Descartes, el colegio y las madrugadas
Después
de una época de vagabundeo en que se liberó de sus profesores del colegio, el
filósofo René Descartes decidió, en el siglo XVII, buscar conocimientos en la
naturaleza y en sí mismo. En su recorrido por ciudades, viajó por cortes y
ejércitos, trató con personas de diversas condiciones, logró reunir múltiples
experiencias y, en París, se dejó arrastrar por los placeres impulsivos,
cabalgando, batiéndose en duelos, bailando y jugando en la boca de la
madrugada, y, repentinamente, a los veinte años de edad decidió desaparecer de
la escena social y recluirse en un castillito de Holanda. Cuenta la leyenda que
hizo levantar el puente para que las agresivas fosas alrededor del castillo
advirtieran a curiosos e impertinentes su deseo de no recibir visita alguna.
Refugiado en la soledad, se dedicó otros veinte años a reflexionar y escribir,
en ese orden, acerca de dos cuestiones: la conciencia y Dios.
Cuando
Descartes concluyó uno de sus libros, oyó que la Iglesia Católica condenaba a
Galileo y hacía tan sólo dieciséis años la misma institución había carbonizado
a Giordano Bruno, astrónomo y poeta. Descartes fue cauteloso y publicó las Meditaciones metafísicas dedicándoselas
a los perfumados profesores de la Sagrada Facultad de Teología de París; sin
embargo, nada de esto sirvió, la Iglesia Católica incluyó su obra en la torre
de libros prohibidos. ¿Qué contenían esas páginas? ¿Por qué no debíamos leerlas
según los teólogos? Estimulaban a las personas a dudar de las opiniones, a
reflexionar y dejar una visión ingenua. En Reglas
para la dirección el espíritu, ofreció un sabio consejo a sus lectores: los
niños y adolescentes no tienen escapatoria, la escuela los amarra a un pupitre,
pero una vez egresado los estudiantes debían escapar de la férula del colegio, de
ese dominio despótico y casi fatal.
Descartes, jugando al aristócrata, dudó de los conocimientos más sólidos
de su época; viendo cómo se derretía una vela, se preguntaba qué permanecía de
ella más allá de lo que nuestros sentidos nos informan. Dudó también de la certeza de distinguir
entre el sueño y la vigilia; y dudó de las matemáticas preguntando a qué
conclusiones arribaríamos si, en vez de Dios, existiera un Espíritu Maligno que
nos engañe incluso cuando sumamos. Tuvo que ser muy diestro para no encolerizar
a los Inquisidores con esa pregunta, tal como nos lo enseñó a mí y a un
puñadito de estudiantes, en Lima, el profesor Fico Camino, una leyenda recóndita
de la Universidad Católica del Perú. El profesor, de una erudición monumental y
cuyos ojos, en esos segundos, adquirían unas llamitas mefistofélicas, nos
contaba de la hermandad sacrílega de las palabras dudar y diábolo, pues, por su
etimología latina y griega, dudar significa separar, dividir, y precisamente el
diablo es el que divide, el que desune, el calumniador, el detractor, el
espíritu maligno en el Nuevo Testamento.
Años
después Descartes falleció sin ningún retintín demoníaco. No fueron ni una
directora de colegio ni un inquisidor, sino un microbio: el neumococo. Durante
aquel aislamiento delicioso en el castillito holandés, continuaba despertándose
tarde –abría los ojos al mediodía-, pero esa costumbre cambio drásticamente
cuando recibió una invitación. La reina Cristina de Suecia, con quien había
mantenido una correspondencia intelectual y de buenas maneras, le preguntaba si
podía ser él su maestro de filosofía allá en Suecia. Por razones desconocidas,
Descartes aceptó, abandonó la soledad de Holanda y se trasladó a la corte de la
reina. Fue recibido con deferencia, fue atendido cortésmente, aunque tuvo que
modificar la costumbre de levantarse al mediodía: la reina deseaba filosofar
desde las cinco de la madrugada. El rigor del invierno nórdico llevó a un
melancólico Descartes a considerar a Suecia como un país de osos, situado en
medio de rocas y hielo, y ese clima, sumado al gélido salón que la soberana
escogió como aula, pero sobre todo aquel implacable horario impuesto por la
alumna, minaron, poco a poco, el débil físico del filósofo. Luego de tres meses
de esas madrugadoras y glaciales lecciones, Descartes, a los cincuenta y cuadro
años de edad, contrajo una pulmonía que lo fulminó.
Después
de una época de vagabundeo en que se liberó de sus profesores del colegio, el
filósofo René Descartes decidió, en el siglo XVII, buscar conocimientos en la
naturaleza y en sí mismo. En su recorrido por ciudades, viajó por cortes y
ejércitos, trató con personas de diversas condiciones, logró reunir múltiples
experiencias y, en París, se dejó arrastrar por los placeres impulsivos,
cabalgando, batiéndose en duelos, bailando y jugando en la boca de la
madrugada, y, repentinamente, a los veinte años de edad decidió desaparecer de
la escena social y recluirse en un castillito de Holanda. Cuenta la leyenda que
hizo levantar el puente para que las agresivas fosas alrededor del castillo
advirtieran a curiosos e impertinentes su deseo de no recibir visita alguna.
Refugiado en la soledad, se dedicó otros veinte años a reflexionar y escribir,
en ese orden, acerca de dos cuestiones: la conciencia y Dios.
Cuando
Descartes concluyó uno de sus libros, oyó que la Iglesia Católica condenaba a
Galileo y hacía tan sólo dieciséis años la misma institución había carbonizado
a Giordano Bruno, astrónomo y poeta. Descartes fue cauteloso y publicó las Meditaciones metafísicas dedicándoselas
a los perfumados profesores de la Sagrada Facultad de Teología de París; sin
embargo, nada de esto sirvió, la Iglesia Católica incluyó su obra en la torre
de libros prohibidos. ¿Qué contenían esas páginas? ¿Por qué no debíamos leerlas
según los teólogos? Estimulaban a las personas a dudar de las opiniones, a
reflexionar y dejar una visión ingenua. En Reglas
para la dirección el espíritu, ofreció un sabio consejo a sus lectores: los
niños y adolescentes no tienen escapatoria, la escuela los amarra a un pupitre,
pero una vez egresado los estudiantes debían escapar de la férula del colegio, de
ese dominio despótico y casi fatal.
Descartes, jugando al aristócrata, dudó de los conocimientos más sólidos
de su época; viendo cómo se derretía una vela, se preguntaba qué permanecía de
ella más allá de lo que nuestros sentidos nos informan. Dudó también de la certeza de distinguir
entre el sueño y la vigilia; y dudó de las matemáticas preguntando a qué
conclusiones arribaríamos si, en vez de Dios, existiera un Espíritu Maligno que
nos engañe incluso cuando sumamos. Tuvo que ser muy diestro para no encolerizar
a los Inquisidores con esa pregunta, tal como nos lo enseñó a mí y a un
puñadito de estudiantes, en Lima, el profesor Fico Camino, una leyenda recóndita
de la Universidad Católica del Perú. El profesor, de una erudición monumental y
cuyos ojos, en esos segundos, adquirían unas llamitas mefistofélicas, nos
contaba de la hermandad sacrílega de las palabras dudar y diábolo, pues, por su
etimología latina y griega, dudar significa separar, dividir, y precisamente el
diablo es el que divide, el que desune, el calumniador, el detractor, el
espíritu maligno en el Nuevo Testamento.
Años
después Descartes falleció sin ningún retintín demoníaco. No fueron ni una
directora de colegio ni un inquisidor, sino un microbio: el neumococo. Durante
aquel aislamiento delicioso en el castillito holandés, continuaba despertándose
tarde –abría los ojos al mediodía-, pero esa costumbre cambio drásticamente
cuando recibió una invitación. La reina Cristina de Suecia, con quien había
mantenido una correspondencia intelectual y de buenas maneras, le preguntaba si
podía ser él su maestro de filosofía allá en Suecia. Por razones desconocidas,
Descartes aceptó, abandonó la soledad de Holanda y se trasladó a la corte de la
reina. Fue recibido con deferencia, fue atendido cortésmente, aunque tuvo que
modificar la costumbre de levantarse al mediodía: la reina deseaba filosofar
desde las cinco de la madrugada. El rigor del invierno nórdico llevó a un
melancólico Descartes a considerar a Suecia como un país de osos, situado en
medio de rocas y hielo, y ese clima, sumado al gélido salón que la soberana
escogió como aula, pero sobre todo aquel implacable horario impuesto por la
alumna, minaron, poco a poco, el débil físico del filósofo. Luego de tres meses
de esas madrugadoras y glaciales lecciones, Descartes, a los cincuenta y cuadro
años de edad, contrajo una pulmonía que lo fulminó.