el dedo del Papa aún decretaba que el Sol giraba alrededor de la Tierra. Es considerado uno de los padres también del empirismo filosófico, pues si bien antes que él Guillermo de Ockham y Francis Bacon le dieron el valor que merecía al conocimiento que se obtiene gracias a los sentidos, fue Locke quien supo reinterpretar a Galileo y valoró el conocimiento del mundo basado en las experiencias sensoriales.

Locke también leyó El Leviatán de Thomas Hobbes, de quien aceptó, claro, la separación entre el Estado y la Iglesia, pero deploró la defensa del autoritarismo político, pues Locke pensaba que el individuo era el reducto básico que la sociedad tiene que salvar, proteger. Bajo esa idea escribió Ensayo sobre la tolerancia (1667), afirmando que nadie sabe lo suficiente para imponer a otras personas su religión, y Dos tratados sobre el gobierno en que se dedicó a cuestionar el derecho divino de los reyes a gobernar. 

El pensamiento político de Locke hoy es un lugar común que se recita de manera mecánica y es casi el santo y seña de quien parlotea, pero en su tiempo fue un lenguaje vivo, fuera de cánones y resultaba revolucionario. Esas ideas son unas de las bases de la Declaración de Independencia de los Estados Unidos, de la Revolución Francesa y de la democracia liberal; fueron granadas en su momento, aunque hoy se han extendido como estribillo publicitario, vacío y huero. A veces, sin embargo, el mejor halago que obtiene un pensador es pasar por angustiosos desfiladero y llegar a la llanura de la buena sociedad. A veces los pensadores colaboran a rediseñar el sentido común de manera tan elegante como discreta.


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