Los orígenes de la moral
El test de la creencia errada, en sus distintos niveles y
complejidades, busca averiguar qué grado de perspicacia psicológica tienen los
individuos evaluados, pudiendo ser desde niños hasta otra clase de mamíferos
superiores, y quienes aprueban el test son aquellos que son más ingeniosos y
reconocen las intenciones de los otros. El ejemplo más conocido es el del teatro de marionetas
en que, digamos, Fonchito guarda una manzana en una caja y sale del escenario,
después, ingresa la niña Lucrecia y retira la manzana de la caja y la esconde
en una cesta; al final ingresa de nuevo Fonchito –sin saber qué hizo Eva- y se
les pregunta a los niños que son el público dónde buscará Fonchito la manzana:
¿en la caja o en la cesta?
Se observa que los niños menores de tres años, al contestar
equivocadamente que Fonchito buscará la manzana en la cesta, no pueden aún
interpretar la cosmovisión de otra persona, no pueden comprender que Fonchito
se mueve en el mundo con una información distinta a la de ellos.
Tampoco pasan esta prueba con más matices y más ramificaciones, los niños
autistas o con daño en el lóbulo frontal y tampoco quienes permanecen impávidos
frente a las metáforas e ironías. Los niños mayores de cinco años, en cambio,
sí pueden detectar cuándo una persona tiene creencias erradas, y, en el caso
del test, pueden alejarse de sus propias convicciones y ver el mundo desde la
perspectiva de Fonchito.
El test de la
creencia errada, en realidad, es sólo el hilo que nos lleva a la complicada
madeja del tema de la comprensión. Cuando un niño comienza a comprender la
perspectiva de otra persona es capaz de realizar dos acciones: crear hipótesis
acerca de qué estará pasando por la cabeza de sus padres y reconocer cuándo sus
hipótesis dan en el blanco y encuentran las pautas de comportamientos
habituales de sus padres. El niño se ejercita imaginando estados mentales que
en ese momento no tiene pero que podría tener. Como muestran las evidencias de
la psicología experimental, esta tarea es realizada con facilidad cuando los
niños conviven con padres empáticos que tienen comportamientos más o menos
razonables y más o menos predecibles, lo que además ayuda a desarrollar más
empatía e introspección.
Otra ventaja de convivir con
padres inteligibles es que los niños afinarían sus juicios morales.
A partir de los cinco años, los niños llegan a valorar de manera distinta actos
que tuvieron las mismas consecuencias, pero motivaciones diferentes. Esto
significa que las consideraciones morales de los niños se hacen más complejas
y, precisamente, los científicos plantean que hay una relación directa entre la
capacidad que tiene una especie de mamíferos de interpretar a los otros
miembros del grupo y la complejidad de su estructura social.
En esta línea de investigación,
se pregunta cuál es el primer paso de un ser humano hacia un comportamiento
moral y altruista, y parece ser cuando se reconoce el sufrimiento ajeno y se
siente como propio. Esto llevará a querer aliviar el dolor ajeno, y es ahí
cuando, seminalmente, aparece el origen del comportamiento cooperativo. Desde
luego, ser moral y ser cooperativo no es lo mismo, pero si se busca los
orígenes del comportamiento moral, éstos deben de estar –siguiendo las pistas
de Darwin- en las formas de vidas que compartimos con otros animales, siendo
una gran puerta los primates superiores no humanos, y también en las vidas de
otros mamíferos de comportamientos compasivos y altruistas, como las ballenas,
delfines, elefantes, lobos y perros. Estos animales no tienen deliberación ni intención
consciente a la manera de los seres humanos, pero poseen comportamientos
sociales, colaboran entre sí y los científicos pueden encontrar aquí el inicio
del comportamiento moral.
Para la
época pre-darwiniana, buscar el origen de la moral humana en animales era
escandaloso. Autores como Hobbes y Kant dominaron la escena intelectual
argumentando que las emociones son exclusivamente egoístas, y ser moral era
luchar contra ellas y aplicar reglas, contratos, una conciencia marcial. Para Hobbes
y Kant las emociones eran sólo ardientes y viscerales, enemigas al discernir
entre lo correcto y lo dañino. En la actualidad, sin embargo, Dilan Evans, con
evidencias científicas, postula que las emociones tienen razones y las razones
emociones, avalando
una idea de David Hume: nos abstenemos de dañar al prójimo, no por argumentos,
sino porque imaginamos su sufrimiento.
Sectores
conservadores que repugnan nuestra filiación animal, terrestre y rechazan del
hedonismo, antes de tener como primos hermanos a chimpancés y orangutanes, prefieren
afiliarse a ángeles y arcángeles y decir que lo único que compartimos con los
perros son los dientes caninos. Por poner un caso, una persona era moral, según
Kant, cuando se guía sólo por la razón desapasionada,
Tugendhat en tono kantiano dijo que reconocemos a una persona ética, no por sus
cualidades, sino por «el hecho mudo de su existencia».
Vaya misterio. El caso es que este tipo de éticas fueron criticadas porque
tenemos emociones, deseos y razones para tratar de ser morales, como también los
sádicos tienen, además de gustos, goces y pruritos, metas y objetivos. Un clásico
ejemplo del sádico cuenta que el masoquista le ruega: «Hazme daño» y el sádico
responde: «Ahora que lo pides, no».
Sobre qué pasa por
la cabeza de los sádicos y psicópatas, qué sienten y piensan la pintoresca
fauna humana, distintos científicos diferencian entre la «simulación»
y la «metarrepresentación» con un ligero matiz. Simulación es la capacidad de
sentir los estados mentales ajenos como si fueran propios en condiciones
contrafácticas (o sea, en condiciones que no han ocurrido pero que podrían
ocurrir); y metarrepresentación es la capacidad de crear una teoría de la
mente, crear hipótesis que permiten formular regularidades acerca del comportamiento
de las personas.
Hay cierta semejanza en la distinción recién expuesta con la diferencia entre
«simpatía» y «empatía», pues la simpatía es básicamente afectiva y es la
capacidad de percibir y compartir emocionalmente los estados mentales ajenos;
la empatía es una habilidad más cognitiva y permite ser consciente de los
estados mentales ajenos, incluso si uno no los comparte. La simpatía nos
permite sentir el sufrimiento del otro; la empatía, saber por qué sufre el otro.
La mayoría de los niños, curiosamente, desarrollan de manera espontánea una
teoría de la mente para explicarse los estados mentales de otras personas, pero
no todos los menores de edad desarrollan la capacidad de simulación; ésta varía
de acuerdo a la calidad del apego que los niños tuvieron con sus cuidadores
tempranos.
Es más, acerca de la relación entre simpatía y empatía no hay consensos
entre los científicos. Para aquellos científicos que señalan que no existe
ninguna implicancia, la evidencia son los sociópatas, quienes, conociendo los
estados mentales de los otros, no sienten los mismos afectos. Pero los bebés
humanos e incluso otros primates superiores sí sienten el sufrimiento ajeno
como propio, a pesar de no tener todavía un desarrollo cognitivo.
Para los científicos que sostienen que sí hay implicancias, la simpatía
y sus lazos afectivos son la base de la empatía y de las metarrepresentaciones.
La simpatía, a su vez, sería causada por mecanismos más básicos, como son el
contagio emocional y el motor mimicri. En la línea del test de la creencia
errada, en 1978, las investigaciones sobre primates descubrieron,
experimentalmente, que los chimpancés sí se inquietaban cuando otro chimpancé
se dirigía a buscar erradamente la manzana no en la cesta sino en la caja, y
así los investigadores comenzaban a comprobar que estos homínidos se dan cuenta
de las intenciones erradas de los otros y que ello implica que comparten
emociones y sentimientos tanto de sus congéneres como de los humanos.
El contagio emocional se da de manera inconsciente y pre-cognitiva en
los bebés recién nacidos y en los mamíferos superiores cuando reproducen el
sufrimiento y el placer de sus congéneres, y un ejemplo de ello es cuando en un
grupo de recién nacidos uno de ellos rompe en llanto y contagia a los demás. En
el ejemplo lo que se muestra, desde el punto de vista evolutivo, es que el
contagio emocional promueve la supervivencia, pues permite que los individuos
que conforman un grupo reaccionen a situaciones compartidas de amenaza común.
El motor mimicri, en cambio, es la imitación mecánica del comportamiento ajeno,
y debe de ser, a su vez, el origen del «contagio emocional» presente en
muchísimas especies animales, como cuando un grupo de gaviotas alza el vuelo cuando
una percibió un peligro.
Con fines de precisión, aquí sólo vemos el lado biológico
de la moral sin abordar las adquisiciones culturales, pero al explicar nuestro
comportamiento, además de investigar los rasgos genéticos de nuestros cerebros,
compartidos con otros mamíferos y primates, debemos recordar que ésos genes
pueden ser potenciados o disminuidos por las condiciones socio-económicas de
las sociedades.
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