El encanto mefistofélico de la dialéctica

El encanto mefistofélico de la dialéctica 

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Si la realidad es inconcebible –decía Hegel-
                                                                                                                      tenemos que forjar conceptos inconcebibles



Hegel (Berlín, 1770–1831), el filósofo desgarrado por dos tendencias contrarias, la Ilustración y el Romanticismo. En el Neoclasicismo la razón primó sobre las emociones; en el Romanticismo se recuperó lo irracional y lo mítico. Para Hegel ambas esconden rostros siniestros. La Ilustración, en nombre de ideales tan elevados como la libertad, igualdad y solidaridad, degeneró en la guillotina sangrienta de Robespierre, en el gobierno del terror en nombre de la razón, y algunos ensayistas del Romanticismo aplaudieron el retorno a formas tradicionales de gobiernos anti-democráticos y vieron el sometimiento a autoridades religiosas como signos de armonía social.

Hegel celebró que el individuo se haya desembarazado del autoritarismo y haya separado el ámbito religioso del político, y celebró que las castas dejen el poder. Pero reflexionó también sobre las desventajas de la Ilustración; en ella se materializó el ideal de la autonomía del individuo frente al Estado, pero ese individuo no supo qué hacer con su libertad individual y la desperdicia, mientras en la Edad Antigua y Medieval, si bien la persona no detentaba autonomía ante la nación, sí ejercía acciones con finalidades colectivas. La Modernidad separó el ámbito privado del público y trazó una línea valiosísima en la civilización, pero, pensó Hegel, ahí mismo se perdió la armonía entre ciudadanos y proyectos colectivos. Entre la libertad del individuo y el colectivismo del mundo greco-romano, Hegel deshojaba flores. Se alejaba, en realidad, del planteamiento al estilo «o este bando o este otro», y no quería cambiar un dogma por otro.

Con estas ideas en mente, Hegel recuperó la dialéctica de Aristóteles, el «arte de razonar», en oposición al formulario, que es sumergirse en las preguntas y respuestas que establecemos con un interlocutor y, con suerte, tenemos nuevos puntos de vista. En temas políticos y éticos, pensaba Aristóteles, no hay formas prefabricadas de comprender disensos y consensos. Si pensamos como Ortega y Gasset que «el suspicaz se engaña a sí mismo creyendo que puede eliminar su propia ingenuidad», pues la dialéctica debiera resaltar lo ingenuo y lo unilateral de sus propias concepciones. Algo de eso sí mostró Hegel con la imagen del tránsito de todo ciudadano desde la familia a la sociedad civil.

Hay un brusco y aun violento repudio a los confortables valores del hogar, un rechazo a todo lo que precisamente hace atractivo el hogar. La soledad, el riesgo y la aventura magnetizan el alma del adolescente que comienza su camino hacia afuera, hacia la sociedad civil, que es el ámbito de los extraños.

El ciudadano en ese periplo irá incubando una nostalgia por el hogar y cuando el trayecto del viaje se transforma en retorno, se ve por primera vez el hogar. En su mejor versión la dialéctica no ve el análisis como su opuesto, sino como complemento y evita un enfoque monocular, y puede ver desde lo sagrado y lo secular. Una montaña puede ser un objeto del cual extraer minerales, pero también puede verse como una divinidad a la que se venera. Al descomponer Fidelio en sus partes primordiales tendremos entre las manos un «descompuesto». Las notas musicales separadas entre sí y cada nota a su vez descompuesta en partículas de corpúsculos, y cada partícula en átomos de moléculas, y así hacia una estela infinitesimal, enjambres de enjambres. El absurdo de descomponer por descomponer y de perder de vista el mundo circundante. Inspirado en el Fausto, y contra los racionalistas, Hegel vio el pálido reflejo de la teoría ante la vida.

Con Hegel se toma más conciencia del lugar en la historia (él planteó la célebre frase: «la filosofía es su época captada en pensamientos»). La conciencia histórica aplasta al ingenuo que cree que su opinión actual es soberana sobre las del pasado y que en el futuro no cambiará, y muestra la patética mueca de los grupos fanáticos por evitar ser un punto de vista más entre otros. Un corrosivo contra los dogmáticos es también la sátira, donde se juega y explora a ver cuáles son los resultados ir zurciendo diversas perspectivas y situaciones contrarias hasta mostrar el mundo de cabeza, honrando lo despreciado y despreciando lo venerable. La sátira reinterpreta lo correcto e incorrecto y revela la hipocresía moral de las sociedades y, desde luego, una visión fanática repudia la sátira y el contrapunto. Con esos insumos, los sufrimientos de un personaje quedan más patentes cuando se les contraponen escenas felices; la miseria del campesinado es más visible al lado del dispendio ostensible de la nobleza; y lo mismo sucede con los siniestros diez kilómetros de «el muro de la vergüenza» del cerro San Francisco que dividen, en Lima, a la residencial Las Casuarinas y las esteras de una barriada. «La observación de Hegel era justa: no advertiremos la tesis […] a no ser que capte el reflejo, el fuego mortecino, de una flamante, brillante antítesis».

Para algunos clérigos medievales, la dialéctica descarriaba a los hombres del camino, y, siendo misóginos –tan sólo en las cacerías de brujas la Iglesia Católica asesinó a cientos de miles de mujeres-, personificaron a la dialéctica como una mujer de rostro pálido por vivir en las bibliotecas, de cabellos rojos y alborotados como sus ideas amenazantes, llevando en las manos un libro y un escorpión.

Pienso en la dialéctica como figura del abogado del diablo, personaje que la Iglesia solicita para que se ocupe de dar evidencias en contra de la canonización de algún beato. Y recuerdo Le sacrilège de Apollinaire que relata cómo Vaticano encarga ese papel al padre Serafín, quien, al tomar con vehemencia dicho rol, desenmascaró canonizaciones fraudulentas e incluso espolvoreó dudas sobre la inflada hagiografía católica.

Finalmente, ¿qué sucede si se le quita ese encanto mefistofélico, ese cautivador aroma a azufre y transgresión? ¿Qué pasa si relativizáramos a la dialéctica? Una pregunta semejante se planteó el mismo Hegel y debió de estallar en carcajadas cuando pensó que ése era otro movimiento incubado por la dialéctica.

Dejando al lado ese escollo, esa conjura, ese maleficio sobre aquellos que osan lanzar una crítica a la dialéctica, critiquémosla. A Kant no le seducía, pensaba que podía degenerar en un uso contradictorio y estúpido y enredarse en contradicciones. Y Schopenhauer fue durísimo contra Hegel, no le temía ni las imprecaciones ni a los sortilegios; la dialéctica era charlatanería pura y dura, un modo de salir victorioso en las disputas verbales sin ningún valor. ¿Qué era entonces? Un conjunto de estratagemas para ganar banales discusiones en que la verdad era irrelevante y la vanidad de los opositores lo era todo. Desde Schopenhauer también leyó el Fausto y recogió esta cita: «Con frecuencia creen los hombres, cuando escuchan sólo palabras vacías, que se trata de hondos pensamientos». Hegel parlotea, según él, discursos incomprensibles, pero de aire docto y profundo. Y le dedicó este delicioso fragmento:

La mente condenada a leer [a Hegel] espera en vano toparse con pensamientos verdaderos, sólidos y sustanciales; languidece y añora la aparición de una idea cualquiera, como el viajero del desierto arábigo añora el agua… hasta que al final muere de sed.

Con esas ambiciones estrafalarias y pompas académicas, la charlatanería de la dialéctica es un sombrero de mago del que saldrán «conejitos físicos de galeras puramente metafísicas». Ese error es causado por quienes usan a la dialéctica como un recetario de mantras y pócimas y escriben extrañas ideaciones, y fue lo que combatió Theodor Adorno cuando escribió Dialéctica negativa[.

Cuenta un relato persa que de noche en Ispahán, se encontraron ante la puerta cerrada de una cantina un alcohólico, un opiómano y un consumidor de hachís. El alcohólico trató de tumbarla, el opiómano se recostó en ella y el consumidor de hachís preguntó: ¿y si pasamos por el ojo de la cerradura?

Una ingeniosa ideación, sí, pero sólo eso. El tecnócrata miope tumba la puerta con nitroglicerina y volaría en mil pedazos la cantina, pero el riesgo del dialéctico radica en ser el consumidor de opio y hachis. El opiómano es apocalíptico y espera que algún día lluevan soluciones del cielo o ansía que el infierno devore al mundo.

Pero no sólo la dialéctica, cualquier destreza argumentativa pueden ser usadas por charlatanes. Una sobria dialéctica es útil en el razonamiento ético. Pero el intelectual de las ciencias sociales y humanas muchas veces es tentado por la imprecisión, la frondosidad y la verborrea, y por ello el hechizado por la peor dialéctica, cree en los ríos de palabras como en la magia. En fin, en la peor versión, el dialéctico corre el riesgo de convertirse en una fusión del apóstol Juan, el brujo Merlín y Mandrake el mago.



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