Comte contra charlatanería
Durante el siglo XIX, harto de las especulaciones
filosóficas sin base en hechos, Auguste Comte (Montpellier, 1798–1857) fue
escéptico sobre entelequias metafísicas y desconfió de las predicciones
imprecisas de Hegel y rechazó el tipo de desarrollo de las sociedades
vaticinado por Marx. Desde el escritorio de Comte, las páginas de Marx y
Nietzsche eran interesantes, provocadoras, aunque desfilaban como llamaradas
extinguiéndose, sin pies en la realidad.
Frente a los filósofos, Comte se sentía como
Galileo ante la Iglesia Católica. Los filósofos blandían abstractas premisas
metafísicas, desenvainaban afirmaciones flácidas y logomaquia patética. Comte
buscaba que el conocimiento dejara de ser la telaraña de fantasiosas deducciones.
Con el telescopio Galileo mostró cráteres y abolladuras de la Luna, y los
teólogos aullaban «¡No! ¡No! ¡No!», agitando pasajes de las Santas Escrituras, “¡La
Luna es una esfera perfecta!”. Y afirmaron que la Luna estaba cubierta por una
sustancia invisible que revestía los cráteres y elevaciones. Galileo, sagaz, aceptó
que esa sustancia existía siempre y cuando los teólogos también aceptasen que
existía una segunda sustancia invisible untada siguiendo las formas de los cráteres
y elevaciones[1].
Comte veía que filósofos habían postulado también sustancias indetectables y, si bien la Iglesia no tenía ya el poder de ejecutar a nadie, rompió con su familia católica e hizo trizas varias creencias, buscando una «higiene cerebral». Inspirado en Galileo, inspirado en Newton, este francés estableció tres estadios, tres grandes escalones que el intelecto debía realizar: teológico, metafísico y científico[2]. Desde su origen hasta aproximadamente el siglo XIII, la humanidad había transitado por un nivel elemental y menesteroso de conciencia con predilección por cuestiones insolubles, buscando el origen y la finalidad del universo con especulaciones sin base real. Era el estadio teológico y dentro de él habían tres subniveles: el primero atribuía voluntad al Sol y nubes, a los truenos y ríos para controlar el mundo (el fetichismo o animismo), el segundo creía en algunos seres ficticios (el politeísmo) y el tercero adoraba una única voluntad (el monoteísmo). Luego vendría el estadio metafísico, un avance de la humanidad que ya no creía en agentes sobrenaturales, pero aún era atrapada por abstracciones mucilaginosas imposibles de poner a prueba. Una teología sin Dios. El último estadio, el científico, renuncia a los ociosos temas de salón “¿por qué el ser y no más bien la nada?” y la ciencia se circunscribe a observar y percibir hechos. Para no descarriarse de forma estúpida, los científicos usan su imaginación, pero al final acatan el experimento, la prueba. Un signo de madurez, una prueba de la realidad. El estadio científico, además, sustituye las preguntas en torno al origen y sentido final del mundo y busca más bien relaciones constantes entre los objetos usando inducciones[3].
Su enamorada, Clotilde de Vaux, murió en 1846 y las obras posteriores de Comte se ensombrecieron, tiñéndolas de amargura y de un misticismo conservador.
Aunque refrescante con frases como «Sólo hay una máxima absoluta y es que no hay nada absoluto», Comte fue largamente superado, en parte porque escuelas de sociólogos y antropólogos prefirieron un abanico amplio de herramientas y dejaron el alicate de la física. Pero sobre todo Comte fue superado porque la cabeza del científico que juega al ensayo y error se asemeja más a las extrañas mezclas del inconsciente de un artista. Los conceptos de la física, además, fueron modificados por Einstein y por la teoría cuántica, y a partir de ellos las leyes del universo se replantearon como regularidades físicas en donde hay lugar para la singularidad; y, encima, en momentos en que los científicos se encrespan y retuercen en contiendas casi casi físicas, ahí, un hecho adquiere distintos colores, la prueba se transforma en una gema de variadas interpretaciones.
Personalmente soy lejano del conservadurismo político de Comte, pero en la vida práctica sus tres estadios tienen su cuota de verdad. Y ni bien escucho las catilinarias de los fenomenólogos, enfurecidos contra sabe Dios qué y rabiando sobre sabe Satán qué, no veo sino grupúsculos delirando alrededor de una fogata, escupiendo a la lógica, escupiendo a los hechos.
[1] Alan Chalmers. ¿Qué es esa cosa llamada ciencia? Traducción de José Padilla Villante. Decimoséptima reimpresión, Madrid: Siglo XXI, 2005.
[2] Auguste Comte. Discurso sobre el espíritu positivo. Traducción de Consuelo Berges. Madrid: Sarpe, 1984.
[3] Auguste Comte. Curso de filosofía positiva. Buenos Aires: Ediciones Orbis Hyspamérica, 1984.
Comentarios
Publicar un comentario