Los trágicos




Aficionados a las sincronías de las estrellas, el pueblo griego hizo rodar una ocurrencia: Esquilo, Sófocles y Eurípides nacieron un día que se alinearon los astros. El mismo día en que Esquilo iba a la batalla de Salamina, ese día Sófocles con apenas doce años escribía esbozos de sus futuras tragedias y, en un mugroso mercado, al mediodía, una verdulera paría a Eurípides.

Ninguno de los tres se propuso marcar un trazo nítido acerca de si padecemos la vida o si en nuestro interior flamea el fuego de la libertad, la tragedia no diferenció entre un orden de piedra y la gelatinosa conciencia. Lo que la tragedia sí hizo fue subrayar las contradicciones, mostrar los apetitos enloquecidos, sin imponer ninguna solución.


Esos trágicos escribieron sobre el combate de las pasiones. Sus personajes desgarrados, devorados por ambigüedades, transitan por caminos ensortijados y alimentan con tesón un fogoso rencor y entre ellos se retuercen, aman y odian. Quieren evitar el sufrimiento, pero el desenlace, siempre, es funesto, ruinoso. Los trágicos no reprimieron venganzas ni tormentos y sus obras giran, enroscándose, en la condición humana. En Esquilo, el espectador se pregunta por qué el ser humano está encarcelado en el sufrimiento y llega a creer que si el ser humano pudiera conocer el destino, los personajes podrían cambiar su suerte. Sófocles, en cambio, ni siquiera da esa esperanza: la ignorancia y el conocimiento del destino de nada valen, el ser humano sufrirá. En Eurípides, en cambio, sencillamente no existe el destino, es absurdo que suframos, no deberíamos sufrir, pero es así.

En Grecia los filósofos presocráticos obviaron el sufrimiento y fueron ciegos a los matices y contradicciones humanos, pero la sensibilidad de los trágicos se acercó a la epopeya mítica de Homero, ese canto brillante a la acción, a la aventura, a los episodios inesperados en que los personajes peregrinan con heridas abiertas entre siniestras sirenas y cíclopes. Los trágicos se enfocaron en las irritantes, ásperas relaciones humanas, desenfrenos y locuras, en los deseos sexuales.

Durante el espléndido siglo V a. C. de Pericles, en el anfiteatro, con Las bacantes y Medea, la audiencia canalizaba sus energías criminales y sexuales gracias a la catarsis, un purgante que auxiliaba a los espectadores a procesar, digerir, las emociones. Era tal la emoción que las embarazadas tenían prohibido el ingreso y el triunfo del autor, se dice, se contaba viendo las excrecencias expulsadas por los 1500 atenienses repartidos en las gradas del anfiteatro que había vibrado, aullado de excitación con la escena, por ejemplo, en que Edipo sospecha, al borde de la cama, que aquella mujer, Yocasta, con quien se acostará, puede ser su madre. Ella anima a su irresoluto hijo y, en el verso 980, le susurra al oído: «No tengas miedo de unirte conmigo. No sabes que muchos hombres en sueños se acuestan con sus madres».

Agamenón de Esquilo empieza cuando dos águilas–una blanca, otra negra- sobrevuelan un escondrijo, aterrizan y devoran una liebre preñada. Un necromante interpreta las vísceras del cadáver y lanza un vaticinio siniestro: si quiere que sus soldados sobrevivan y dejen de ser diezmados por furiosos vientos y maretazos que estrellan las naves contra las costas rocosas de Aulis, entonces el rey Agamenón debe matar a Ifigenia, su hija. La han preparado para el sacrificio, la han amordazado para que no pueda execrar a su padre, pero sus ojos son locuaces: son dardos. El espectador morboso se come las uñas, sí, no, sí. ¿El rey será capaz de sacrificar a su pobre hija? Sí, la asesina, ordena al guardia a que encienda la hoguera, y a Agamenón lo asesinará Clitemnestra, su mujer.










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