Maestros de la sospecha
En las clases de Teología de la Pontifica Universidad Católica del Perú de 1998, dictadas por el sacerdote Felipe Zegarra, escuché la frase «los maestros de la sospecha» y luego me enteraría de que ese rótulo, que agrupaba a pensadores tan disímiles y singulares como Marx, Nietzsche y Freud, había sido creado por el filósofo Paul Ricœur. A varios estudiantes la teología nos arrancaba bostezos larguísimos, pero al al ser un curso obligatorio, nuestro propósito era atormentar al curita. Nada de eso sucedió, el sacerdote ni vestía sotana ni el cuello clerical, sino camisa, pantalón y unas franciscanas sandalias en pleno invierno, y nuestro desgano desapareció cuando lo vimos trazar en la pizarra la palabra Dios y lanzarle los primeros dardos de Marx, Nietzsche y Freud.
Era la segunda semana de clase y en los pasillos de la facultad de Letras, entre puchos y palabrotas, nos enteramos que el sacerdote Zegarra era afín a la Teología de la Liberación. ¿Curas revolucionarios? Nos armamos de más cigarrillos y de esa brea caliente que servían en la cafeta de Letras. Nuevamente el cura sentaba a Dios en el banquillo de los acusados y le lanzaba las feroces críticas. Para Marx, nos contó, bajo la idea de Dios se aliena a la clase explotada; para Nietzsche, Dios es el pretexto para dar rienda suelta a nuestras motivaciones más crueles; y, para Freud, la divinidad es un invento que busca sepultar los deseos eróticos y tanáticos de la humanidad.
En aquel año Juan Luis Cipriani, miembro del selecto grupo Opus Dei, dejó el arzobispado de Ayacucho y, cercano a Fujimori, presionaba contra los sacerdotes de la Teología de la Liberación. En las universidades en las que se adora a José María Escrivá de Balaguer, cuasi-monarca del Opus Dei, existe hasta hoy un índex en el que los novelistas son excomulgados de las bibliotecas, y la pregunta que nos hacíamos los estudiantes era cuánto riesgo corría el Padre Felipe Zegarra por mostrarnos argumentos tan inteligentes que, bajo la censura de la ilustrísima autoridad de Cipriani, eran blasfemias.
«Los filósofos no han hecho más que interpretar de diversos modos el mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo», había dicho Marx. ¿De qué sospechaba Marx?, volvíamos al aula. La conciencia no era transparente, sino que podía estar alienada por la ideología de la clase dominante y ser arrastrada por las necesidades socio-económicas. ¿Qué más?, preguntaba el profesor y mis compañeros contestaban. Marx socavó la autoridad del Estado y Dios, eran las herramientas de la burguesía para embriagar a las clases explotadas. Los creyentes están alienados, sostenía otro, y los sistemas nos encallan en la pobreza. De ahí que para Marx –sentenciaba una memoriosa alumna- el capitalismo fuese un monstruoso Dios pagano que bebía del cráneo del trabajador. Rompiendo un silencio histriónico, el profesor comentó: entonces me he equivocado de vocación.
Por ese entonces el fastuoso Cipriani no poseía aún ni el báculo de arzobispo ni el capelo cardenalicio –títulos que lo llevaron después a exigir a la PUCP el cargo de Gran Canciller-, pero en 1992 había justificado las operaciones del Grupo Colina –el escuadrón militar encargado de eliminar a quien pareciese subversivo y terminó asesinando a estudiantes y a un profesor- arguyendo que el Ejército debía defender a los peruanos del terrorismo. En clase con el profesor Zegarra, veíamos que la conciencia moral a veces degenera y es una máscara del instinto de crueldad. El autor de esa idea había sido Nietzsche, alguien a quien todavía no habíamos leído, pero en la clase de teología nos enteramos que Nietzsche –reproduciendo un árbol genealógico de conceptos- rastreaba el origen psicológico de algunos ideales y sostuvo que el credo cristiano preservaba una moral cruel y descasaba en una metafísica infantil.
Acabada la clase, fui a la biblioteca y saqué El Anticristo de Nietzsche y lo leí de un tirón hasta la madrugada. Es un error leer el evangelio como un libro de la inocencia, decían Nietzsche, en él se plasma la voluntad de poder de la casta sacerdotal («‘¡no juzguéis!’, pero ellos mandan al infierno todo lo que les estorba») y notaba la crueldad que hay en algunos pasajes del Nuevo Testamento como es el caso de Mateo 5,28: «Todo el que mira a una mujer deseándola, ya cometió adulterio con ella en su corazón. Si tu ojo derecho te escandaliza, sácatelo y arrójalo de ti». Un consejo seguido al pie de la letra por Orígenes, uno de los padres de la Iglesia que ni bien leyó ese pasaje, en un pío arrebato, se emasculó.
¿Por qué el sacerdote Felipe Zegarra recomendaba leer textos genialmente anticristianos? Entre los compañeros de clases, en los pasadizos, las cafeterías, la rotonda de Letras, la cantina al frente de la Católica, nos encontramos, cigarrillo en mano, discutiendo sobre teología. No había ni una pizca de pose en esas conversaciones, no se trataba de quedar bien ni con Dios ni con el Diablo, esas conversaciones se debían a algo que el padre Zegarra estaba despertado con sus clases y que puede describirse como la búsqueda, a tientas, de algunas respuestas una vez perdidas de nuevo las certezas –la convicción de ser ateo en mi caso-. Y sin dejarnos tomar un segundo aire llegó Freud con un escalpelo afilado.
¿Qué le criticaba el psicoanálisis al cristianismo?, escribía con una tiza este curita y guardamos silencio. En las bases del cristianismo, Freud descubría los deseos infantiles y delirantes de merecer una vida de la que, según confesión de los propios creyentes, no son dignos, y así la religión se revelaba como una demencia alucinatoria, ya no de un nivel social particular, sino de la vanidad antropocéntrica en general. El psicoanalista entraba al santuario de lo religioso pero no por los caminos indicados por las instituciones ni por el discurso de la conciencia acerca de Dios -que generalmente enmascara los deseos inconscientes-; prefería descifrar los erizados jeroglíficos de las liturgias religiosas. A Freud no le convencían los argumentos de Marx acerca de una conspiración que mantenía sometidas a las clases trabajadoras gracias al terror, ese argumento no llegaba a explicar la poderosa influencia de la religión a lo largo de siglos y, más bien, supuso que su fuerza radicaba en dar una esperanza al doloroso enigma de la muerte. Aunque –comentaba el Padre Zegarra- pensándolo bien, la religión tradicional le quita al creyente el encanto del enigma y le deja el terror del infierno. Las salidas ingeniosas del profesor no eran valoradas por un grupito infantiloide del salón que luego se escandalizó cuando Felipe Zegarra leyó en voz alta el delicioso canto erótico de El cantar de los cantares.
Ese día, luego de clases, me acerqué a conversar con Felipe, fuimos a la cafeta, le di un cigarrillo, que no fumó, y me invitó un café (de nuevo la brea). Yo iba criticando las posiciones de los grupos conservadores y le preguntaba qué otros autores leeríamos –Vallejo, Sartre y teólogos contemporáneos serían la pauta-, pero Felipe movió la mano como espantando a una mosca y me preguntó, mientras sorbía su café, a qué carrera iba y qué me parecía el último poema de José Watanabe.