El fantasma en la máquina
Resumen: El texto analiza la interpretación de Ryle acerca de lo mental y por qué no estaba ni a favor de los dualistas ontológicos ni a favor de los materialistas reduccionistas: ambos trasgredían criterios lógicos. La clave es que lo mental ni es un elemento ni una parte del cuerpo, sino una abstracción sobre nuestros comportamientos. Ryle reinterpretó el problema mente-cuerpo ya no como el conflicto de dos sustancias, sino como dos tipos de descripciones con distintos propósitos. La mente no puede ser enfrascada como un cerebro y el lenguaje de lo mental consiste en atribuir a una persona conceptos como voluntad y responsabilidad.
Cuando yo estaba en primero de
secundaria llevando el curso de matemáticas, un curso que aprobé a duras penas
y que luego desaprobaría infinidad de veces, el profesor nos reveló,
boquiabierto, una noticia que acababa de leer y traspasaba el dominio de sus conocimientos:
“señores, el alma pesa”. Así lo habría demostrado un médico –hacía muchos años
en realidad- al pesar cuerpos humanos segundos antes y después de que
expirasen, y el resultado era clarísimo, las agujas de la balanza bajaban; y
también se experimentó con perros y monos y éstos, al ser creados para que el
hombre los domine, no presentaron ninguna pérdida de peso, no tenían alma. El
profesor Gutiérrez añadió, a su increíble noticia, una precisión matemática: el
alma pesaba veintiún gramos.
En primero de secundaria, yo no tenía
ninguna información acerca de cómo la actividad neuronal podría generar peso,
pero le había dado vueltas al asunto de Dios y del alma. Me parecía, como
ahora, un contrasentido que el alma tuviese colores, sonidos y, peor aún, peso,
porque de ser así, ¿cuánto pesaría el alma de Dios?, ¿o la del diablo? En fin,
del alma, pensé, podían hablar los teósofos y los libros sagrados, pero veía
que de la mente se ocupaban los psicólogos, aunque no entendía cómo. Muchos
años después, ya en la facultad de filosofía, leí a Gilbert Ryle (1900-1976),
un británico que quedó deslumbrado por el giro pragmático del filósofo
Wittgenstein y se dedicó a analizar, no el lenguaje de las ciencias exactas,
sino los usos lingüísticos de la vida cotidiana cuando se abordan temas éticos,
políticos, estéticos y se requiere un bisturí lógico que contribuya a la
sociedad creando unas veces distinciones conceptuales y otras veces cortando
ideas enredadas y categorías confusas heredadas desde el pasado y que aún
influyen haciéndonos perder insufriblemente el tiempo. Para un filósofo como
Ryle, la labor de la filosofía no debía ser sólo la de tejer un telar dentro de
una torre de marfil y dedicarse a simulaciones de diálogo en un cónclave masón;
la filosofía debía interesarse en analizar el lenguaje cotidiano, sus yerros,
sus deformaciones, y ahí hacer “terapia conceptual” reemplazando nuestros
hábitos conceptuales confusos por otras categorías menos complicadas, y así
tener oraciones claras, distintas y sencillas del estilo “Se va a Europa llena
de ilusiones” y “Se va a Europa llena de maletas”, claridad que se echa de
menos cuando se trata de la mente.
Bajo esas ideas escribió, en 1932,
Expresiones sistemáticamente equivocadas, pero su libro más recordado, por agudo
y pertinente en su momento, es El concepto de lo mental. Cuándo yo leí esas
páginas quedé fascinado, a pesar de que Ryle poseía una prosa ligera y un ritmo
alegre, que se distanciaba marcadamente de mis tonalidades más bien grises de
ese entonces –y que Jean-Paul Sartre con su genialidad se encargaba de
ensombrecerlas-, el libro de Ryle presentaba un estilo jovial e irreverente,
plagado de ironías, guiños y adjetivos desenfadados, además de asistemático,
muy distinto a la prosa pastosa, hirsuta e ilegible de otros filósofos que se
ocupaban de la conciencia. En 1949 El concepto de lo mental buscaba aclarar el
problema mente-cuerpo, un problema tan complejo que Schopenhauer lo llamó nada
menos que “el nudo del mundo”, pues de él dependen valores como la libertad y
la responsabilidad que, de ser cierto el determinismo físico y la inevitable
cadena de causas y efectos, podrían desaparecer de la faz de la tierra.
La tradición filosófica, buscando
ordenar el tipo de cosas que existe, se ha movido como un péndulo entre dos
grandes grupos de autores muy opuestos entre sí, los dualistas y los
fisicalistas. Los dualistas sostienen que el ser humano se divide en dos tipos
de sustancias, estando la mayoría de cosas constituidas por una sustancia
material, que ocupa un lugar en el espacio, mientras que la mente sería una
sustancia inmaterial y no espacial, muy distinta del cerebro, y a la que cada
uno de nosotros tendría un acceso privilegiado a la autoconciencia; así los
dualistas asumen que el ser humano está compuesto por esas dos sustancias, la
mente y el cuerpo, pero no saben cómo interactúan, y, más interesante, esta
perspectiva parece condenarnos a la derelicción, a la soledad extrema y deja
como un misterio dentro de un enigma la pregunta en torno a cómo una mente
conoce lo que sucede dentro de otra mente. Sospecho que el atractivo del
dualismo es que contempla la posibilidad de que la mente sobreviva a la muerte
del cuerpo y así se cuela nuevamente el tema del alma, tema, insisto, en el que
deben de ser duchos los curas. Los otros filósofos, los fisicalistas, creen que
sólo existe una sustancia física, y en su versión más extrema, sólo aceptan el
vocabulario de las neurociencias, y buscan reducir a un lenguaje científico y
estandarizado la idiosincrasia de los deseos, las creencias y los propósitos de
cada persona, y creen que la humanidad no perdería nada –salvo un divertido
entretenimiento- si las palabras que usó Shakespeare para colorear y
profundizar a la mente de sus personajes, fuesen lanzadas a la basura.
El filósofo que buscó hacer terapia
del lenguaje cotidiano, Ryle, se alejó de las coordenadas del debate entre
dualistas y fisicalistas; la mente no era para él ni una cosa ni un elemento ni
un objeto que ocupe un lugar en el espacio y el tiempo como lo hacen las sillas
y las mesas, y, sin ser tampoco una entidad misteriosa de chamanes y
espiritistas, existe. En su momento, Ryle resultaba inclasificable, pues
señalaba los errores lógicos de quienes creían que la mente era un “fantasma
dentro de la máquina” (así caricaturizó a quienes mantenían presupuestos
afincados en la obra del filósofo moderno René Descartes, el autor más
representativo del dualismo) y criticaba también la hoz de un grupo de
filósofos materialistas que supusieron que las ciencias naturales en su
evolución, así como lograron que la química destituyera a la química y la
astronomía derrotara a la astrología, así también la neurobiología debería
eliminar a la psicología (una posición que tiene su origen en el filósofo
materialista, también de la Modernidad, Thomas Hobbes).
Ryle no estaba ni a favor del
dualismo de Descartes ni a favor del materialismo reduccionista de Hobbes, y,
como suele suceder a quien toma una posición matizada en una discusión, se ganó
el disgusto de ambos bandos. Tanto los dualistas como los materialistas
trasgreden criterios lógicos cuando hablan sobre lo mental, dijo Ryle, ya sea
para sostener que la mente existe, ya sea para negarle ese derecho. De la misma
manera en que son sumamente útiles y vitales los conceptos del determinismo
acerca de nuestros cuerpos, así también el vocabulario de lo mental sirve para
describir nuestras intenciones, deseos y propósitos. La clave es comprender que
la mente no es un elemento del mismo nivel lógico que las partes del cuerpo, sino
una abstracción sobre las destrezas –o falta de ellas- de nuestros
comportamientos. Por ejemplo, yo puedo hablarle al decano de una universidad
sobre el rendimiento del alumno promedio del aula, mostrar sus notas y
describir la predisposición ante el curso; sin embargo, si el decano quisiera
condecorar y estrecharle la mano al alumno promedio, entonces él estaría
cometiendo un “error categorial”, pues el alumno promedio existe como una
generalización, pero no como un individuo concreto. Lo mismo ocurre, por poner
otro caso, cuando un visitante pregunta dónde está la universidad de Oxford; se
le muestran las aulas, las bibliotecas, las cafeterías, los jardines, pero si
el visitante señala uno de estos elementos y cree que una de ellas es la
universidad, entonces está confundiendo categorías conceptuales: un aula, una
biblioteca, un jardín indican espacios concretos; la universidad, en cambio, es
una categoría distinta que representa el conjunto de esos espacios. Aquella
manera de comprender lo mental permite, también, seguir una bella escena
descrita por los etólogos sobre cómo alimenta una loba a sus lobeznos, y
algunos psicoanalistas la usan como una metáfora que muestra cómo se da en los
seres humanos una “digestión mental” en el vínculo entre una madre y su hijo.
Los lobeznos necesitan alimentarse no sólo de leche sino también de sólidos,
pero al no poseer aún los dientes para desgarrar y las muelas para triturar la
carne que necesitan, la loba desgarra, mastica y traga los pedazos de carne y
luego, una vez que sus jugos gástricos han transformado la carne cruda en una
especie de bolo alimenticio, entonces regurgita y ofrece ese alimento a sus
lobeznos. Análogamente sucede en los seres humanos cuando hay situaciones
traumáticas, como la pérdida de un ser querido que no puede ser “digerida” por
un niño y, por ello, la madre introduce en su mente la experiencia dolorosa, la
digiere, la regurgita y la entrega a sus hijos. Sin embargo, lo que sucede con
sincronía asombrosa en la alimentación de los lobos, no siempre sucede en los
humanos. La madre puede lanzar pedazos crudos de emociones e indigesta a sus
hijos o puede causar una “simbiosis parasitaria” cuando detiene el crecimiento
emocional de los hijos al darle por demasiado tiempo una “papilla mental”. Cualquiera
sea el caso, la “digestión mental” es un buen ejemplo de una descripción muy
distinta a la digestión corporal.
Reinterpretado por Ryle, el problema
mente-cuerpo deja de ser pensarlo como el conflicto de dos sustancias y, en
cambio, se enfoca como un asunto que incumbe a dos tipos de descripciones de
propósitos distintos: algunas ocasiones es pertinente describir al ser humano
dese un punto de vista corporal, otras veces como mental; no se está
describiendo dos cosas distintas, sino la misma, aunque desde aspectos y
connotaciones diferentes. Si se insiste y se pregunta, ¿pero en sí mismos los
comportamientos son mentales o físicos?, Ryle alzaría los hombros, pues es como
preguntar si un mapa geográfico es más real que un mapa político. Para él sería
un pseudo-problema surgido por el pésimo hábito de plantear mal un problema
durante muchísimos años, un producto del contumaz dilema de dualistas y
fisicalistas, un juego del que Ryle ya no quería participar.
Aquí me parece importante resaltar
que la mente, a diferencia de un cerebro, no puede ser enfrascada y
embalsamada, pero tampoco es el recinto embrujado por el que transitan como
zombis las emociones, las creencias y los deseos: el lenguaje de lo mental no
sólo son abreviaturas que describen comportamientos, pues, más importante, es
una descripción del ser humano como dotado de voluntad y responsabilidad. La
mente, además, es el resultado de nuestras disposiciones, de las más
constantes, de nuestros comportamientos y ocurrencias, y aunque en estas aguas
uno puede engañar al otro y, peor, auto-engañarse, es cierto, como dice Ryle,
que sólo existe una moneda falsa cuando hay una moneda genuina, y sólo hay
simulación ahí dónde también hay sinceridad: las mentes de un Van Gogh y de un
Faulkner parpadean y resplandecen en sus obras y acciones,
Durante la Segunda Guerra Mundial, el
filósofo Ryle fue reclutado por la inteligencia de los Aliados y después
ejerció como profesor de metafísica en Oxfordy y fue ahí también muy
reconocido. Para ser justos hoy al evaluar la obra de Ryle, tengamos presente
que el avance de las neurociencias no existía y él no tenía los conocimientos
que ahora tenemos sobre cómo funcionan en buena cuenta nuestros cerebros. No
negó que existieran procesos mentales, pero sostuvo, sí, que la introspección
estaba sobrevalorada y que cada uno de nosotros observa su mente de la misma
manera que observa la mentalidad de otras personas, la diferencia era sólo de
grados y, así, Ryle puesto que se interesaba sobre cómo hablamos de nuestra
mente y no sobre cómo funciona ella, no ahondó sobre la particular manera en
que sentimos nuestros sentimientos y deseos, ni tampoco se ocupó sobre cómo, en
la introspección, las emociones y los propósitos pueden cobrar más profundidad,
más intensidad, más conexiones con otros eventos mentales.
En un breve artículo, What is it like
to be a bat?, Thomas Nagel, otro filósofo contemporáneo, tomaba distancia de
Ryle y defendió la singularidad de la perspectiva de la primera persona y dijo
que la introspección no debía ser aplastada ni alienada por la visión objetiva,
observacional, de las ciencias naturales; ninguna persona debe eliminar su
autoconocimiento y ceder a la ortopedia mental de la ciencia: la mente debe ser
algo más que lo registrado en los procesos neurofisiológicos. Gilbert Ryle, que
fue lector de Jane Austen y de Wodehouse –su talento fue estrictamente
filosófico-, no conoció la profunda metáfora de Coleridge sobre algunos
recovecos de la mente a los que describió como “los reinos crepusculares de la
conciencia” y quizás tampoco leyó la observación de Wordsworth: “En mi mente
hay cavernas a las que el sol nunca podría llegar”, metáforas que reivindican
la introspección como un camino serpentinesco que a veces puede sorprendernos.
Muchos años después de El concepto de
lo mental, la introspección fue mejor consideraba por Ryle, y deploró la
ligereza de su libro, y, sin creer que la mente exista como sustancia, sin
creer en el mentalismo de Descartes, confesaba que para comprenderla no bastaba
el conductismo. Si la introspección es considerada como una fuente de
autoconocimiento, entre otras, podía dialogar con las ciencias cognitivas.
Además, aunque Ryle bromeaba sobre Husserl, el padre de la fenomenología,
diciendo que escribía como si jamás se hubiera conocido a un científico y como
si nunca hubiese sido objeto de una broma, sin embargo afirmó que El concepto
de lo mental se acercaba a la vieja casona filosófica de la fenomenología, eso
sí, sin caer en el tecnicismo pretenciosos ni la jerigonza oscura.