Julio Ramón Ribeyro. Inventario de enigmas



Conmemoramos hoy la partida de Julio Ramón Ribeyro (1929-1994), el escritor alejado de la pose del intelectual snob de Lima, cuyos ojos están más en las modas europeas y cuya arrogancia se descompone si un alemán no lo entiende, Ribeyro prefería caminar por las veredas atestadas de colillas de puchos de Lima, contornear los olores de las bulliciosas picanterías de los barrios populosos. En una época, obsesionado, como un sabueso, seguía los rieles del tranvía que dividían a Surquillo de Miraflores, o se detenía en Barranco y la Victoria, dos mundos tan ajenos como clandestinamente promiscuos.

En su escritorio, entre su máquina de escribir Olympia, torres de papeles, ceniceros copiosos y bebidas, el carbocillo rojo del pucho parpadeaba y Ribeyro aprovechaba su escaso tiempo leyendo a Balzac y Musil, Pavese y Nerval, Vallejo y Beckett, y volvía a torturarse en la máquina. Sin certezas se burlaba secretamente de los académicos confirmando la lección de Hemingway: no dar explicaciones. Una vez le preguntaron si recordaba haber hecho una maldad: «Escribiendo, sí». Nunca cultivó una sabiduría estéril y los días que no escribía eran un calvario. Encendía una nueva brasa de pucho, el vaporcito le calentaba y a escribir.

Este casi aristócrata que renegaba de serlo, en Paris, fue obrero en una estación de ferrocarril y portero en un hotelucho sórdido. Vivió en carne propia las diez horas diarias de trabajo despiadado de brazos y piernas, sudar y tener un bozal de saliva en la boca, y exprimido retornaba al departamento –una guarida- adormecido, resignado, sin tiempo de leer ni de ir al cine. Transcurridos esos años dijo: «Los trabajadores en nuestro mundo llamado libre están como exonerados del porvenir y eso debe cambiar radicalmente».
Su obra recorre, además de cuentos precisos, novelas, un diario genial “La tentación del fracaso” y dos libritos de agudas reflexiones, “Prosas apátridas” y “Dichos de Luder”. En éste el narrador dice: «Es penoso irse del mundo sin haber adquirido una sola certeza. Todo mi esfuerzo se ha reducido a elaborar un inventario de enigmas».

Cuando lo entrevistaban era un gato arisco. Las entrevistas le resultaban una pérdida de tiempo, las detestaba, eran un aburrido intercambio de fragmentos, de tinieblas y de excrecencias interiores. Quizás sentía que le robaban el tiempo y conversar con gente desconocida era un suplicio. Se intuye así en las entrevistas agudas del joven Jorge Coaguila. Ribeyro debió de palidecer y gozar con ese interrogatorio voraz de preguntas caníbales. «¿No le parece que en sus cuentos y novelas se percibe un cierto racismo?» Ribeyro contestó: «Un tipo una vez me increpó por qué mis personajes malos eran calvos y bajitos».

Mi padre, a mis once años, nos leía a mi hermano y a mí esos cuentos en un ritual nocturno, era su estrategia para hacer una tregua entre mi adolescencia feroz y su segunda juventud. Mi viejo daba con la entonación perfecta de una escritura precisa, y sin darnos cuenta Ribeyro nos envolvía, a los tres, en la complicidad de ver boquiabiertos a una ciudad polvorienta y personajes de caspa en el terno. Sin saber para qué, sin saber por qué buscábamos ese momento de lectura que nos reconciliaba en las páginas de Ribeyro.



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