El atizador de Wittgenstein







A inicios del siglo XX, si bien Viena era la capital del imperio austrohúngaro, una moralina asfixiaba las calles. Ahí creció la familia Wittgenstein, de origen judío por el padre y católico por la madre, y fue uno de los epicentros de la vida cultural de Viena, haciendo veladas musicales frecuentadas por Mahler. Una de las hijas, Margarete, tuvo de profesor de piano a Brahms, fue retratada por Gustav Klimt y frecuentaba el consultorio de Freud, en la pendiente de la calle Berggasse. Ludwig Wittgenstein (1889 –1951) detestó el psicoanálisis, las ingeniosas ideaciones de Freud le parecían un recetario burdo. Le causaba escalofríos el autoritarismo de Freud sobre su hermana y le molestaba el sofisma freudiano de presentar aspectos repulsivos de la vida cotidiana, que en la letra provocarían resistencias, cuando en realidad eran publicidad encubierta: los aspectos repugnantes seducen.


Wittgenstein fue el menor de ocho hermanos (tres se suicidaron), a los dieciséis años estudió ingeniería mecánica, y a los veintidós años escribió sobre lógica y matemática y, luego de conversar largo y tendido con Gottlob Frege (lógico y filósofo), estudió en Cambridge con el inteligentísimo Bertrand Russell, quien acababa de publicar, a los 40 años, Principia Mathematica. Wittgenstein y Russell conversaron desde la medianoche hasta las tres de la madrugada. Detrás de su pipa, Russell examinaba paternalmente el genio y las angustias de su nuevo discípulo hasta que el muchacho le mostró un texto en que rociaba ácido corrosivo a las páginas del maestro. Siguieron siendo amigos, pero el joven aristócrata, buscando soledad, fue a Noruega por dos años, renunciando a la herencia familiar. En la Primera Guerra Mundial, Wittgenstein se enroló como voluntario y escribía diseminadas notas sobre lógica y espiritualidad que guardaba en una alforja. Hombre sensible a la música y arquitectura, lector de El evangelio breve de Tolstoi y de Dostoievski, del tronitonante Schopenhauer y del evangelio de San Mateo, fue artillero del ejército austrohúngaro y capturado cerca de Monte Cassino, Italia. No aceptó ser liberado por la influencia política de su familia, y se quedó en prisión hasta que el último de sus compañeros saliera de la cárcel. Fue allí, en el campo de batalla y luego en una celda recubierta por fiebre tifoidea, que culminó el manuscrito del Tractatus lógico-filosófico y con esas páginas el apacible mundo académico se alborotó.

Se alborotó porque varios intelectuales aplaudieron entusiasmados que Wittgenstein engavetara las proposiciones metafísicas, éticas y religiosas, no por falsas sino por carecer de sentido («la pregunta de una respuesta que no puede expresarse, tampoco puede expresarse»). Parecía que Wittgenstein fulminaba la verborragia («Todo aquello que puede ser dicho, puede decirse con claridad: y de lo que no se puede hablar, mejor es callarse»), pero, en realidad, serpenteado por ansiedades religiosas y deseos del cuerpo, no quería renunciar a la religión. ¿Qué trataba de decir el Tractatus? La obra fue un trabalenguas. Según las premisas del Tractatus, esa misma obra era un monumento al sinsentido, un conglomerado de pseudo-proposiciones. Su condiscípulo, Karl Popper, sobre el Tractatus comentó: «todo el sinsentido metafísico contra el que han venido bregando durante siglos y siglos pensadores como Bacon, Hume, Kant y Russell, ahora puede instalarse cómodamente en el campo del pensamiento, reconociendo incluso abiertamente que no es más que eso: sinsentido». Y sentenció que Wittgenstein, lejos de combatir el dogmatismo metafísico, intensificaba la filosofía oracular.


Popper y Wittgenstein se encontraron cara a cara una sola vez en la vida (un viernes 25 de octubre de 1946) en el Club de Ciencia Moral de la Universidad de Cambridge, que presidía Wittgenstein, y en que el invitado, Popper, disertaría sobre: «¿Hay problemas filosóficos?». Lo que sigue lo relata bien un divulgador de Popper en el habla español, Vargas Llosa.


«Popper comenzó su exposición, a partir de notas, negando que la función de la filosofía fuera resolver adivinanzas y empezó a enumerar una serie de asuntos que, a su juicio, constituían típicos problemas filosóficos, cuando Wittgenstein, irritado, lo interrumpió, alzando mucho la voz (solía hacerlo con frecuencia). Pero Popper, a su vez, lo interrumpió también, tratando de continuar su exposición. En este momento, Wittgenstein cogió el atizador de la chimenea y lo blandió en el aire para acentuar de manera más gráfica su airada refutación a las críticas de Popper. Un silencio eléctrico y atemorizado cundió entre los apacibles filósofos británicos presentes, desacostumbrados a semejantes manifestaciones de tropicalismo austriaco. Bertrand Russell intervino, con una frase perentoria: "¡Wittgenstein, suelte usted inmediatamente ese atizador!". Según una de las versiones del encuentro, a estas alturas, todavía con el atizador en la mano, Wittgenstein aulló, en dirección a Popper: "¡A ver, deme usted un ejemplo de regla moral!". A lo que Popper respondió: "No se debe amenazar con un atizador a los conferenciantes". Se escucharon algunas risas. Pero Wittgenstein, verde de ira, arrojó el atizador contra las brasas de la chimenea y salió de la habitación dando un portazo».





[




Comentarios

Entradas populares