¿Qué deseas?



En un beso sabrás todo lo que he callado.
Neruda


“¿Qué quiere una mujer?”, Freud confesaba nunca haber resuelto ese misterio. Lo femenino, para la escuela lacaniana, no sólo es asunto de mujeres, pues distingue entre el género y el deseo sexual. ¿Qué es capaz de desear lo femenino? El coro de Medea resuena. Desde un carruaje sería capaz de observar un precipicio y arrebatarse hacia él, y esto es lo que teme el hombre.

En octubre del 2014, la Nueva Escuela Lacaniana (NEL) en Lima invitará, entre otros, a Graciela Brodsky y se discutirá sobre lo femenino y, por un momento, se dejará de reducir a la figura femenina al rol materno. Desde hace décadas, la fórmula edípica aburrió, es un lugar común de RPP, y tratar de comprender a Lacan es una misión imposible y que no me seduce. Sin embargo, por ahí Lacan tiene algo que ataca al propio psicoanálisis: el llamado masoquismo de la mujer es una proyección de los hombres.

“Lo femenino”, tal como lo presenta Lacan, puede malinterpretarse y recibir las justas críticas de los movimientos feministas y, además, empantanar al lector y no ayudarlo a reconocer la diferencia entre género, orientación sexual y deseo. “Lo femenino” y “lo masculino”, en el marco de la teoría lacaniana, fácil puede traducirse por “el deseo pasional” y “el deseo compulsivo”.

Este nuevo fraseo ayudaría a validar la pregunta: ¿qué diablos quiere también un hombre?, pues no todos los hombres son elementales y rutinarios ni se les puede reducir a sangre, sudor y semen.

“El deseo compulsivo”, alejado del amor pasional, es el deseo del mercado, ese sanctasanctórum que va desde la industria del porno que penetra y orina y asfixia a Sasha Grey hasta la mercadotecnia sentimentalista que obsequia once rosas a la novia. Todo lo contrario sucede con “el deseo pasional”, indomable, no sometido a ninguna regla del sentido común y sueña sin las restricciones de las normas sociales, tal como lo hizo Emma Bovary, y este deseo rebelde, que ama lo singular, lo irrepetible, no puede reducirse a fórmulas ni patrones preestablecidos.

Los lacanianos apuestan a que sus pacientes enfrenten una pregunta existencial: en el fondo ¿tú qué quieres? Todo lo contrario sucede en la mayoría de las instituciones que constriñen, alinean y hacen máquinas de consumo. Guiarnos sólo con la lámpara de la razón nos puede desubicar o hacernos insensibles: lo mítico, lo inconsciente, el deseo pasional y lo sacro (en su doble acepción de sagrado y abyecto) son ámbitos alumbrados por la literatura, pero que quizás los instrumentos de la razón sólo ven locura. Estos ámbitos son temidos y ridiculizados por un Apolo tecnócrata sobre un Dionisio que, desangrado, balbucea.

Retomando la distinción sugerida arriba, el cursi de las once rosas es sólo el anverso de la medalla: obtenida la rosa número doce será un pornstar elemental en la cama y hará del otro un objeto con el que tendrá un chisporroteo, un choque de ancas, tal como la industria del porno prefigura. Ahí está el rutinario y animalesco deseo compulsivo, que busca copular y punto. En su versión vegetativa, se es aburridamente fiel a la pose del misionero; pero el deseo compulsivo en su versión consumista es más interesante: el sujeto cree ser un erotómano, amante de lo nuevo, pero sólo sigue el abanico de posibilidades que el sex shop le vende: cambiará vibradores, anillos para el pene y arneses con prótesis por otros artículos de la misma tienda tales como bolitas chinas, látigos, esposas, antifaces y mordazas.  

El “deseo pasional”, en cambio, perturba al orden establecido, pues siempre desea más. ¿Pero más de qué? Mala pregunta, no se trata de cantidad, se trata de querer algo diferente. ¿Pero qué más puedes querer? Ricardo III muestra cómo el protagonista, que nos encanta y aterra, puede desear pasionalmente abriendo nuevos caminos y, como buen perverso, hace cómplice al público de sus fechorías bufonescas. ¿En qué consiste el encanto de Ricardo III? En cautivarnos por medio de su comportamiento sadomasoquista, aunque -de acuerdo con el gusto de Harold Bloom- ese retorcimiento mental no es suficiente. El exuberante atractivo de Ricardo radica en su brío inagotable, en cómo se deleita tramando discordias y asesinatos y en cómo su agudeza nos aterra a la vez.

Sin embargo, al llegar al trono, Ricardo continúa deseando más de lo mismo. En el primer acto, el protagonista desea irrefrenablemente ser el rey y para ello asesina sin compasión y se jacta del maquiavelismo de sus estrategias, pero, en el segundo acto, una vez apoderado del ansiado trono y en paz, tamborilea los dedos, aburrido. El héroe-villano comienza a ser ahora sólo un villano. “Ha pasado de la travesura a la malevolencia, el vitalismo metamorsofeado en pulsión de muerte”[1]. ¡Ah!, se le ocurre una distracción: indagar quiénes ambicionan ser reyes como él y asesinarlos. Pero es Ricardo mismo quien acaba de morir: su deseo pasional se apaga en la rutina, en la compulsión.



[1] Harold Bloom. “Ricardo III”, en Shakespeare. La invención de lo humano. Traducción de Tomás Segovia. Bogotá: Verticales de Bolsillo, 2008, p. 109.

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