La bella carnicera




En una sesión detrás del diván, Freud le explicaba paternalmente a una paciente que los sueños y pesadillas, en verdad, eran el escenario donde se da rienda suelta a las bajas pasiones, a los deseos prohibidos. La mujer, confundida, protestó y pasó a relatar su último sueño, probando que Freud se equivocaba de cabo a rabo. En sueños, esta esposa de un carnicero, deseaba dar una cena, pero era domingo y las tiendas estaban cerradas; intentaba comunicarse con proveedores, pero el teléfono no funcionaba[1]. Detrás del diván, manipulando algunas de las estatuillas que poblaban sus estantes de libros, Freud, tras un silencio cargado, indicó que esos sueños, precisamente, le proporcionaban a ella un deseo: el deseo de estar siempre insatisfecha. ¿Cómo?, osó abrir los ojos la mujer. Sí, prosiguió Freud exhalando fuerte, en los sueños se deforman los deseos. (Los jeroglíficos, dijo Freud años atrás, también disfrazan un mensaje, lo mismo que el alfabeto de una histérica: los vómitos significan repugnancia). En fin, Freud le recordaba igualmente a la mujer que los gestos de cortesía y los buenos modales encubrían rivalidades y odios mutuos.


¿Aquella esposa de carnicero habrá retornado al consultorio y dejado someter a otra sesión psicoanalítica? No lo sabemos, pero la anécdota retrata un problema del psicoanálisis como disciplina que únicamente registra sus predicciones oceánicas y obvia sus desaciertos, confirmando creencias en múltiples eventos, desde sueños y guerras hasta chistes y lapsus, sin jamás jugar limpio, sin nunca presentar los contra-ejemplos que refutarían sus explicaciones. Es sospechoso, además, que una teoría se blinde constantemente, con parches y recosidos, y sea inmune a cualquier crítica. En una oportunidad, Freud planteó la regla de que «la conducta sexual de una persona constituye el prototipo de todas sus demás reacciones»; pero, si fuese así, cómo el célibe de Kant fue tan fecundo. Para los psicoanalistas Kant era un sexómano, pero sublimado.




En 1896 Freud dio una conferencia en la Sociedad de Psiquiatría y Neurología (en una butaca se encontraba Krafft-Ebing, famoso psicopatólogo) y salieron espantados. ¿Qué dijo ahí Freud? Comparó el psicoanálisis con la arqueología donde las piedras hablan.

El estudioso de la histeria es como un explorador que descubre los restos de una ciudad abandonada, con paredes, columnas y placas cubiertas de inscripciones a medio borrar; puede cavar, sacarlas a la luz y limpiarlas: entonces, si tiene suerte, las piedras hablan.



Freud le contó a su amigo Fliess la recepción gélida del público académico. Krafft-Ebing había dicho: «Suena como un cuento de hadas científico». La conmoción de aquellos psiquiatras y neurólogos se debía a que Freud presentaba el psicoanálisis como una ciencia, pero ¿cómo saber de qué “hablan las piedras”? ¿Cómo saber cuándo una mancha de tinta tiene un significado oculto y cuándo era un simple accidente?, ¿cómo identificar si el vaso derramado sobre la mesa contiene una intensión cifrada?, en suma, ¿de qué manera plantear cuándo esos percances, descuidos y sueños son verdaderos aportes a la reconstrucción del pasado y cuándo son sólo azarosos y fortuitos? Freud creyó descubrir una ley: una señal de que la interpretación es correcta es cuando el paciente la niega. Freud incluso bromeaba diciendo heads I win, tails you lose, mostrando que le eran indiferentes las pautas objetivas en sus explicaciones.




En la actualidad existen dos grandes estilos de psicoanalistas, los lógicos y los empáticos. Unos son fríos lógicos que insisten en ser ciencia, leyendo el Talmud en lenta peregrinación hacia el Sinaí en que recibirán la metapsicología de Freud. Los bonachones y empáticos, en cambio, son tan buenos que ya no parecen psicoanalistas; escuchan tan bien el dolor del prójimo que son el nuevo sacerdote que necesita el creyente que expía sus culpas.  
Sin detenerse en los detalles problemáticos de la metapsicología de Freud, hay filósofos que caen rendidos ante el psicoanálisis, y resulta divertido que Freud hubiera impreso para siempre un diagnóstico sobre los filósofos. «Un joven y espiritual filósofo, con actitudes estéticas exquisitas, se apresura a enderezarse la raya del pantalón antes de acostarse para la primera sesión; revela haber sido antaño un coprófilo de extremo refinamiento, como cabía esperarlo».






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