Enredos y desgarros.





Un águila negra y otra blanca devoran una liebre preñada, un necromante interpreta las vísceras del cadáver y lanza un vaticinio siniestro: si quiere que sus soldados sobrevivan y dejen de ser diezmados por furiosos vientos y maretazos que van estrellando las naves contra las costas de Aulis, entonces el rey Agamenón debe matar a Ifigenia, su hija. Así inicia Agamenon de Esquilo. ¿En la angustia el noble rey sería capaz de sacrificar a su hija de sangre o, más bien, escuchará las súplicas de la pequeña y la protegerá de la turbamulta supersticiosa? La asesina; y su esposa Clitemnestra lo asesina a él.

Las tragedias griegas presentaron dilemas y tensiones entre caminos contradictorios, sin necesidad de mostrar la validez de una tesis sobre otra, sino mostrando acciones opuestas, pasiones en combate. Sus personajes desgarrados transitan por caminos ensortijados, buscando evitar los sufrimientos, pero el desenlace es funesto, ruinoso. Veamos qué dicen Esquilo, Sófocles y Eurípides.

En las obras de Esquilo, entre líneas, se pregunta ¿por qué el ser humano está encarcelado en el sufrimiento? Si el ser humano pudiera conocer el destino, piensan sus personajes, podría cambiar su suerte. Sófocles, en cambio, ni siquiera da esa esperanza; la ignorancia y el conocimiento del destino de nada valen, el ser humano siempre sufrirá[1]. En las obras de Eurípides, por último, sencillamente no existe el destino, es absurdo que suframos, no deberíamos sufrir, pero es así.

En la tragedia los personajes son devorados por ambigüedades, y, en quien no halla consuelo por la pérdida de un ser querido, en quien se resigna ante el destino, en quien alimenta con tesón un fogoso rencor, las emociones se anudan y retuercen. Esquilo, Sófocles y Eurípides no reprimieron venganzas ni tormentos y sus obras giran, enroscándose, en la condición humana.

Ninguno de los tres se propuso marcar un trazo nítido entre el destino escrito sobre los humanos y el fuego vibrante de la libertad, la tragedia no diferenció entre un orden de piedra y la gelatinosa conciencia. Lo que la tragedia sí hizo fue subrayar las contradicciones, mostrar los apetitos enloquecidos y los nobles fines, pero, sin imponer ninguna solución. El espectador de Antígona asistía al conflicto de los personajes, a sus enredos y a sus desgarros, y se compenetraba en la confusión sobre la justicia en boca de Antígona, y justicia en manos de Creonte. A veces justicia era el orden impuesto por las divinidades, otras aquello creado por las instituciones, y esta oscilación del significado de la justicia se debió, en buena cuenta, a que los griegos marchaban de una situación sosegada hacia una época convulsa por las guerras con los persas y por las discusiones jurídicas y morales al interior de su propia vida política, y el interés en asuntos prácticos se intensificó, y los jóvenes, que vieron ahí la oportunidad de ser parte de la política y de ser los agentes de sus vidas.

En Grecia los presocráticos habían obviado el sufrimiento y fueron ciegos a los matices y contradicciones del alma humana, pero la sensibilidad de los trágicos se acercó a la epopeya mítica de Homero, esa mezcla brillante de lirismo, teología y moral en que los personajes peregrinan con heridas abiertas entre siniestras sirenas y parlanchines cíclopes, soportando, deseando, la intromisión de los dioses. Los trágicos escribieron sobre dolores desgarradores, deseos sexuales, locuras y desenfrenos y, durante el espléndido siglo V a. C. de Pericles, las fuerzas de la naturaleza y las fuerzas de las convenciones sociales fueron entremezcladas.

En el anfiteatro, con Las bacantes y Medea, la audiencia canalizaba sus energías criminales y sexuales gracias a la catarsis, un purgante que auxiliaba a los espectadores a digerir sus propias excrecencias. Los 1500 atenienses repartidos en las gradas del anfiteatro vibraban, aullaban de excitación con la escena en que Edipo sospecha, al borde de la cama, que aquella mujer, Yocasta, con quien se acostará es su madre. Ella anima a su irresoluto hijo susurrándole: «No tengas miedo de unirte con tu madre. No sabes que muchos hombres se acuestan con sus madres en sueños».

Aficionados a sincronismos y a la hermosa simetría de las estrellas, el pueblo griego hizo rodar una ocurrencia: Esquilo, Sófocles y Eurípides nacieron un día que se alinearon los astros. El mismo día en que Esquilo iba a la batalla de Salamina, ese día Sófocles con apenas doce años escribía esbozos de sus futuras tragedias y, en un mugroso y maloliente mercado, al mediodía, una verdulera paría a Eurípides.






 



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