Julio Ramón Ribeyro. Inventario de enigmas
En su escritorio, entre su máquina de escribir Olympia, torres de papeles, ceniceros copiosos y bebidas, el carbocillo rojo del pucho parpadeaba y Ribeyro aprovechaba su escaso tiempo leyendo a Balzac y Musil, Pavese y Nerval, Vallejo y Beckett, y volvía a torturarse en la máquina. Sin certezas se burlaba secretamente de los académicos confirmando la lección de Hemingway: no dar explicaciones. Una vez le preguntaron si recordaba haber hecho una maldad: «Escribiendo, sí». Nunca cultivó una sabiduría estéril y los días que no escribía eran un calvario. Encendía una nueva brasa de pucho, el vaporcito le calentaba y a escribir.
Este casi aristócrata que renegaba de serlo, en Paris, fue obrero en una estación de ferrocarril y portero en un hotelucho sórdido. Vivió en carne propia las diez horas diarias de trabajo despiadado de brazos y piernas, sudar y tener un bozal de saliva en la boca, y exprimido retornaba al departamento –una guarida- adormecido, resignado, sin tiempo de leer ni de ir al cine. Transcurridos esos años dijo: «Los trabajadores en nuestro mundo llamado libre están como exonerados del porvenir y eso debe cambiar radicalmente».
Su obra recorre, además de cuentos precisos,
novelas, un diario genial “La tentación del fracaso” y dos libritos de agudas
reflexiones, “Prosas apátridas” y “Dichos de Luder”. En éste el narrador dice:
«Es penoso irse del mundo sin haber adquirido una sola certeza. Todo mi
esfuerzo se ha reducido a elaborar un inventario de
enigmas».
Cuando lo entrevistaban era un gato arisco. Las
entrevistas le resultaban una pérdida de tiempo, las detestaba, eran un
aburrido intercambio de fragmentos, de tinieblas y de excrecencias interiores.
Quizás sentía que le robaban el tiempo y conversar con gente desconocida era un
suplicio. Se intuye así en las entrevistas agudas del joven Jorge Coaguila.
Ribeyro debió de palidecer y gozar con ese interrogatorio voraz de preguntas
caníbales. «¿No le parece que en sus cuentos y novelas se percibe un cierto
racismo?» Ribeyro contestó: «Un tipo una vez me increpó por qué mis personajes
malos eran calvos y bajitos».
Mi padre, a mis once años, nos leía a mi hermano y
a mí esos cuentos en un ritual nocturno, era su estrategia para hacer una
tregua entre mi adolescencia feroz y su segunda juventud. Mi viejo daba con la
entonación perfecta de una escritura precisa, y sin darnos cuenta Ribeyro nos
envolvía, a los tres, en la complicidad de ver boquiabiertos a una ciudad
polvorienta y personajes de caspa en el terno. Sin saber para qué, sin saber
por qué buscábamos ese momento de lectura que nos reconciliaba en las páginas
de Ribeyro.