Vargas Llosa, el liberal escéptico
Un
rasgo de los ensayos de Vargas Llosa es que él ubica sus ideas en un lugar
preciso, camina por una calle, visita una abadía, huele una biblioteca y sus opiniones
se desarrollan simulando ser un geógrafo de la razón. Otro rasgo es que
desenreda ideas confusas, aclara propósitos de autores, destapa los monstruos
que se incuban en las cabezas de varios líderes. Y otro rasgo es que esos
libros, en el Perú, son perfectamente desconocidos. De un lado, los peruanos
–la mayoría- están atrapados en la bajeza teledirigida por los empresarios de
la televisión, además de haber sido inmunizados en las escuelas contra el
placer de leer; a otros la miseria no les da tregua en absoluto; y la burguesía
de estas tierras, donde uno debiera encontrar a los privilegiados lectores,
plenos de espíritu crítico y capaces de exigir evidencias a los charlatanes de hoy
y de siempre, es la más iletrada del continente. Y, eso sí, desde el portero
hasta Roque Benavides, todos en este país afirman: «Vargas Llosa es un buen
escritor, pero un desastre de político».
Pues
bien, ese desastre de político es el dolor de cabeza de los extremistas de
derecha y de izquierda, y es quien mejor ha recalcado que el liberalismo es una
actitud ante la vida en que el individuo se desprende de la placenta gregaria, un sistema político que protege a los miembros de la sociedad
fomentando tolerancia entre
los diferentes estilos y propósitos de vida que decidan llevar ciudadanos tan
disímiles como sor Lucía Caram y la actriz Sasha Grey. Ese liberalismo busca
que los miembros de la sociedad coexistan en un clima donde el egoísmo, lejos
de ser anatematizado y reprimido, se canalice como el combustible del progreso
personal y de las naciones, pero dentro de un sistema de leyes justas, de un
Estado pequeño pero eficaz que anule los oligopolios de los ricos y que permita
a los pobres tener igualdad de oportunidades, no empeorando la educación privada,
sino elevando a una altísima calidad la educación pública. Quienes regañan de estas
sencillas ideas en el Perú, quizás no vean el amplio espectro de la sociedad.
Otro es el caso de la derecha e izquierda del país; Hernando de Soto quiere
creer que las soluciones pasan exclusivamente por recetas económicas y Marco
Arana por las planificaciones teológicas.
Todas
estas ideas las encontraremos en el reciente ensayo del peor político del Perú
según los peruanos. La llamada de la
tribu aborda los distintos aspectos de las sociedades desarrolladas a
través de pensadores liberales como Adam Smith, Hayek, Popper y Berlin. La llave maestra y madre del
cordero en las pugnas ideológicas es el libre comercio del que, en 1776, Smith
explicó: «No obtenemos los alimentos de la benevolencia del carnicero, del
cervecero o del panadero, sino de su preocupación por su propio interés. No nos
dirigimos a sus sentimientos humanitarios, sino a su egoísmo, y nunca hablamos
de nuestras necesidades, sino de sus propias ventajas».
Y así habría nacido la «mano invisible», una compleja red psicológica y social
en que cada individuo, buscando su propio beneficio, ayuda a sus conciudadanos.
Hasta aquí, la derecha se da por complacida, se frota las manos y busca ignorar
la advertencia del liberal Isaiah Berlin: «La libertad total de
los lobos es la muerte de los corderos». Y
la izquierda, al ver las injusticias sobre los trabajadores, patea el tablero
del libre mercado y condena a la pobreza total a lobos y corderos.
¿Qué
nos propone el peor político del Perú? Junto a sus terribles secuaces -los
liberales- es escéptico, cauteloso, respecto de sus propias propuestas y prefiere reformas
graduales, fáciles de corregir sobre la marcha sin más misterios que el
ensayo-error. En cuanto a principios, pues, en los conflictos de
interés en los mercados, el Estado debe velar que las reglas del juego favorezcan
al consumidor; que
ante las leyes todos los ciudadanos seamos iguales, pero que las diferencias de
talentos y esfuerzos deban materializarse en mejores ingresos. Y que las
democracias deben asegurar la igualdad de oportunidades reales y respetar las
diferencias de paga y retribución económicas cuando éstas no resulten de
privilegios de castas y clases, géneros y razas, sino del trabajo. El
liberalismo de Vargas Llosa, en 1986, aún poseía un rival que parecía digno: Cuba.
Los envidiables logros de la isla en educación, trabajo y salud de primera
calidad a todos los adultos, ancianos y niños, y poner al alcance de grandes
masas los deportes y las arte, llevaban a evaluar hasta qué punto era aceptable
una dictadura socialista. Hoy ese contrapeso se desplomó, ya que si bien la
salud sigue siendo reconocida por la OMS, los cubanos viven, no sé si en la
apatía, pero sí sin libertad de expresión. En Perú las alternativas de discusión
al corto plazo son otras. O continuamos con la «enfermedad infantil» del
economicismo, con la economía del buen amigo de la CONFIEP, cuyo éxito no
depende tanto de la invención y riesgos, sino de las cercanías a presidentes, o
más bien dejamos la caricatura y tratamos de consolidar una democracia en donde
el interés del patrón no esté por encima del peón.
Eso se desprende del ensayo del peor
político del Perú, que será leído y criticado con fecundidad, espero, en las
universidades, pues, a pesar de ser un libro que aglutina jirones de textos ya
publicados, es superior, por el estilo, al iceberg que suele despachar la
academia. Entre Vargas Llosa y los académicos que lo leen, hay una relación
cordial y erizada, pues, de tanto en tanto, el escritor fustiga a los teóricos idolatrados
por la academia y, junto con Hayek, Popper y Berlin, critica el rol de los
intelectuales a la hora de diseñar y planificar políticas reales desde las
nubes de los ideales puros. La preocupación bien intencionada de los académicos
es la justa redistribución de la riqueza, pero -¡ay!- suelen no saber cómo
generarla, y de ese divorcio entre teoría y práctica, de esa desconexión de la
realidad, de esa mirada perdida hacia modelos abstractos y ajenos a la
experiencia, han resultados economías catastróficas. Desde la orilla de los
académicos, se recela de las ideas de Vargas Llosa por varias razones. Es
espeluznante recordar que Vargas Llosa, como candidato a la presidencia del
país, fue financiado por la CONFIEP; pero es grato saber que esos
mercantilistas se quitaron las máscaras y hasta el día de hoy se alimentan de la
dictadura de Fujimori. Pero más interesante es que las prácticas visibles de la CONFIEP
fueron aprobadas por el triunvirato depredador de Hayek, Mises y Friedman,
neoliberales que aplaudieron la dictadura capitalista de Pinochet, avalaron los
monopolios como premio a la eficacia, redujeron los salarios y sindicatos, y
ayudaron a los ricos a no pagar impuestos y a los bancos a cobrar las tasas de
interés más desorbitadas de todos los tiempos. Los académicos, así, desconfían
de algunas premisas liberales, con acierto, cuando dejan de especular y manejan
información contrastada de Joseph Stiglitz y Thomas Piketty, economistas
que han investigado las relaciones de poder en el
mercado.
Tengo
a Vargas Llosa por uno de los novelistas que más admiro. Lo he defendido en
ardorosas discusiones a las afueras de la universidad y puedo decir como
Eduardo González Viaña que «he conocido a una persona capaz de sacar una pistola
para defender La Casa Verde».
Sus ensayos y textos periodísticos, en buena cuenta, también me han seducido, y
sospecho que esa atracción se deba al mesmerismo o patologías afines que
ejercen los escritores. Sin embargo ideas bien presentadas son ideas bien
justificadas, y La llamada de la tribu
es un poco de agua limpia que puede rescatar nuestra política secuestrada por
un empresariado capaz de crear el cómico «Consejo Privado Anticorrupción»
mientras financia a los políticos que aseguran los monopolios y la explotación
de los trabajadores.
(Del Mario socialista que pronunció el célebre discurso al recibir el Rómulo Gallegos de manos del propio Rómulo Gallegos al Mario del siglo XXI más pegado a la derecha hay mucho trecho pero una sola premisa: libertad.
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