El diván de Asmodeo


En la segunda semana de octubre, el auditorio de la Universidad Ruiz de Montoya -que lleva el nombre de Vicente Santuc, sacerdote jesuita y nietzscheano que forjó las bases de esa universidad- abrió sus puertas a dos psicoanalistas peruanas. María del Carmen Ramos, presentó la biografía e ideas de Wilfred Bion, un célebre británico que especuló sobre la intersubjetividad, y Ángela Fischer presentó conceptos interesantes de Jacques Lacan, psicoanalista francés que en su momento cautivó a diversos estudiosos.

Tanto Bion como Lacan son considerados referentes ineludibles en la historia de la disciplina creada por Freud y siguen en el ojo de la tormenta por razones distintas. A Bion se le considera poco menos que un místico por los conceptos de “contra-transferencia proyectiva” (un juego de poder que reza: “sé lo que sientes aunque tú no lo quieras saber”), mientras que a Lacan por su estilo rocambolesco, sus algoritmos sobre el inconsciente y su psitacosis se le considera un charlatán. Hace más de diez años yo mismo incursioné en la lectura de Bion y Lacan y no encontré evidencias suficientes que respaldasen sus teorías –no había ni grupo control ni grupo experimental-, aunque, claro, a las ciencias humanas no se les puede exigir las predicciones ni que formule leyes al estilo de las ciencias naturales. Lo que inquieta sobre ambos psicoanalistas, sin embargo, es que nunca consideraron los contra-ejemplos que podían derrumbar el edificio teórico del psicoanálisis, además de cierta vaguedad en las afirmaciones de tono oracular de Bion y Lacan, y por eso hoy no releería esa jungla de maleza que son sus libros. Lacan escribió poco, pero disertó muchísimo en concurridos seminarios en que no buscaba ser maestro sino simplemente asociar ideas curiosísimas ante auditorios boquiabiertos. Imagino que el psicoanalista francés pensó que si el estilo diseminado y efervescente de los consultorios eran portadoras de verdad, entonces podía usar aquella forma en textos y conferencias… como lo hicieron los surrealistas.

Situado en las humanidades, el psicoanálisis tiene el gran problema de constatar si cura a los pacientes, y todos los psicoanalistas piensan que sí, pero no hay registro de la mejoría causada por el consultorio, y los testimonios de algunos pacientes pueden acreditarlo pero el de otros no. Ante esta dificultad, el argentino Jalfen sostiene que “el psicoanálisis cura de la necesidad de curarse”, afirmación que se expone a nuevas sátiras. Todos conocemos las letales críticas hacia la disciplina freudiana por no ser ciencia ni demostrar si es terapéutica y, más grave, muchos casos clínicos de Freud fueron fraguados por su ardiente imaginación, y, curiosidades de curiosidades, esos mismos casos clínicos son citados por los discípulos; y sin embargo el consultorio psicoanalítico es un espacio excepcional en el ombligo de la “teología del libre mercado”, y por eso asistí a la conferencia de la Ruiz de Montoya.

Empezada la charla ambas psicoanalistas señalaron que en su consultorio veían que los pacientes no pueden tolerar el sufrimiento y lo evaden.  No sólo hablaban de los onicofágicos sino también de gente que se lesiona con drogas o, bajo el ceremonial de las cirugías estéticas, se modifican el cartílago de la nariz, trituran el tabique o extirpan las costillas flotantes, y hay quienes se flagelan y cortan, se envenenan y suicidan. ¿Qué motivo demoníaco lleva a la gente a tales acciones?

El terapeuta, siendo un Virgilio, ayuda al paciente a atravesar su propio horror, su propio infierno, y así no repetir acciones neuróticas dañinas: una idea legada de la tradición de Sócrates y Platón, pues desde los griegos, uno obra perjudicialmente contra uno mismo a causa del desconocimiento. En la conferencia me entero de que Bion se preguntaba por qué somos tan intolerantes con otras personas pero tememos defraudar las expectativas depositadas sobre nosotros. Madurar es doloroso, plantean los bionianos, y la mente no quiere pensar aquello que causa dolor y mucha gente es incapaz de sentir el dolor psíquico del crujir de los años, de ir muriendo, de marchitarse, y esa gente prefiere causarse un dolor físico (cortes o amputaciones) y así mínimamente sentir algo. Bion dice, además, que en la mente de todos hay episodios psicóticos que no permiten pensar y sólo se tienen ideaciones que se evacuan como excrementos (recuerdo el horrísono monólogo interior del Boa de La ciudad y los perros) y, en situaciones similares, el analista contiene y soporta esos elementos primitivos del paciente como lo hizo idealmente nuestra madre cuando fuimos bebés, y el analista se conecta con aquello que al paciente le resulta intolerable. La terapia psicoanalítica propone al paciente encarar lo siniestro o pulsional, conocerlo y quizás domeñarlo.

Pero Freud también presentó una manera distinta a la tradición griega de explicar las acciones dañinas que comete el sujeto contra sí mismo y Lacan la retomó. ¿De qué sufres?, preguntaría el psicoanalista francés bajo la pregunta “¿Cómo gozas?”. La idea que tenía entre manos era que el goce es la repetición de algo de lo que nos quejamos, pero de lo que no queremos salir. Hay personas que parecen perseguidas por un destino maligno y demoníaco, puede ser que se auto-inducen sufrimientos a causa de malas relaciones en la temprana infancia o por la pulsión tanática. Hay benefactores cuyos protegidos resultan ingratos, hombres cuyos amigos terminan siempre traicionándolos: un “eterno retorno de lo mismo” asombra cuando la persona tiene esas vivencias en el papel activo. Sin embargo, resulta casi incomprensible cuando le sucede a alguien desde un rol pasivo, una mujer –por poner un caso- que se casa tres veces sucesivas y en los tres casos el marido enferma y muere. Estas experiencias sólo aparentan ser pasivas, pues, según Freud, si bien perder a un ser querido es una desgracia, a dos podría ser un descuido curioso, pero a tres ya parece obra del “demonio”. Recuerdo que Carl Jung recordaba que Asmodeo era el demonio que volaba en el Libro de Tobías y en que Sara tenía la “mala suerte” de escoger para el matrimonio justo a hombres que morían en la noche de bodas.

Continúa Ángela Fischer señalando que la terapia avanza sigilosamente al rededor de la queja del paciente y las preguntas del analista sobre cómo el paciente “disfruta” de su síntoma. ¿Disfruta de su síntoma? El primer Lacan se interrogaba por el sentido del síntoma, tarea destinada a perpetuarse ad infinitum, pero el segundo Lacan dirigió la cura hacia aquello que la persona no ha pensado de su historia personal, que fue lo que hizo Freud con su paciente Dora, una muchacha que sufrió muchísimo, sí, pero que narraba los acontecimientos terribles que atravesó como un “alma bella”, siempre victimizada, hasta que fue interrumpida por Freud: “¿Dónde estás en todo este embrollo?” Según Lacan, la pregunta lleva a Dora a reenfocar esa misma narración, pero siendo ella una presencia activa en ese escenario. En esta vertiente, la terapia lacaniana quiebra el orden de la “narración oficial” que la persona se ha estado contando a sí misma, y le ofrece la oportunidad de interpretarse desde otras perspectivas y ver nuevos matices de la historia oficial. (Aunque hoy en día los psicoanalistas se las tienen que ver con pacientes muy distintos a los de la era victoriana; quienes tocan la puerta de los consultorios ni siquiera se han construido una “historia oficial”, una narración acerca de su pasado y presente -es la era del vacío como indica Gilles Lipovetsky- y “no saben” qué les sucede).

Casi al finalizar el conversatorio en el auditorio de la Ruiz, María del Carmen Ramos, con un brillo luciferino en los ojos, le pregunta a Ángela Fischer sobre las llamadas “sesiones de tiempo variable”, que fueron y siguen siendo un escándalo, pues Lacan fue expulsado de la Asociación Psicoanalítica Internacional por esas sesiones breves y por haberlas negado. Desde una primera mirada, sí, son un escándalo, sobre todo cuando se asume que el paciente está en desventaja al desnudar su identidad mientras que el analista escucha e interpreta manteniéndose intacto. Pero, reflexiona Ángela Fischer, qué propósito tiene cortar la sesión antes de que el reloj truene una vez cumplidos los cincuenta minutos de duración de las sesiones establecidos por el padre de la horda psicoanalítica. Acabar la sesión antes de que el reloj suene no va bien con la estrategia de captar clientes en la lógica del mercado, pero los lacanianos piensan que cuando el inconsciente se asoma en la sesión generando un cambio de sentido, ahí debe caer la hoja filuda del hacha. Perder el tiempo en una escucha enmarcada por el cronómetro y por un ceremonial vacío debe de ser encantador para los obsesivos, personas a las que toda aeración de las costumbres enloquece. El ritual farsesco del obsesivo se encuentra protegido en muchísimas instituciones -saludos militares, beatas genuflexiones, admoniciones pedagógicas, platos y cubiertos orquestados según la etiqueta-, pero imagino que los obsesivos van a terapia con el fin de eliminar los terribles rasgos de sonreír por sonreír, toser por toser, leer por leer. Freud describió a los obsesivos como inhibidos y parapetados en la indecisión, personas de una férrea disciplina moral pero de acciones insignificantes, y Lacan observó que el obsesivo tiene la habilidad de lograr que nada se haga ni muy aprisa ni muy despacio y, con cuellos de escalofríos y manos agarrotadas, a duras penas pueden con la asociación libre y trabajarán arduamente para evitar que en las sesiones nada suceda.

A diferencia del histérico que es inagotable en sus cambios pero no registra nada, el obsesivo es evasivo y se estanca en los vínculos asfixiantes con los familiares, es hiper-adaptado, eterno niño que no enfrenta la crueldad del mundo. Huyendo de sí mismo es aplaudido por el statu quo que lo mutila y destaja, y sometido a las normas sociales dejó de ser espontáneos, con una sonrisa de oreja a oreja que uno no sabe si considerar sólo falsa o también estúpida. Cuadriculado, jamás conocerá cómo se puede amar el trabajo cuando éste no es enajenado, y en la terapia aparenta comprometerse con la tarea analítica, pero debe de ser insufrible oír sus especulaciones estériles sobre el arte de Dostoievski.

Las sesiones breves, en lugar de prolongar las mortificadoras elucubraciones metafísicas, buscan que el obsesivo experimente un acontecimiento del inconsciente –un lapsus, una sorpresa o lo que fuera-. Seguir dialogando con él es como hacerlo con un celoso, una tarea estéril e infinita, y, en cambio, dejar caer sobre la cabeza de la sesión la guillotina del dedo del analista sorprende al obsesivo. Pero sólo a él. ¿Qué sucede, en cambio, con la miríada de histéricos, maníacos, depresivos y fóbicos?, ¿y qué decir del voyeristas, fetichistas, exhibicionistas, sádicos, masoquistas y muchos otros?, pues, según lo teorizado por Lacan, en ellos no le veo razón de ser a las sesiones de tiempo breve e impredecibles.

Alguien que sí le encuentra sentido a las “sesiones cortas” –interrumpir la sesión sobre las palabras significativas del analizante rompe la contención de los deseos inconscientes-, es Elizabeth Roudinesco, pero a la vez observa que con ellas Lacan se hizo de una mayor clientela, sus sesiones no pasaban de veinte minutos, y, más grave, como la International Psychoanalytic Association no admitió tales sesiones, públicamente Lacan afirmó haber “normalizado” su práctica. Ese fue Lacan, porque todo lo contrario sucedió con Ángela cuando durante la segunda mitad de mi paso por la vida universitaria, me ayudó a comprender situaciones del pasado y presentes, encontrar nuevos episodios de la gran novela familiar y resignificarlos, fue una presencia fundamental en un duelo tardío, y por todo ello esta gran mujer cobró justo lo que un universitario podía pagar.

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