¿Cómo interpretamos?




Dos papeles puede desempeñar el filósofo. El primero es el del intermediario socrático entre varios discursos. En su tertulia, por así decirlo, se consigue que los pensadores herméticos abandonen sus prácticas encerradas en sí mismas. En el curso de la conversación se llega a compromisos o se transcienden los desacuerdos entre disciplinas y discursos. El segundo papel es el de supervisor cultural, que conoce el terreno común de todos y cada uno –el rey filósofo platónico […]. El primer papel es el adecuado para la hermenéutica.



Richard Rorty

En una conversación, si mantenemos la atención en las semejanzas y diferencias entre las personas, podremos ver lo fascinante y aterrador que resultan estas personas, aunque también podemos toparnos con un grupo de entes mineralizados y -a menos que se estudie Química- aburrirnos con el inexorable movimiento del detritus. Si, en cambio, tenemos la suerte de conocer a personas auténticas y libres, -en el sentido de Jean-Paul Sartre-, habrá dos grandes caminos. O nos alienará sutilmente y nos describirá de maneras distintas a las que nosotros solemos usar, pero esa persona auténtica y libre nos permite reconocernos -me defino teniéndola presente- y, de ser el caso, se pueden crear proyectos juntos. 
El joven Sartre, filósofo de El ser y la nada, creyó así que los lazos intersubjetivos estaban condenados al fracaso, pero muy distinto fue Hans-Georg Gadamer quien quería creer que los vínculos intersubjetivos son situaciones de las que partimos y no se preguntaba si éramos capaces de comprender a otro, sino cómo lo hacemos.

De acuerdo con Gadamer, los filósofos de la época Moderna fueron escépticos sobre cómo interpretar otra mente que no sea la mía, pues, el aerolito llamado Descartes destruyó la confianza filosófica sobre qué tanto conocemos a otros. En realidad, Descartes mostró a la introspección como el único medio digno de certeza, el yo podía conocer al yo, y le otorgó rango de autoridad privilegiada a la primera persona para conocer su propia mente. Descartes subrayó así el autoconocimiento y deslució el conocimiento interpersonal y lo sembró de minas y sólo atendió a las trampas que hay al tratar ver qué enigma trae entre manos el otro. Hasta que cayó otro aerolito llamado Heidegger a inicios del siglo XX que se interesó por las destrezas cotidianas que pasan desapercibidas al yo consciente, por cómo somos socializados y lograba mostrar como poco creíble que una persona pudiera conocer neutralmente al mundo objetivo, incluso al propio yo. Gadamer tomó esta posta y se concentró en cómo interpretamos.

Heidegger y Gadamer desmontan el modelo objetivista que busca un sujeto -un subjectum- no condicionado ni por su contexto ni circunscrito a su comunidad ni tradiciones, y ambos encontraron que las precomprensiones y la subjetividad fueron valoradas sólo negativamente. Y Gadamer, al retomar la noción de “círculo hermenéutico”, propuso que el presupuesto cartesiano es equívoco, pues al interpretar es inevitable que el intérprete proyecte sus propias expectativas. Negativamente, tales proyecciones serán consideradas como prejuicios; positivamente como predispocisiones y precomprensiones ineludibles que permiten comprender lo extraño. 

Cuando interpretamos a otra persona, por lo común proyectamos sobre ella nuestras ideas y sentimientos, nuestros complejos y frustraciones. Esto sólo es negativo -como profecías autocumplidas- si no damos otros pasos más hacia el encuentro con lo extraño y presentar así rasgos que nos hacen vulnerables ante la alteridad. Como señala la filósofa Marcia Cavell en un ensayo sobre Freud y la higiénica filosofía post-analítica, el creador del psicoanálisis, siendo muy penetrante y comprometido al “leer” las mentes de los pacientes, deseaba que su disciplina tuviese las mismas garantías de objetividad que el físico cuenta en un laboratorio y que el químico tiene al experimentar con sustancias. De ahí que Freud se comparara con un arqueólogo que sólo recolectaba los vestigios enterrados desde la prehistoria, pero no consideraba en todo su poder el papel que juega la imaginación al reconstruir a partir de esos pequeños vestigios toda una civilización olvidada.

"Freud se preocupaba en gran medida por la acusación de Fliess de que él, Freud, “leía el pensamiento” y atribuía a los demás sus propios pensamientos. […] Freud se apresuró demasiado al sentirse ofendido por la acusación. [Pues], en cierto sentido, atribuir el propio pensamiento a los demás es la única manera de comprenderlo, y es la correcta. […] Cualquier acto de interpretación se basa en ciertas suposiciones fundamentales". 

En sus largas jornadas con pacientes, Freud vacilaba entre una teoría objetivista y una disciplina hermenéutica, y en sus escritos metapsicológicos son insufribles las leyes que formula, las generalizaciones que traza a partir de un puñadito de casos, y peor incluso, detrás del diván creía que una buena interpretación calcaba la realidad mental del paciente. Gadamer, con muchos años de distancia, logró salir de la recolección filatélica de hechos que garantizarían una metapsicología freudiana; tácitamente Gadamer nos hace dudar de la validez de una metapsicología, aunque no tuvo el talento ni el olfato de Freud para escribir sobre la fascinante variedad de estampillas. Aun así el mérito de Gadamer fue el mostrar en grandes trazos que interpretamos mejor cuando nos disponemos a preguntar y escuchar las respuestas de nuestro interlocutor, un modelo heredado de Sócrates, y en cuyos fines se encuentra conversar y retener los puntos de discrepancia y de coincidencia a la manera de una “fusión de horizontes” y así eliminar los abominables soliloquios a los que a veces nos exponemos y a los discursos paralelos en que nos empantanamos.

Si Gadamer va por una buena pista, las predisposiciones y los prejuicios de un Freud no fueron sólo sus juicios ciegos y su inevitable etnocentrismo, sino que, bien encaminados, fueron los sinceros primeros pasos que lo acercaron a sus pacientes. Los presupuestos de todo intérprete constituyen un obstáculo únicamente cuando se convierten en verdades inamovibles, en esa preferencia por el gélido tratado teórico, por las ideas abstractas inobjetables, que nubla y enceguecen la experiencia de una conversación entre dos libertades y que resulta impredecible y fuera de control. Alguien como Freud pudo en varias ocasiones ampliar su etnocentrismo cuando después de atribuir al paciente sus propias ideas, pasaba a rectificarlas o reubicarlas sobre la marcha de una conversación en que no se disparaban cuestionarios inquisitoriales, sino preguntas y sugerencias predispuestas a buscar el mayor número de coincidencias y eliminar el malentendido irrelevante. Así Freud podía relacionarse con distintos pacientes en un nivel comprometido, y así también la mente del propio Freud se ampliaba como les sucede a los grandes novelistas que van esculpiendo personajes muy disímiles, y, en lugar de juzgarlos, dejan que hablen y muestren algunas de las causas y los motivos de sus comportamientos.

A diferencia de querer saber cuál es la intención recóndita de alguien, de averiguar qué es lo que piensa realmente el interlocutor o de inquirir como prioridad qué verdad resplandece en sí misma dentro de las páginas de un texto, Gadamer buscaba conversar. Se trata de una conversación en que el intérprete zozobra entre la familiaridad y la extrañeza, y así fluctúa desde sus propias ideas hacia la novedad que puede significar el interlocutor. En el mejor de los casos y en las situaciones más enriquecedoras para el espíritu humano, se daría a largo plazo, señala Gadamer, una “fusión entre los horizontes”, de “sistema de creencias”, de “paradigmas” o de las cosmovisiones de los conversadores. Pero esto sólo sucede cuando, desde el inicio, se cuenta con una predisposición favorable y se atribuye coherencia a las opiniones y acciones del interlocutor, y luego irán surgiendo, prorrumpiendo, los puntos ciegos de los participantes.

Así las cosas, el intérprete agudo antes de entrar en contacto con un texto, una pieza musical o con un desconocido, se anticipa a encontrar un sentido, un propósito, un deseo. Desde luego, proceder así es visto como un “círculo vicioso” desde la perspectiva científica tradicional (antes de la obra de Thomas Kuhn de 1962), pues en las ciencias naturales, al buscar objetividad, no se comienza por lo que se presupone sino por hipótesis neutrales a las expectativas del investigador. Desde las ciencias humanas, sin embargo, anticipar el sentido de un texto, una pieza musical o un desconocido es inevitable, pues cada intérprete, desde el inicio, se halla inmerso en un contexto, en una cultura, en una época y desde ahí empieza la predisposición hacia el encuentro o desencuentro de significado. La perspectiva científica tradicional consideró sólo al investigador como una conciencia cognoscente; la perspectiva de las humanidades considera al intérprete inserto en una época y en un flujo contextual que le dispondrá de luces y vendas. La imagen que aún tenemos del científico es que describe, construye y manipula a la realidad; la imagen que tenemos del humanista es que narra, deconstruye y reinterpreta a la realidad.

Lejos de ser metódica –reconstruible paso por paso- y lejos de poder sacudirse ciertos presupuestos, una aguda interpretación se acerca más al arte de saber preguntar, a la phronēsis de Aristóteles, al ejercicio dificilísimo del buen tino, pero saber interpretar también es una práctica cercana a la experiencia estética en la que somos seducidos, poseídos y desposeídos por un poema, una película que nos trasforma. Al relacionarnos con Hamlet y buscarle sentido, no podemos despercudirnos por completo de las características culturales de las que procedemos ni podemos eliminar del todo las interpretaciones ya estratificadas sobre Hamlet realizadas por psicoanalistas, marxistas y lamentables académicos. Un bien intencionado Harold Bloom aconseja leer a Shakespeare sin permitir que la consagrada jerga teórica nos asuste y apabulle, es el mismo consejo de Susan Sontag en Contra la interpretación, pero Gadamer sostendría que el Shakespeare que llega a nuestras manos hoy es un Shakespeare necesariamente ya filtrado por esos psicoanalistas, esos marxistas y esos lamentables académicos. Bloom y Sontang tienen razón si se trata de un lector adolescente: que los dioses le acompañen y pueda disfrutar de Ricardo III sin la jerigonza teórica, aunque temo que la observación de Gadamer continuaría en pie, pues ni siquiera ese adolescente ni Ricardo III están suspendidos en el vacío y el contacto entre ambos no es inmediato. ¿Quién recomendó leer esa obra? ¿Un profesor, un amigo? ¿Fue una obligación? Y si incluso fue por azar que alguien se encontró con Shakespeare, también esa experiencia –en una dosis relevante- orientará la interpretación.  

¿Quiere decir que mi capacidad de interpretar está enjaulada tras las barras de mi edad, de mi época, mi clase social, de mi orientación sexual, de mi neurosis? Sí y no. Sí porque esas características me constituyen y encauzan mis interpretaciones; pero no porque esa jaula tiene las puertas abiertas cada vez que me encuentro y tropiezo con otras idiosincrasias.

Al interpretar un texto, una pieza musical o una persona parto de unos presupuestos y unas precomprenciones propias del flujo contextual en el que estoy situado y de las que no soy plenamente consciente. El flujo contextual podría llevarme no muy lejos, a poca distancia de las interpretaciones del sentido común, poco novedosas de mi época y de mi clase social, pero es evitable que así ocurra. Puedo, por ejemplo, ampliar ese flujo contextual, ese etnocentrismo en el que me encuentro arrojado, y acercarme y buscar contextos desconocidos, prácticas sociales distintas y cosmovisiones diferentes a la mía y con suerte esas nuevas opiniones podrían llevarme a nuevas e insospechadas interpretaciones. 

Un buen intérprete, además, reajusta, modifica constantemente sus ideas previas para crear una cierta complicidad de sentido con el texto, la pieza musical o la persona que despierta nuestra curiosidad. Gadamer señaló que el destinatario de una carta interpreta lo que ésta contiene considerando como verdadero lo escrito en relación con la personalidad y expectativas del remitente. Se liberó así de la ilusión de comprender la intención de otro gracias a ser almas gemelas o por contar con algún conjuro místico. Gadamer nos ayudó a ver que interpretar no es implantar, imponer un sistema de creencias sobre otro, sino más bien es un proceso que nos transforma cuando nos involucramos y ampliamos nuestras propias ideas incorporando las del texto, la pieza musical o una persona.

Entradas populares