¿Democracia de manada?



No estoy de acuerdo con tus ideas, pero defiendo tu derecho a expresarlas.
Voltaire.

Numerosas firmas de compañeros aclamaban que uno de ellos se cortara el pelo; esto sucedía en el aula en la que yo dictaba apasionadamente el curso de literatura en un colegio. Se creía que si el salón, con la abrumadora recolección de firmar, presionaba y retorcía bien las tuercas para que la autonomía del Alonso sea pulverizada, entonces era válido pasar encima de él una aplanadora.
Aquella aula del 2007 era la versión pequeña de la opinión del país y, en especial, la opinión de las clases socio-económicamente más poderosas que tratan de sacar provecho –y lo logran- mediante sus medios de comunicación. En el aula nos preguntamos si debería obedecerse siempre la dictadura del salón y entonces vimos que cualquiera podría encontrarse dentro de una lista arbitraria de prohibiciones, pues la mayoría podría decretar censurar los cuentos de Joaquín, confiscar la guitarra de Mauricio, extirpar las reflexiones de Nicolás, exterminar los veintes de Ximena y Fiorella.
Parece tonto que una clase escolar haya pedido tijeretear la cabellera de un amigo, pero pensándolo es algo más grave, es la versión deformada de la democracia que, como país, nos hace creer que la mayoría, siempre y sin ningún matiz, y, encima, determinada mayoría (costeña, adinerada y de apellidos compuestos) tiene el poder despótico de imponer sus gustos sobre la vida privada de una persona. Una vez vista la atrocidad de que la mayoría solicitase una acción absurda, ¿cómo desactivar entonces el peligro del despotismo de la mayoría?, ¿cómo esclarecer mínimamente el concepto de democracia? Una alumna dijo –de cuarto año de secundaria- que nos organizamos, no para dictaminar si se debe tener el pelo corto, sino cuando una acción afecta los foros públicos, y también para velar por el respeto de las decisiones privadas. Sin saberlo todavía, Ximena esgrimía un concepto de John Rawls[1] y otro Isaíah Berlin[2] (dos liberales que en la Lima secuestrada por la mafia fujimoristas son etiquetados como cripto-marxistas). Después de esa intervención, no me costó trabajo clavar con clavos y martillo la distinción de uno de los padres del liberalismo político, John Stuart Mill, entre lo público y lo privado:

La libertad humana exige libertad en nuestros gustos y en la determinación de nuestros propios fines; libertad para trazar el plan de nuestra vida según nuestro propio carácter para obrar como queremos, sujetos a las consecuencias de nuestros actos, sin que nos lo impidan nuestros semejantes en tanto no les perjudiquemos, aun cuando ellos puedan pensar que nuestra conducta es loca, perversa o equivocada.[3]

Como yo tenía y tengo el pelo largo, me interesaba saber por qué le incomodaba a la clase que Alonso también tuviera una cabellera frondosa, pero preguntarlo era una bastardía, pues podía decirse cualquier estupidez del tipo “es huachafo”, “es de cholos”, "es una mariconada". La pregunta debía ser ¿en qué te perjudica a ti que otro lleve un estilo distinto al tuyo? Sólo una mano se levantó y dijo que le alarmaba que nadie hubiese defendido el derecho de llevar el pelo como a uno le dé la gana. Era un alegato a favor del derecho democrático de Alonso -y mío- a la libre elección de sus gustos particulares (una idea defendida también por el liberal Richard Rorty)[4], y de ahí tuvimos mucho cuidado, recuerdo, en que la mayoría no invada la vida privada, pues, un grupo puede convertirse en una manada de estúpidos o de perversos: de estúpidos que hacen perversidades, de perversos que hacen estupideces.




[1] Cf. John Rawls. Liberalismo político. Traducción de Sergio René Madero Báez. México D. F.: Fondo de Cultura Económica, 1996.
[2] Isaiah Berlin. Dos conceptos de libertad y otros escritos. Traducción de Ángel Rivero. Madrid: Alianza Editorial, 2001. “El deseo de que no se metan con uno y le dejen en paz ha sido el distintivo de una refinada civilización”. p. 57.
[3] John Stuart Mill. Sobre la libertad. Traducción de Pablo Azcárate. Madrid: Sarpe, 1984, pp. 40-41. “Hay un límite a la intervención legítima de la opinión colectiva en la independencia individual: encontrarla y defenderla contra toda invasión es tan indispensable a una buena condición de los asuntos humanos, como la protección contra el despotismo político”. Ibíd., p. 32.
[4] Cf. Richard Rorty. “Trotsky y las orquídeas salvajes”, en: Pragmatismo y política. Traducción de Rafael del Águila. Barcelona: Paidós, 1998, p. 39.

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