Albert Camus. Lucidez en los infiernos
Albert Camus rechazó, a diferencia de Sartre, la idea maquiavélica de
que el fin justifica los medios, pues en nombre de diversos ideales, muchos
hombres de diversos credos, tales como la Santa Inquisición, el proyecto
civilizatorio europeo o la dictadura bolchevique de Stalin, han humillado y
explotado, martirizado y asesinado al prójimo. En Los justos (1950) se preguntaba si los justicieros debían ejercer
violencia en nombre de la justicia: ¿los justos deben ser implacables?, ¿o los
justos no deben mancharse las manos de sangre y dejar que la injusticia y la
miseria continúen? El idealista activo se ve tentado a ser terrorista mientras
el ciudadano modelo que paga sus impuestos puede ser banal y cómplice del
sistema de injusticias.
En Calígula, el personaje
principal, a pesar de que su hermana y amante, Drusila, le repitiera que hacer
sufrir era la única manera de equivocarse, el emperador, luego de la muerte de
ella, cargado de rencor y odio, reflexiona «los hombres mueren y no son
felices» y ahí se hunden para él los valores éticos. En la cena Calígula lanza los
huesos de las aceitunas en los platos de los comensales y escupe restos de
comida, y a la vez es tan poeta, tan ambicioso, tan melancólico que desea la
Luna. Sus cercanos reconocen que Calígula posee una psicología penetrante y
perversa, capaz de ejercer una libertad sin límites, sin moral y destruir el
orden establecido. Cesonia, su vieja nana –y otra de sus amantes- le suplica que
recapacite, que «existe lo bueno y lo mano, lo que es grande y lo que es bajo,
lo justo y lo injusto»,
pero robar y gobernar es lo mismo, dice Calígula, y para acabar con lo último de
ternura que queda en él, con sus propias manos, estrangula a Cesonia: «Vivo,
mato, ejerzo el poder delirante del destructor; comparado con ese poder, el del
creador parece una pantomima. Esto es ser feliz».
«No hay más que un problema filosóficamente serio: el suicidio».
Con esa lucidez embiste El mito de Sísifo
(1942), obra en que la vida cotidiana, su extrañeza, su horror y su rutina son
analizadas. Fingimos no saber de la vida parasitaria del lunes y del martes en
la oficina, de esa lasitud de sábado y domingo en el hogar, y, cuando toca la
muerte de un ser querido, sólo parloteamos. Llevamos una vida teatral cruzando
los dedos para que el tiempo gire en círculo y nuestras ceremonias y rituales intentan
ocultar que el universo es extraño y frío. Sólo en ciertos minutos del día,
o de la noche, vemos la pantomima social.
Quien se suicida, sin embargo, deja la batalla. ¿Qué más se puede hacer? La
otra salida es reivindicar la
vida, aquí, en los infiernos. Albert Camus vivió orgulloso la lucha entre su
inteligencia y una realidad que lo superaba; ni postergó ni cayó en la rutina y
mediante el culto a las impresiones de los sentidos apreció la belleza de los
paisajes. El mito de Sísifo -que
iba a titularse Sísifo o la felicidad en los infiernos- relata que
Sísifo, por preferir la bendición del agua a las amenazas de los rayos
celestes, fue condenado por los dioses a empujar una roca hacia lo alto de un
risco y ver cómo esa roca rodaba cuesta abajo. Pese a la condena, Sísifo es
dichoso y, por ello, un símbolo de la inteligencia en los infiernos, el emblema
de quien desafía lo absurdo, de quien persevera en un esfuerzo que a lo largo
es estéril. Camus reinterpretaba la esterilidad de la condición humana en
victoria siempre y cuando los individuos concentraran torrentes de pasión en
sus vidas. En Nupcias (1939), a pesar
del desgarramiento que le producía comparar la realidad con el ideal, Camus apuesta
por vivir en el mundo y no esperar otra vida. «Con el rostro mojado de sudor
[…] ostentamos todo el dichoso cansancio de un día de nupcias con el mundo».
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