El encanto mefistofélico de la dialéctica
Ciertas
instituciones, en el Perú, al imponer una finalidad estrictamente operativa,
violentan la enseñanza de la literatura y la filosofía, de la ética y la
estética, que son disciplinas que afinan nuestros juicios críticos. Las
humanidades, por su parte, luchan por subrayar el valor de su complejidad
alentando una reflexión que abarque idealmente distintos puntos de vista. En
este artículo, la dialéctica será, primero, una estrategia en la búsqueda de
acuerdos, y, segundo, una reflexión radical que podría resultar tan corrosiva
como la sátira. Al final se mostrará que con la dialéctica, no
obstante, se pueden correr riesgos por imprecisión.
Milan
Kundera, en su novela La insoportable
levedad del ser, muestra que el ser humano, por lo menos en algún momento
de su existencia, debería plantearse la disyuntiva entre la levedad o el peso.
Este dilema compromete el estilo de vida, y tanto la levedad como el peso
cuentan con razones a favor y razones en contra, y, por eso, quien decide
elegir conscientemente entre ellas se encuentra en una ardua tarea. Veamos
cuáles son los dos cuernos de este dilema. Si se eligiera la levedad, entonces
el mundo social y sus circunstancias deben interpretarse como fugaces, una
arenilla que el viento sopla y mueve a su antojo, y, como describe Sloterdijh
en su Crítica a la razón cínica, se
puede ejercer una filantropía cómoda y burguesa, una ayuda social tapándose las
narices frente a los pobres, sin perder el ánimo ligero. Desde la levedad se
podría -sin exigir explicaciones existenciales o transformaciones éticas-
evadir el sufrimiento al constatar el
nacimiento de niños con enfermedades congénitas, o por poner otro
ejemplo, tolerar el círculo infernal de pobreza en el que están atadas
generaciones de familias, y muchas otras delicias por el estilo. Pero, esa
levedad no dejaría de ser insoportable a causa, precisamente, de la
indiferencia y apatía con la que “el leve” valora todo aquello que corre por la
vida: es la levedad entendida como una cosmovisión de la insignificancia y de
la impotencia propia y ajena.
De
otro lado, opuesto a la levedad, está el peso, quesería la forma de vida de
quien asume que toda biografía, tanto la ajena como la propia, está constituida
por cada día, hora e instante, y que las acciones que realizamos u omitimos,
lejos de ser imperceptibles, son consubstanciales al mundo social. Es en el
peso en que se alineaba Jean-Paul Sartre cuando planteaba que todo individuo
tiene efectos sobre la sociedad y es responsable de ella, y, para mostrar que el
proceder individual compromete a la humanidad entera, presentaba dos ejemplos.
Si soy obrero y me adhiero a un sindicato cristiano en lugar de ser comunista,
entonces le trasmito a la humanidad que la supuesta resignación católica es la
solución. Si estoy enamorado y quiero casarme, con tal acción no sólo me
encamino yo, sino que también contagio a la humanidad en la creencia de la
caramelizada vida conyugal. La idea de Sartre es que cuando un individuo elige
un estilo de vida, también está creando un modelo, para bien o para mal, en la
sociedad. El peso como estilo de vida en la que el valor va de la mano con la
entrega y compromiso, que, lejos de aquella arenilla que el viento zarandea a
su antojo, es una piedra en la que se talla permanentemente, según Kundera, es
la forma de vida que eligió el genio de Beethoven. Pero, pregunta Kundera, con
qué seguridad eligió Beethoven la pesadez.
"¿Cómo
podía saberlo? ¿Cómo podía comprobarlo? Cualquier colegial puede hacer
experimentos durante la clase de física y comprobar si determinada hipótesis
científica es cierta. Pero el hombre, dado que vive sólo una vida, nunca tiene
la posibilidad de comprobar una hipótesis mediante un experimento y por eso
nunca llega a averiguar si debía haber prestado oído a su sentimiento o
no".
Desde
luego, Beethoven eligió el peso pero no por cálculos ni por poner en la balanza
costos y beneficios ni tomando un ‘riesgo seguro’; apostó por la carga más
pesada porque buscaba una vida menos vacía, una vida en la que estaba clavado,
como Jesús en la cruz, en sus propias acciones. El dilema inscrito en la
pregunta sobre la pesadez o la levedad es un ejemplo de situaciones en las que
el individuo está arrojado a elegir sin el auxilio de manuales preestablecidos.
Y parece necesario recordarlo en el seno de una sociedad que, al encontrarse
con problemas que merecen una resolución de largo alcance y con matices, sólo
ejecuta la salida ofrecida por el hombre de negocios y funcionarios, por el
punto de vista que analiza, exclusivamente, el costo-beneficio económico, que
es la solución de esos nuevos diosecillos llamados tecnócratas. Sin embargo,
varias veces, además de la visión operativa, lo que es oportuno son propuestas
que abarquen distintos puntos de vista, y para ello se puede ver a la dialéctica
como una forma de razonamiento práctico. Hay que tener en cuenta, además, que
la distinción no se presenta entre “ciencias naturales” y “ciencias humanas”
(dicotomía relativizada por Thomas Kuhn), sino entre el “método operativo” y el
“proceso dialéctico”. Un “método operativo” sería el instrumento del tecnócrata
presente en el Perú actual –según la historiadora Cecilia Méndez hoy nos
encontramos en una República Empresarial nacida en la dictadura de Fujimori- y
presente también, siguiendo al sociólogo Pierre Bordieu, en gran parte del
mundo sometido a un “capitalismo de casino”.
La
dialéctica trata de comprender un fenómeno sin caer en un reduccionismo, lo que
significa que si se investiga un problema que implica que dos puntos de vista
se enfrenten, por ejemplo, uno por defender lo sagrado de un apu, y el otro por
señalar lo secular de un cerro, en lugar de sólo aceptar el criterio
costo-beneficio, la dialéctica tomaría en cuenta, además, otras circunstancias,
como las intenciones de los involucrados, las cosmovisiones desde las cuales se
evalúa la situación en cuestión, y, si fuese el caso, la finalidad social.
Ver
el árbol y el bosque. Cuando leemos una novela, la analizamos, anotamos y
separamos los hechos, las descripciones, los diálogos y las tensiones, punto
por punto, y, sin embargo, la suma de las partes no es la novela. La dialéctica
es ir de un lado a otro, del hecho al panorama, y obtener un conocimiento
especializado sin perder una visión amplia.
La
mejor versión de la dialéctica ve el análisis no como opuesto sino como
complemento, y evita, en los aspectos estéticos, éticos y científicos,
cualquier enfoque monocular sobre las acciones humanas. Ésta es la idea que
parece seguir la escuela de la gestalt cuando señala que, en distintas
ocasiones -como se puede apreciar con los ejemplos del cubo de Necker o el
jarrón de Rubin, y con mayor evidencia cuando se aprecia una composición
musical- reducir lo que se investiga sólo a sus partes elementales a veces no
es una inteligente estrategia. Al analizar, por ejemplo, una obra musical y
descomponer el todo en sus partes primordiales, se tendría entre las manos el
descompuesto, o sea, las notas musicales separadas entre sí, y cada nota a su
vez descompuesta en partículas de corpúsculos, y cada partícula en átomos de
moléculas, y así hacia una estela infinitesimal, llegando a un enjambre en el
que se encontraría un núcleo denso, indivisible, pero –puesta de nuevo la lupa-
adentro habrían más enjambres de enjambres. Este adentrarse hasta mineralizar,
por ejemplo, una composición musical corre el riesgo de definir a Fidelio sólo
como una sensación producida en el oído por el movimiento de corpúsculos,
trasmitidos por un medio elástico, como el aire. El crítico literario y
filósofo Walter Benjamin comparó una anti-parábola de Kafka, La muralla china,
con un texto de Eddintong, astrofísico que al intentar unificar la mecánica
cuántica y la teoría de la relatividad, afirmó: “La parte introductoria de una
teoría es la más difícil, ahí tenemos que usar constantemente el cerebro;
después, las matemáticas”. El texto de Eddington pudo ser titulado “es más
fácil que un camello pase por el ojo de una aguja que un físico traspase el
umbral de una puerta”.
"Estoy
en el umbral de la puerta, a punto de entrar en mi cuarto, lo cual es una
empresa complicada. En primer lugar tengo que luchar contra la atmósfera que
pesa con una fuerza de un kilogramo sobre cada centímetro de mi cuerpo. Además
debo procurar aterrizar en una tabla que gira alrededor del sol con una
velocidad de 30 kilómetros por segundo; sólo un retraso de una fracción de
segundo y la tabla se habrá alejado millas. Y semejante obra de arte debe ser
llevada a cabo mientras estoy colgado, en un planeta en forma de bola, con la
cabeza hacia fuera, hacia el espacio, a la par que por todos los poros de mi
cuerpo sopla un viento etéreo a Dios sabe cuánta velocidad. Tampoco la tabla
tiene una sustancia firme. Pisar sobre ella es como pisar sobre un enjambre de
moscas. ¿No acabaré por caerme? No, porque si me atrevo y piso, una de las
moscas me alcanzará y me dará un empujón hacia arriba; caigo otra vez y otra
vez me empuja hacia arriba y así sucesivamente. Puedo por tanto esperar que el
resultado total sea mi permanencia siempre aproximadamente a la misma altura.
Pero si por desgracia y a pesar de todo cayese al suelo o fuese empujado con
tanta fuerza que volase hasta el techo, semejante accidente no sería lesión
alguna de las leyes naturales, sino una coincidencia extraordinariamente
improbable de cualidades... Cierto es que es más fácil que un camello pase por
el ojo de una aguja que un físico traspase el umbral de una puerta. Si se
tratase de la boca de un granero o de la torre de una iglesia, tal vez fuera
más prudente acomodarse a ser nada más que un hombre corriente, entrando
simplemente por ellas, en lugar de esperar a que se hayan resuelto todas las
dificultades que van unidas a una entrada por entero libre de objeciones".
El
absurdo descrito por Eddington, el de descomponer por descomponer y de perder
de vista la totalidad del mundo circundante, es lo que Hegel –inspirado en el
Fausto de Goethe- le criticaba a la filosofía racionalista, prefigurando, así,
la idea de que cuando la realidad es analizada desde un exclusivo y excluyente
punto de vista, lo que obtenemos es un pálido y fragmentado reflejo de ella.
"La
filosofía racionalista –señalaba Hegel- se halla en un error si piensa que al
analizar los objetos, es decir, al descomponerlos y separarlos, los deja
inalterados, pues en realidad lo que hace es convertir lo concreto en
abstracto. Por ello ocurre también que lo vivo es aniquilado, pues sólo lo
concreto es viviente […]. En la medida en que el racionalismo permanece en el
punto de vista de la separación, cabría aplicarle aquellas palabras del poeta
[Goethe]: “tiene las partes en sus manos, y sólo le falta, ¡por desgracia!, el
lazo espiritual”.
El
problema que puede agazaparse en el uso reduccionista y monocular de cualquier
análisis exclusivamente técnico es el riesgo de perder ese lazo espiritual, de
que se le escape la síntesis de la complejidad de todo aquello que vive, de
todo aquello que concierne a las acciones humanas, que no pueden ser
comprendidas, en su cabalidad, si sólo se las examinan a través de un único
criterio, un único formulario, un único ángulo de ver y evaluar a la realidad.
Al adentrarse en la complejidad de lo vital, uno encuentra que las contradicciones
de las acciones humanas, con sus expectativas e intrigas, con sus mitos e
irracionalidades, empujan por salirse de cualquier esquematismo. Es lo que
sucede cuando distintas áreas de la vida humana –como la artística, la ética-
sólo son evaluadas a través de los lentes del cálculo, de la razón operativa, y
dichos lentes no son hábiles al evaluar esferas culturales en las que la
exclusividad de lo cuantificable y lo medible no son pertinentes. Ésta fue una
de las batallas que realizó, a inicios del siglo XIX, el Romanticismo con el
objetivo de recuperar del olvido -o de la mala fe- ámbitos soberanos como lo
irracional, lo emotivo y lo mítico, aunque, se puede observar, el Romanticismo
cayó en otro reduccionismo: sólo son válidos los criterios pasionales y son
deleznables los racionales.
Uno
de los problemas suscitados por el hegemónico punto de vista del tecnócrata es
que aísla las partes del todo orgánico sin un plan o proyecto de largo alcance,
y esta circunstancia nos puede ayudar a precisar qué es la dialéctica, y para
ello centremos el asunto en dos ejes: la dialéctica como la búsqueda de
acuerdos y la dialéctica como una reflexión radical.
Si
a la visión del tecnócrata le corresponde cuantificar, a la visión que busca
integrar le atañe cualificar; una enumera, la otra considera; una no busca
consensos y la otra sí. Lo que marca la diferencia entre una y otra es que
mientras la forma de operar del técnico es como la de una máquina objetiva a la
que se le introducen premisas que luego expulsa deducciones, en cambio, a la
dialéctica le correspondería la imagen de una discusión en la que se presentan
diversas premisas, incluso contrarias entre sí, y luego se recoge los consensos
y disensos. En este punto, hay que recordar que habrán quienes apuesten por
forjar consensos, como Habermas, Rorty, Gadamer, y habrán otros que subrayarán
los disensos, ahí Foucault, Lyotard, Derrida. Quien trazó la diferencia entre,
por un lado, un razonamiento meramente formal, en el que se aseguraba que los
términos tuviesen sólo un significado, y, de otro lado, la dialéctica como
diálogo y polisemia en el que los interlocutores múltiples puntos de vista fue
Aristóteles, y de ahí que a la dialéctica se le atribuya ser el arte de razonar
–en oposición al formulario-, y de ahí también que Aristóteles dijera que de lo
que se trataba, al sumergirse en las preguntas y respuestas que establecen dos
interlocutores, era de “extraer de lo establecido algo distinto de lo
establecido”.
Al
comprender los disensos y buscar consensos con el objetivo de crear un proyecto
común, una finalidad, un plan, éstos no se encuentran prefabricadamente, sino
que son el fruto de una reflexión de raíz, y, en ese sentido, radical, que
busca evaluar incluso las convenciones ya asumidas. La idea de este segundo eje
que considera a la dialéctica como una reflexión radical, es que en los temas
de los que se ocupan las ciencias sociales y humanas, lejos de encontrar hechos
neutrales, se encuentran hechos controvertidos que solicitan ser examinados
desde distintos ángulos. Así entendida, la dialéctica permitiría ampliar la
comprensión del sujeto, pues, al estar éste ubicado necesariamente en una
posición inicial, podría romper con esa unilateral forma de ver el mundo y
pensar desde la posición contraria. Dicho criterio sería de utilidad al
investigar situaciones en las que no existe evidencia para zanjar conflictos, y
la dialéctica, en tanto diálogo y deliberación, puede desarrollarse como
ampliación de los criterios de los participantes y, además, en tanto comprensión
de cada opinión, buscaría encontrar algunos consensos entre las distintas
opiniones, y para ello rastrearía los puntos en que los participantes están de
acuerdo. En esa ampliación de criterios un caso significativo es la escritura
de Freud:
"Por
una parte las neurosis despliegan curiosas y enormes semejanzas con las grandes
producciones sociales del arte, religión y filosofía, pero por otra presentan
la apariencia de caricatura de los mismos. […] La histeria es una caricatura de
una creación artística; la neurosis obsesiva, una caricatura de la religión, y
las quimeras paranoicas, la caricatura de un sistema filosófico".
Otro
ejemplo de cómo reflexionar dejando la unilateralidad se puede encontrar en el
mismo Hegel cuando discurre sobre la filosofía ética que se ejerció durante la
Ilustración. Sin lugar a dudas, Hegel celebra que en la modernidad el individuo
se desembarace de los argumentos de la autoridad, separe el ámbito religioso
del político, no permita que las castas continúen con el poder, y que la
consigna medieval de que “la filosofía debía estar al servicio de la fe” sea
combatida.
Asimismo,
sin embargo, Hegel reflexiona sobre las desventajas de los logros de la
Ilustración –sí, porque algo debemos de haber perdido con ella-, y entre dichas
desventajas encuentra que en la modernidad, a diferencia de lo que sucedía en
el Mundo Antiguo y el Mundo Medieval, se ha perdido una armonía. La armonía a
la que se refiere es a aquella en la que vivían los griegos al participar en
grandes proyectos colectivos que los hermanaban y en ideales sociales comunes,
y que lamentablemente el sujeto moderno ha perdido a causa de la separación,
necesaria, entre el ámbito público y el ámbito privado. Expuesto así, pareciera
que Hegel debiera tomar una posición al respecto: o continúa con los ideales de
la modernidad o persigue la nostalgia del mundo greco-romano. ¿Qué posición
toma Hegel? Buscaba conciliar ambos ideales en una síntesis que no se detendría
nunca, sino que –y eso sería reflexionar- a veces se “flexiona” hacia un
opuesto y otras veces se “flexiona” hacia el otro, y esa flexibilidad es el
ideal de la dialéctica que busca disolver planteamientos que poseen la forma de
“o este bando o este otro”, pues no hay ninguna solución ahí cuando solamente
se cambia un dogma por otro.
Presentada
así, la dialéctica sería una forma radical de reflexionar que permitiría al
intelectual tomar distancia de la posición en la que empezó su investigación.
Al tomar conciencia de que el punto de vista propio era tan sólo una posición
inicial, que merecía ser cuestionada, entonces se caería en la cuenta de que
había excluido otras perspectivas y ampliaría así su etnocentrismo. Esto fue lo
que quiso mostrar Hegel con la imagen del tránsito que todo ciudadano realiza
desde la familia a la sociedad civil. “Hay un brusco y aun violento repudio a
los confortables valores del hogar, un rechazo a todo lo que precisamente hace
atractivo el hogar. La soledad, el riesgo y la aventura magnetizan el alma del
adolescente que comienza su camino hacia afuera, hacia la sociedad civil, que
es el ámbito de los extraños”. Ese periplo, en la medida en que se aleja de la
posición inicial, irá incubando una intensa nostalgia por el hogar, y, en un
determinado punto, el trayecto del viaje se convertirá en retorno al lugar
desde el que se empezó, y una vez ahí se vería por primera vez al hogar. Desde
este segundo eje, la dialéctica sería una estrategia para resaltar lo ingenuo y
lo unilateral de las propias concepciones, y, así, considerar, por lo menos de manera
inicial, que el punto de vista opuesto pudiese poseer algún sentido.
Gadamer,
quien se ha ocupado del tema, señala que la dialéctica no es un método para
predecir el futuro –como pensaron erradamente Hegel y Marx-, sino el arte de
razonar y de ampliar la visión unilateral de las ideologías, y la clave estaría
en comenzar por la ideología que carga cada uno, pues tal como lo presentó
Ortega y Gasset, “el suspicaz se engaña a sí mismo creyendo que puede eliminar
su propia ingenuidad”.
Pensar
de esta manera alejaría al individuo de las visiones dogmáticas y mostraría de
qué trata la conciencia histórica que Hegel plantea en una célebre frase: “la
filosofía es su época captada en pensamientos”. La conciencia histórica aplasta
al ingenuo que cree que su opinión actual es soberana sobre las del pasado y
que en el futuro no cambiará, y muestra la patética mueca de los grupos
fanáticos por evitar ser un punto de vista más entre otros.
Un
corrosivo contra los dogmáticos es también la sátira, y en ella Gadamer encuentra
similitudes con la dialéctica: en ambas se busca explorar cuáles podrían ser
los resultados del juego de ir zurciendo diversas perspectivas y situaciones
contrarias. En su movimiento lúdico, la sátira muestra el mundo en su versión
invertida, colocado de cabeza, y honra lo que en el Mundo Usual es despreciado,
y desprecia lo que en éste es honrado.
"El
mundo invertido no es simplemente lo contrario, el mero y abstracto opuesto del
mundo existente. Lo que hace esta reversión, en la que todo cobra otro cariz,
es precisamente hacer visible, en una especie de espejo desfigurador, la
secreta inversión de cuanto hay a nuestro alrededor. Ser el ‘mundo invertido’
de la inversión del mundo significa exponer a contrario lo inverso".
Lo
que puede lograr este espejo con sus desfiguraciones es reordenar aquello que
se valora como positivo y negativo, y revelarnos de ese modo la hipocresía
moral de las sociedades. Desde luego, una visión fanática del mundo
necesariamente debe repudiar a la sátira, y esa intolerancia se encuentra
retratada por Umberto Eco en El nombre de la rosa en el momento en el que uno
de los religiosos principales de la abadía explica por qué aborrece la risa:
"La
risa libera al aldeano del miedo al diablo, porque en la fiesta de los tontos
también el diablo parece pobre y tonto, y por tanto, controlable. Pero este
libro podría enseñar que liberarse del miedo al diablo es un acto de sabiduría.
Cuando ríe, mientras el vino gorgotea en su garganta, el aldeano se siente amo
porque ha invertido las relaciones de dominación […]. La risa distrae, por
algunos instantes, al aldeano del miedo. Pero la ley se impone a través del
miedo, cuyo verdadero nombre es temor de Dios. […] Y la risa sería el nuevo
arte, ignorado incluso por Prometeo, capaz de aniquilar el miedo. […] Y este
libro, que presenta como milagrosa medicina a la comedia, a la sátira y al mimo,
afirmando que pueden producir la purificación de las pasiones a través de la
representación del defecto, del vicio, de la debilidad, induciría a los falsos
sabios a tratar de redimir (diabólica inversión) lo alto a través de la
aceptación de lo bajo. Pero si algún día [se] justificasen los juegos
marginales de la imaginación desordenada, ¡oh, entonces sí que lo que está en
el margen saltaría al centro, y el centro desaparecería por completo. […] Pero
si algún día alguien […] elevase el arte de la risa al rango de arma sutil, si
la retórica de la convicción es reemplazada por la retórica de la irrisión […],
¡oh, ese día también tú […] y todo tu saber, quedaríais destruidos! […] Si
algún día […] el arte de la irrisión llegase a ser aceptable […], si algún día
alguien pudiese decir (y ser escuchado): “Me río de la Encarnación…”. Entonces
no tendríamos armas para detener la blasfemia, porque apelaría a las fuerzas
oscuras de la materia corporal, las que se afirman en el pedo y en el
eructo".
Uno
de los aciertos literarios del fragmento de Eco se encuentra en el contrapunto
que tiene dejar que el enemigo de la sátira sea quien hable de ella, y así
logra que el lector recuerde por qué es odiada, sin necesidad de hacer una
apología de ella. La clave del contrapunto consiste –como señala Richard Rorty-
en que hay más probabilidades de advertir los sufrimientos de una persona si
llama nuestra atención la indiferencia con la que es observada por otra
persona. Lo que hace visible la miseria del campesinado es el dispendio
ostensible de la nobleza, y lo que hace visibles las chozas de los negros son
las ostentosas mansiones de los blancos. “La observación de Hegel era justa: no
advertiremos la tesis […] a no ser que capte el reflejo, el fuego mortecino, de
una flamante, brillante antítesis”. En esa búsqueda por un estilo que muestre
distintos contrastes, Rorty confiesa que su escritura apela a la redescripción,
a enfrentar léxicos distintos entre sí, y no tanto a inferir proposiciones. En
el artículo “Ironía privada y esperanza liberal”, Rorty se explaya sobre el
tema:
"Pienso
que la Fenomenología de Hegel es tanto el comienzo del fin de la tradición
platónico-kantiana como el paradigma de la capacidad del ironista de explotar
las posibilidades de una redescripción abundante. Según esta forma de ver, el
llamado método dialéctico de Hegel no es un procedimiento argumentativo o una
forma de unir sujeto y objeto, sino simplemente una técnica literaria: la
técnica de producir cambios sorpresivos de configuraciones mediante transiciones
suaves y rápidas de una terminología a otra.
En
lugar de conservar las viejas trivialidades y elaborar distinciones que ayuden
a darles coherencia, Hegel modifica constantemente el léxico en el cual se han
formado las viejas trivialidades; en lugar de construir teorías filosóficas y
de argumentar en su favor, elude la argumentación cambiando constantemente de
léxico y cambiando con ello de tema. En la práctica, aunque no en la teoría,
eliminó la idea de llegar a la verdad a favor de la idea de hacer cosas nuevas.
La crítica que hace a sus predecesores no es que sus proposiciones fuesen
falsas, sino que sus lenguajes eran obsoletos. Al inventar esa forma de
crítica, el joven Hegel se zafó de la secuencia Platón-Kant e inició una
tradición de filosofía ironista que se continúa en Nietzsche, Heidegger y
Derrida".
Resulta
pertinente recordar que un buen número de órdenes medievales consideró que la
dialéctica descarriaba a los hombres del camino correcto, y, siendo misóginas
algunas órdenes de la iglesia medieval –tan sólo en las cacerías de brujas la
Iglesia Católica asesinó a nueve millones de mujeres-, se personificó a la
dialéctica como una mujer que, por su rostro pálido, debía de pasar mucho
tiempo en las bibliotecas, por sus cabellos rojos y alborotados debía de tener
ideas amenazantes, y que, en el colmo de los males, en una mano llevaba un
libro y en la otra, un escorpión; razón por la que se puede decir que se
condenaba a la dialéctica por ser lectora, imaginativa y contestataria.
Finalmente,
este artículo no sería dialéctico si no hiciera una crítica a la misma
dialéctica y dejase pasar la pregunta sobre qué sucedería si se le quita ese
encanto mefistofélico, ese cautivador aroma a azufre y a transgresión. ¿Qué
pasaría, pues, si relativizáramos a la propia dialéctica? Una pregunta
semejante se planteó el mismo Hegel, y debió de reír para sus adentros cuando
pensó que ése era otro movimiento que ya se encontraba incubado por la propia
concepción de la dialéctica.
Dejando
al lado ese escollo, que parece más la conjura de un maleficio sobre aquellos
que osan lanzar una crítica a la dialéctica, concierne ahora, para ser
coherente con lo escrito, tomar distancia de la posición inicial del presente
artículo, que era a favor de la dialéctica, y empezar a cuestionarla. A Kant,
por ejemplo, y no por las mismas razones que la de los medievales, no le
seducía en absoluto la dialéctica. Mucho más cauto que Hegel, pensaba que ella
podía degenerar en un uso contradictorio y meramente abstracto de la razón y,
por ello, podía enredarse consigo misma. Hegel, en cambio, sosteniendo una
tesis metafísica, y con un nuevo sortilegio, rebautizó los peligros que
advertía Kant sobre enredarse en contradicciones y los nombró pasos esenciales
de la dialéctica, pues la razón operaría, siempre, contraponiendo tesis y
antítesis, subsumiéndolas en síntesis.
Quien
no le temía a las imprecaciones era Schopenhauer, y para él la dialéctica no
era sino charlatanería, un modo de salir victorioso en las disputas verbales a
la que no le atribuía ningún valor. Para él la dialéctica sólo era un conjunto
de estratagemas para ganar banales discusiones en las que la verdad no era el
tema, sino la vanidad de los opositores. Desde luego, él también leyó el Fausto
y recogió esta cita: “Con frecuencia creen los hombres, cuando escuchan sólo
vacías palabras, que se trata de hondos pensamientos”. Con ello quería
denunciar a los ‘diablillos dialécticos’ que, habituados a escuchar, arrobados,
cosas que no comprenden, se le puede hacer creer cualquier desatino siempre y
cuando se les hable con aire docto y profundo. Schopenhauer se refería
directamente a Hegel, y le dedicó este delicioso fragmento:
"La
mente condenada a leer [a Hegel] espera en vano toparse con pensamientos
verdaderos, sólidos y sustanciales; languidece y añora la aparición de una idea
cualquiera, como el viajero del desierto arábigo añora el agua… hasta que al
final muere de sed".
Una
valoración provisional sobre el tema sería la de ver que cuando una idea se
presenta en su versión minimalista, sin ambiciones estrafalarias, convence más
que en su versión inflada y pomposa, y eso se cumple con la dialéctica:
presentarla como algo más que razonar teniendo presente las premisas
contrarias, como algo más que reunir distintos puntos de vista, como algo más
que analizar con una finalidad, es un error. En su versión maximalista,
apoteósica y metafísica, la dialéctica resulta una telaraña gaseosa de
generalidades con la que se pretenden extraer -como ironizaba Karl Popper-
“conejitos físicos de galeras puramente metafísicas”.
Una
buena parte de ese error es causado por quienes usan a la dialéctica como un
recetario de mantras y pócimas y escriben extrañas ideaciones, y fue lo que
combatió Theodor Adorno cuando escribió Dialéctica negativa. Cuenta un relato
persa que en Ispahán, se encontraron un alcohólico, un opiómano y un consumidor
de hachís en frente de una cantina que, de noche, tenía cerrada la puerta. Sin
ideas, el alcohólico, vehemente, quiso tumbar a patadas la puerta; el opiómano,
resignado, se recostó en ella; sólo el consumidor de hachís tuvo una
ocurrencia: ¿y si pasamos por el ojo de la cerradura?
Una
ingeniosa idea, sí, pero sólo eso. El riesgo de la miopía del tecnócrata
llevaría a la solución del alcohólico, y no solo tumbaría la puerta sino que,
con nitroglicerina, volaría en mil pedazos toda la cantina; pero el riesgo del
dialéctico radica en las otras dos figuras. Como el opiómano es el apocalíptico
que espera que algún día las soluciones lluevan del cielo y que Dios Padre haga
justicia, y como el consumidor de hachís es el iluminado por ingeniosas
ideaciones, pero quizás de inusual valor práctico.
Estas
ideas podrían desalentar al lector que busca una metodología segura que lo
blinde de la intemperie de la ambigüedad y que lo proteja de la ambivalencia.
Ese lector desea no reflexionar. En la línea de no rehuir de la ambigüedad y de
la polisemia, Vicente Santuc recordaba –a propósito de Hegel- que las
estrategias argumentativas usadas por un sofista para confundir son las mismas
llaves usadas por un filósofo honrado.
"No
existen formas verbales y gramaticales que permitan diferencias las mañas y el
ardid del sofista que juega con sofismas, de la verdadera búsqueda del
dialéctico apasionado por la verdad. [...] Era para evitar esas trampas que
Sócrates procuró ceñirse a la mera lógica. Pero como lo nota Aristóteles el
sofisma no sale de la lógica: juega con ella".
Pienso
en la figura del “abogado del diablo”, personaje que la Iglesia solicita antes
de declarar solemnemente santo a alguien y que se ocupa de dar razones y
evidencias en contra de la canonización de algún beato. Y recuerdo el cuento de
irónico de Apollinaire, Le sacrilège, en el que se relata cómo Roma encarga ser
abogado del diablo al padre Serafín, quien, al tomar demasiado en serio dicho
rol, logró que no se canonizara a nadie e, incluso, espolvoreó sobre los santos
ya consagrados la duda siniestra de que si él hubiese desempeñado el oficio en
la época de aquellas canonizaciones, la hagiografía sería distinta o
despoblada.
Si
se buscara el mejor sentido de la dialéctica, ese sería el de aquel que la
asocia al sobrio razonamiento ético. Pero, el intelectual de las ciencias
sociales y humanas, muchas veces, no se encuentra tentado por la precisión y la
parquedad, sino por la frondosidad y la verborrea, y por ello suele creer, como
cree el hechizado por la peor dialéctica, que ella, por arte de magia, lo puede
todo. En fin, sólo cabe tener presente que, en su peor versión, el dialéctico
corre el riesgo de convertirse en la fusión del apóstol Juan, el brujo Merlín y
Mandrake el mago.