Entre la solidaridad y la tolerancia
El mascarón de proa de los grupos de
poder privilegiado es arengar a favor del Estado-Nación y así aplaudirse entre
ellos y menospreciar a otras comunidades. El Estado–Nación privilegia una
identidad, una lengua, una versión de la historia y unos ritos, cuando deberían
forjarse una Constitución, unas instituciones y unas leyes pendientes del valor
del trato igualitario entre los ciudadanos y observar la precariedad de los
grupos étnicos victimados y, sobre todo, reconocer las desventajas
socio-económicas que han sufrido y sufren distintos grupos sociales perpetradas
por siglos de explotación y dominio. Esa es la labor de un “Estado
intercultural”, uno de los ideales del liberalismo y la democracia.
¿Qué clase de hábitos y virtudes debería
tener un “ciudadano intercultural”? En el Canadá, observa Will Kymlicka, la
cultura francesa y la inglesa viven en “dos soledades”: cada una lee sus
periódicos, ve sus programas de televisión, lee sus novelas. En el Perú la
etnia más españolada y la más andina tampoco se integran, aunque aquí es más
grave, pues la cultura andina cuenta con periódicos, televisión y novelas
marginales y no posee ninguna equidad en negociaciones ni tiene el poder para
enfrentar el monumental lodo que suele caer sobre ella.
Los grupos sociales hispanistas son
indiferentes ante el desarrollo postergado de los otros grupos sociales, y
creen que andinos y aimaras son pobres por ser brutos, ociosos y borrachos sin
remedio. De paso, esa imagen deformada de la identidad del negro y del indio y
del selvático es creída por las personas negras, indias y selváticas mediante
los medios de entretenimiento que las estigmatizan y reifican. El mestizaje que
interactúa de tú a tú rara vez es asumido como enriquecedor y hoy la prensa
hace más difícil un maridaje entre distintos sectores. Junto con los obreros,
antes, el ingeniero civil celebraba con un único vaso de cerveza la última capa
de cemento sobre el techo, pero ahora ni en ese espacio se juntan: ese vaso de
cerveza es visto como sucio, infecto, portador de enfermedades. ¿Qué está
sucediendo que no nos integramos como interculturales?
Un "ciudadano intercultural"
no es el snob que se toma selfies con el Acrópolis de fondo ni el que come
exóticas arañas y hormigas en Camboya ni el turista que cumple con rigor
procesal las excursiones programadas por lagos y montes. Ese protocolo parece
eximir de dialogar y conocer a los forasteros, y es la mirada que descalifica a
las culturas no occidentales en una suerte de disneycifización del asháninka a
quien sólo se le ve como exótico y pintoresco, un ser de taparrabos y espada
flamígera al que no se le reconoce el derecho de formar sus familias y
civilizaciones de forma distinta a la occidental, y lo mismo con el matsiguenga
a quien no se le reconocen sus sueños y miedos ni sus dioses ni cosmovisiones.
Tener disposiciones positivas hacia la diversidad y ser curioso sobre otros
estilos de vida y esforzarse por ver el mundo desde la marmita que en la Franja
de Gaza a duras penas alimenta a una familia palestina, es una condición del
ciudadano intercultural, una condición que se da también cuando interactuamos
de igual a igual con las diversas capas sociales de nuestro entorno. Conocer
los usos y costumbres, las jergas y la complicidad, los sufrimientos y las
alegrías de otras clases socio-económicas es un ejercicio que debería ampliar
nuestro criterio de la realidad social, darnos nuevas perspectivas y afilar la
crítica hacia el grupo socio-económico y étnico de nuestros padres. Saber de
qué se queja el periodiquero y de qué sonríe el vigilante, por qué sigue
insomne el empresario y cómo ve a sus nietos el pescador nos hace menos ciegos.
Después de todo, alguien que sólo se siente cómodo con los miembros de su propio
grupo y no es capaz de tratar con otras etnias, con otras clases sociales,
lleva la vida de una ostra.
Kymlicka, además, distingue entre un
“intercultural globalizado” y otro “local”. El primero prefiere aprender
inglés, francés y alemán en lugar de quechua y asháninca, no porque suscriba la
etnocéntrica y penosa frase del gran escritor Saúl Bellow: “Cuando los zulúes
produzcan un Tolstoi, entonces los leeremos”, sino porque el inglés, el francés
y el alemán, suponemos, abrirán más oportunidades económicas y culturales como
leer novelas y ver películas en esos idiomas, pues el quechua aún no tiene ese
amplio radio de acción, aunque sí otros. Uno es “intercultural globalizado”,
además, porque conocer las rastros de visigodos y galos, de kurdos y chiitas no
genera la ansiedad que causa conocer la historia de los asháninkas y
matsiguengas, ansiedad que crece también al enterarse de las vejaciones
padecidas por chinos, negros, indios y selváticos en el Perú y en manos de
caporales y hacendados, pero se trata de una ansiedad que permite tener una
idea sobre la mirada anestesiada de aquellas comunidades que a veces, sólo a
veces, abren los ojos y con comprensible resentimiento.
El “interculturalismo local” va de la
mano con un espíritu de justicia y reivindicación, de reconocer la real
explotación sufrida por el vecino y ver las formas de desactivar las
estrategias de dominación. Reconocer la injusticia padecida por otras
comunidades y clases sociales es uno de los pasos hacia un progreso moral, y se
podría lograr con un incremento no de la sensiblería, sino de la sensibilidad,
no sólo de la compasión sino de una ampliación honesta de la solidaridad y de
aumentar la capacidad de sublevarse frente a las necesidades no sólo de
nuestras familias y amigos, sino también frente a las necesidades de personas
situadas más allá de nuestro primer entorno social. Se puede incrementar la
sensibilidad hacia el otro, piensa Richard Rorty[2], invocando mil cosas
menudas en común entre musulmanes y cristianos, maximizando las similitudes
entre blancos y negros, y minimizando las diferencias irrelevantes entre
heterosexuales y homosexuales. Kymlicka, sin embargo, sostiene que la
tolerancia es suficiente. “Lo que importa no es que entendamos completamente el
punto de vista del otro sobre la tierra, sino simplemente que reconozcamos que
los grupos tienen diferencias muy arraigadas en sus puntos de vista y que
ningún grupo puede pedir o esperar que el Estado actúe desde la visión de
ellos”. Claro, aquí en el Perú ¿qué rasgos interesantes comparte alguien como
Luis Figari del Sodalicio y Gustavo Gutiérrez de la Teología de la Liberación?,
¿qué terreno importante hay en común entre Aldo Mariátegui y César Lévano?
El optimismo de Rorty, señalaría
Kymlicka, cojea y es un peligro ahí donde el grupo dominante cree haber
entendido a los grupos dominados; mejor es aceptar que las culturas están
parcialmente ocultas entre sí: “El objetivo de una educación intercultural no
debería ser un entendimiento mutuo profundo, sino más bien el reconocimiento de
la opacidad parcial de las diferencias culturales”.
Rorty, por su lado, objetaría que
propuestas como las de Kymlicka pueden derivar en Estados en que co-existan
muchas comunidades pero sin convivir, en Estados en que las culturas se toleren
pero no interactúen. Ese sería el problema de fomentar sólo la tolerancia,
palabra que viene del latín tollere que significa soportar, y puede ser
interpretada como co-existir con una carga indeseable, detestable, sin empatía,
sin intento de diálogo.
En fin, coincido con los autores sobre
los peligros del Estado-Nación, sin embargo, eso del “ciudadano intercultural”
tiene cierta mirada angelical, bien intencionada, pero una mirada no sé si de
una sobredosis de optimismo medio delusivo. Mi propio texto también, creo,
tiene la mejor de las intenciones, quizás por eso hay en él algo de irrealidad,
de puro wishful thinking disfrazado de balance entre la
solidaridad de Rorty y la tolerancia de Kymlicka. Mejor dejo el lapicero -el
teclado- antes de que la realidad siga lanzándome más recibos, notificaciones y
propagandas por la hendija de la puerta y los cláxones vuelen en mil pedazos
los postigos de las ventanas.
shattered window
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