El placer de la crueldad




El etólogo Konrad Lorenz (1903-1989) investigó los patrones instintivos y procesos de evolución en las especies de animales y, en su libro más conocido, Sobre la agresión (1963), indicó que los cuatro grandes impulsos de nuestra especie son alimentarse, reproducirse, luchar y huir. Se preguntó cuál era la función de la agresión en los animales y, de acuerdo a sus investigaciones, la rivalidad entre machos de una misma especie garantizaba que los individuos más fuertes dejaran descendencia y estén disponibles para defender la manada, además de establecer una jerarquía y la ley del más fuerte. ¿Tiene límites la agresión? Sí, gran parte de la conducta agresiva es sólo amenaza; la evolución ha generado rituales de lucha y mecanismos que inhiben la agresión con las señales de sumisión. Para Lorenz, las diferencias entre el ser humano y los animales son graduales, y el origen de la agresión en nuestros ancestros fue la selección natural de Darwin, que favoreció las virtudes guerreras entre tribus, y la invención de armas artificiales quebró el equilibrio biológico entre matar y la inhibición.

¿Qué hacer con la agresión? Erradicarla de la vida humana es una ingenuidad; apelar a la racionalidad y responsabilidad ha resultado claramente ineficaz. Lorenz pensó, más bien, que debíamos encontrar formas para que brote la agresión, por ejemplo, canalizarla en juegos de equipo y, sobre todo, en el arte y el sentido del humor. El humor es una forma inteligentísima de drenar las agresiones y por eso Freud dijo: «El primer humano que insultó a su enemigo, en vez de tirarle una piedra, fundó la civilización».

Lorenz, por sus experimentos con palomas, peces y ratas, repudiaba el cuento de hadas del psicoanálisis; pero desde las orillas de la interpretación de lapsus y sueños, Erich Fromm (1900-1980), considerando ideas del existencialismo y marxismo, paleontología y antropología, publicó en 1973 Anatomía de la destructividad humana. Trató ahí de explicar por qué a veces la crueldad causa placer. Vio que el siglo XX, tanto en el mundo capitalista como el comunista, desplegaba oportunidades en que resultaban normales los trastornos mentales. Fromm admitió que los humanos compartimos con otros animales la agresión defensiva básica por razones de adaptación al ambiente, pero rescató una gran diferencia: ni los mamíferos ni los primates son torturadores innatos, esa cualidad es exclusiva de los humanos.



La paloma no podía ser el símbolo de la paz, había dicho Lorenz, pues era el animal que, junto al humano, mataba omitiendo las señales de sumisión del enemigo. Se trataba de palomas enjauladas, replicó Fromm, alejadas de sus hábitats naturales, e hizo una gran diferencia entre la agresión instintiva - vital, compartida con otros animales, y combustible en nuestra defensa y sobrevivencia- y la agresión maligna y cruel. Fruto de nuestra «empresa civilizatoria», esta agresión destructiva es el verdadero problema, pues mata sin función biológica ni social; es un subproducto no deseado que viene atormentándonos. En su honesta investigación, Fromm no sucumbió al canto gregoriano de la «pulsión de muerte» y constató que el humano es un primate nuevo en que la fuerza de los instintos ha disminuido y aumentado el cerebro, un primate que en la naturaleza no se siente en casa, y que para retornar a la fusión con la naturaleza usa las «técnicas arcaicas del éxtasis» (drogas, orgías, ayunos, danzas), propias de los ritos de religiones primitivas y no tan primitivas. La sangre, la leche y el semen, tres sustancias consagradas desde la prehistoria y presentes en ritos de nacimiento y de muerte, canalizaban la agresión y la angustia. Sin ese éxtasis el humano se aburre y sólo el enojo y la crueldad logran excitarlo de nuevo, mientras que las acciones que requieren de disciplina y concentración y paciencia lo desquician. Al aburrido le resulta facilísimo odiar y destruir, y casi imposible admirar, pensar y tolerar, y quizás un gran paso lo dio el primer primate que se sentó a ver un crepúsculo.

Hace 40,000 años, el cerebro fue creciendo y hace 10,000 años fuimos cazadores y recolectores, organizando estrategias ofensivas y defensivas entre clanes, y de aquellas grescas y emboscadas no hay evidencia de sadismo. Recién cuando los clanes aumentaron y vieron la ventaja de poseer esclavos, entonces dentro de las tribus comenzaron a vincularse sádicos y masoquistas y empezó el descenso a los infiernos. Contra el nuevo éxtasis de explotar y atormentar al prójimo ya las religiones nada pudieron hacer. Ni las experiencias embriagantes de los sacerdotes del templo hebreo derramando sangre de animales; ni los sacerdotes aztecas ofreciendo los corazones aún palpitantes para apaciguar a los dioses; ni las orgías y desgarramiento de carne durante las festividades dionisiacas; ni beber la sangre ni tragar el cuerpo de Cristo. Incluso los dueños del templo se volcaron al nuevo éxtasis.

La historia de la crueldad, todo indica, arrancó con la posesión de esclavos, y fue mezclándose en una borrasca de iniciación sexual y preparativos orgiásticos, el castigo del ojo por ojo y diente por diente de la ley del Talión y la redención del cordero de Dios, y algo extraño sucedió entre placer y punición y fueron consolidándose figuras horripilantes como el sádico y el necrófilo. Movidos por el odio, el sádico está fascinado por el poder irrestricto de humillar y dominar a quien desprecia y el necrófilo adora lo muerto y lo pútrido, los restos óseos y fecales.

Gozan humillando y creen transformar su impotencia con la ilusión del poder que les da controlar y sofocar la vida de otros. Cuando de tanto en tanto salen a la luz pública, se descubre que se someten caninamente a quienes tienen más poder y más autoridad que ellos, metamorfoseándose y adquiriendo la debilidad y servidumbre de los masoquistas que degradan. Detrás del diván, Fromm apuntó que un sádico sería inocuo en una sociedad que no promoviese el sadismo y observó que los necrófilos, en su versión tenue, son aguafiestas, gente que aburre y cansa, y de conversación rígida y fría, y, analizando las biografías de Stalin, Himmler y Hitler, sádicos y necrófilos de alto vuelo, destacó que vivieron en familias en que no hubo ni libertad emocional ni mental.



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