La escalera de Kierkegaard
Kierkegaard (Copenhague,
1813–1855) se alejó de las palabras gordas de la metafísica y prefirió
situaciones concretas, asuntos y conflictos cotidianos. Se le caricaturizó levitando
con su paraguas hacia el mercado de Copenhague a conversar con verduleras y
evitar ir a la Academia, pero sucedía que Kierkegaard deploraba las especulaciones y bagatelas de filósofos,
su jerga oscura y confusa, sumergidos en un profesionalismo abstracto, y calificó
al hegelianismo, por su moho de palabras, como ese infame esplendor de la podredumbre.
En esa tensión entre lo
abstracto y lo concreto, entre lo conceptual y lo particular, Kierkegaard, en
ensayos, de manera neurótica abrazó lo individual, pero peleando contra las
abstracciones. ¿Por qué? Quizá porque para observar lo concreto se necesita lo
abstracto. Quizá porque una observación de Hegel daba en el blanco: advertiremos una tesis ahí donde captamos el fuego
de su antítesis. Pero contra Hegel y su intelectualismo, Kierkegaard puso más
peso al lado de lo concreto y escribió obras de títulos sugerentes. Se opuso al
vistoso banquete de grandes conceptos y escribió Migajas de la filosofía (1844). En lugar de la fe en el progreso, reflexionó sobre El concepto de la
angustia (1844), Temor y temblor (1843) y compuso un Tratado
sobre la desesperación (1849); escribió, además, Diario de un
seductor y un fino libro Sobre
la ironía. Kierkegaard fue cristiano y en sus Diarios y papeles escribió que necesitaba saber qué hacer según
Dios.

La «vida estética» de don Juan busca placeres carnales o culturales. Don
Juan fue un grácil hedonista, de bonhomía y humor rápido y desenfadado.
Maravilloso en reuniones sociales, pero un observador en el fondo aburrido y
desinteresado ante el dolor prójimo. La «vida ética» de Sócrates distingue lo
correcto de lo incorrecto y se compromete con una causa, con un deber moral.

Kierkegaard mostró la «vida religiosa» como
incomprensible para el hombre inmerso en los negocios y la razón instrumental. La religión conduciría a una existencia auténtica y
sus misteriosas aguas fueron expresadas por el apologista cristiano y delicioso
heresiarca Tertuliano: «creo porque es absurdo» (credo quid absurdum est). Si el sufrimiento extremo resulta
incomprensible, así también lo religioso es lo absolutamente «otro» y
sólo la fe (que irrumpe y violenta al creyente), salva de la desesperación en
un mundo de sufrimiento.
La Teología de la Liberación de Gustavo
Gutiérrez, una
teología a la luz de los problemas latinoamericanos, constata que «Dios está
ausente», y se interroga cómo hablar de Dios en medio de la injusticia y
sufrimiento, cómo decirle al pobre que Dios lo ama. El sufrimiento humano es
absurdo, pero si existiera Dios el sufrimiento sería doblemente absurdo y
sumamente cruel. El marxismo quiso despertar al pobre de la religión como opio
del pueblo, alejarlo de la religión como teofagia de domingo y criticó la
teología como dominación. Gutiérrez comprende las críticas de Marx, reconoce
que la religión ha sido muchas veces el aguardiente de las masas, pero la
religión, hay veces, puede liberar y despertar al pobre en lugar de dominarlo.
La acción religiosa se fusiona con la acción
ética de atender al pobre y exponerse al sufrimiento del otro; dejar de ser
indiferente, empatizar con quien sufre. («La fe sin obras está muerta»[5]). Dios
se revela en las víctimas, los pobres y del sufriente, dice la teología de
Gutiérrez para la cual es un escándalo que América Latina sea el continente con
mayor número de cristianos y con mayor pobreza. Antes del Concilio Vaticano II,
un teólogo europeo estornudaba y los curas de América Latina decían achís. La
Teología de la Liberación se presenta como una reflexión situada, enraizada en
la pobreza de América Latina y fácilmente suscribiría a Evely: «nuestros abuelos
creían gracias a los milagros, nosotros creemos a pesar de ellos».
[5] Santiago
2:14-26. [Biblia] Biblia de Jerusalén. Edición española dirigida por José Ángel
Ubieta. Bilbao: Editorial Española Desclée de Brouwer, 1998.
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