El levantamiento de Tinta
Héctor Ponce
La casa donde nació Túpac Amaru II, enclavada en un recodo de
los Andes, flota a lo lejos en un desfiladero del río Apurímac, y por las
noches los truenos caen en el poblado de Nuestra Señora de la Purificación de Surimana,
en Cuzco. Los estudiosos no llegan a acuerdos acerca de si ese arriero y
curaca, ese indio con poder económico y descendiente de la derrotada nobleza
inca, fue o no, a fines del siglo XVIII, un precursor de la Independencia del
Perú. Entre rayos y truenos, el pueblo de Surimana hierve de fe. Cerca de su
plaza hundida y empedrada, y dentro de una iglesia, descansa la cripta sepulcral
de los Condorcanqui. Los creyentes desfilan en procesión, invocan con celo a
Santa Bárbara, y mientras el cielo brama y las campanas repican y las viejas
rezan letanías, entre las nubes de incienso va tambaleando el anda de la Virgen
de la Candelaria.
Condorcanqui significa «eres cóndor» y Túpac Amaru «serpiente
resplandeciente». Con esa estirpe sobre los hombros, el niño José Gabriel
estudió con curacas que, al cumplir diez años, lo llevaron a la ciudad del
Cuzco, a un colegio ignaciano, San Francisco de Borja, de rígidas costumbres y
sólida construcción. A la hora del almuerzo, en el refectorio, los niños
escuchaban la lectura de la vida del santo del día, se hacían devotos. Ahí Túpac
Amaru aprendió latín, dominó el castellano y el quechua. El hombre héroe, en
las aulas, estudió los Comentarios reales
del Inca Garcilaso de la Vega; meditó sobre aquel hombre agónico y doliente,
humillado y sangrante que era el crucificado señor de Tungasuca, el cristo de
los arrieros. Supo que su pueblo temía a tres demonios: el corregidor, el sacerdote
y el curaca. Prometió defenderle de ellos, ser un celoso al escarmentar a los corregidores
abusivos que cobraban doble tributo, obligando a los indígenas a trabajar en
los obrajes, forzándolos además a comprar artilugios y enviándoles hasta tres
veces en la vida a la explotadora mita de Potosí.
Había nacido el 19 de marzo de 1738 y fue bautizado con el
nombre de José Gabriel Condorcanqui Noguera, aunque él firmaba como Joseph
Thupa Amaro y Condorcanqui Inga. Llevó el pelo largo hasta la cintura y siempre
vistió elegante; al inicio casacas de terciopelo negro, hebillas de oro incluso
en los zapatos, sombrero español, camisa y chaleco, pero, desde 1770, vistió
uncu, sobre el pecho ondas en aspas y una cadena de oro con el sol de los Incas.
Cerca de 1777 tuvo que viajar a Lima, pues otro le disputaba la prosapia inca,
y en Real Audiencia de Lima, un fiscal derivó el caso al todopoderoso Visitador
General José Antonio de Areche. En una carta, Túpac Amaru II le expuso a éste los
reclamos de los pobladores de Canas y Canchis frente a la mita de Potosí («los
hacendados viéndonos peores que a los esclavos, nos hacen trabajar desde las
dos de la mañana hasta el anochecer sin más duelo que dos reales por día»[1]),
aunque no fue sólo un reclamo circunscrito a Chumbivilca, pues enfrentó y
denunció a los señores europeos, a los burócratas de la Colonia que
hostilizaban a los indios y atacó a la mita, a los hacendados y a los dueños de
obrajes. Tal como detallaba el historiador José Antonio del Busto, los
indígenas eran forzados a servir en las haciendas desde las dos de la madrugada
hasta las seis de la tarde y «los corregidores querían llevarse todo, hasta el
pelo de los pellejos de carnero en que los nativos dormían de noche»[2].
El Visitador Areche leyó la carta de Túpac Amaru II, y, pese a que los reclamos
del noble indígena eran ciertos, fue distante y altivo y dilató el proceso
derivándolo en dédalos de formalismos.
Con desasosiego, Túpac Amaru II regresó al Cuzco y se
encontró con que el nuevo Corregidor de Tinta era el español Antonio de
Arriaga, conocido por oprimir y abusar de los indios forzándolos a comprarle
objetos inútiles (alfileres, barajas, estampas) a precios exorbitados. Arriaga
encarnaba lo que más detestaba Túpac Amaru II, quien, en sus edictos, en sus
proclamas, buscaba eliminar las alcabalas y las aduanas, la fiscalización
agobiante y los repartimientos.
El Corregidor Arriaga, en 1780, le hizo saber a José Gabriel
que debía dejar de ser cacique y que le daba 24 horas para pagar todas sus
deudas y todos sus tributos. El párroco de Yanaoca, Carlos Rodríguez, un ser que
cultivaba las buenas formas, oriundo de Panamá y al servicio de la Corona, tratando
de calmar las aguas, resolvió invitar a un almuerzo a los notables del pueblo,
con especial atención al Corregidor Arriaga y al curaca Túpac Amaru II, y fue
solícito, pidiéndole al descendiente inca que no dejara de ir ese sábado 4 de
noviembre a degustar del banquete. Y así sucedió. Los tres demonios de los Andes
–corregidor, curaca y sacerdote- se reunieron el día asignado, aniversario del
rey Carlos III. El almuerzo transcurrió con corrección, los platillos y las bebidas
fueron servidos y probados con una fina armonía de palabras, pero de ademanes
restallantes. Ligera sobremesa, despidos ceremoniosos, crujiente solemnidad, y
unas horas después, lejos de la casa del párroco, Arriaga fue emboscado,
derribado del caballo y maniatado. Estalló así la rebelión de 1780, el
levantamiento de Tinta, conocido también como la Revolución Emancipadora de
América.
Micaela Bastidas se encargó de la logística de las huestes,
conseguir fusiles y municiones y víveres y repartirlos a los rebeldes, y el
viernes 10 de noviembre de ese año, Arriaga, enmarrocado, fue trasladado a la
plaza de Tungasuca, en medio de un cinturón de indígenas que veían boquiabiertos
que la máxima autoridad española del Cuzco era condenada. El corregidor fue
ahorcado de un patíbulo, cuya soga fue jalada, entre otros, por su propio
esclavo negro, Antonio Oblitas[3].
Ese año Túpac Amaru, ante estallidos de motines en plantaciones
de caña, anunció libertad a los negros y puede decirse que el suyo fue un
levantamiento que reunió a distintas razas, los indios, los criollos, los
mestizos y los negros, todos, tenían por enemigo común a los señores feudales.
En un edicto a los moradores de Lampa, dijo el líder que los indios no debían
atacar a los criollos, el enemigo era el europeo colonialista. Micaela
Bastidas, en 1780, advirtió a los suyos de no espantar a los criollos, sino
atraerlos a la causa, sin prejuicios, «porque no vamos a hacer daño a los
paisanos, sino sólo a quitar los abusos de repartimiento». La rebelión era
tupida, poseía una justa ira vindicativa, pero caminaba en tinieblas;
cuestionaba el poder colonial, sí, pero el futuro le era opaco, no existía una
propuesta precisa que conciliara a indios, mestizos y criollos. Resulta difícil
de comprender que en la lucha Túpac Amaru II no haya querido tampoco ser
iconoclasta y destruir templos, e incluso notificó que el diezmo debía
continuar; tal vez en él pesó más su educación católica que el hecho de que la
Iglesia irradiaba valores muy útiles a la Colonia, y, claro, el obispo de
Cuzco, Moscoso y Peralta, aún no lo había excomulgado.
El caso es que el líder de la emancipación y sus seguidores
cabalgaban por los Andes, entraban a las comunidades indígenas y, a la par que
atraía a nuevos adeptos, hablándoles en quechua a las masas indígenas, saqueaban
las haciendas, incendiaban los obrajes –que eran cárceles en que eran los
indios eran triturados- y apresaban a los latifundistas más odiados y,
aterrados, los corregidores huían gateando antes de la llegada de Túpac Amaru
II. A su paso fue creciendo la sublevación y el mito de que con él retornaría
el gobierno de los Incas. España perdió poder entre Cusco y Puno, no pudiendo
recolectar tributos ahí, y los hermanos del Alto Perú -los Kataristas- se
inspiraron en el levantamiento que, en la batalla de Sangarará, el 18 de
noviembre de 1780, derrotó a las fuerzas realistas lideradas por Fernando de
Cabrera, corregidor de Quispicanchis, y el cacique Pedro Sawaraura.
La reacción española fue brutal. Ejecutaron a los sospechosos
sin ningún proceso; la represión, además, se concentró en los familiares de
José Gabriel, que fueron asesinados o deportados a cárceles de Chile y España. El
Visitador Arreche se la tenía jurada y la cultura de los indígenas, dijo, debía
ser arrasada. Prohibió, así, leer los Comentarios
reales, referirse a los incas y hablar en quechua. Pero el 18 de marzo de
1781, Túpac Amaru se proclamó Inca-rey, oponiéndose al monarca español, y
arremetiendo contra la Colonia de España.
El Visitador Areche no podía creer el desmadre causado por un
indio y que encima se haya querido coronar monarca. El único escarmiento era
ejecutar al rebelde, descuartizarlo, pero las huestes españolas, tiritando de
miedo, bisbiseaban que a orillas del lago Titicaca ese indio y sus rebeldes
perforaban los ojos y bebían, en cráneos, la sangre de los enemigos. Sin
embargo, los realistas vencieron en la batalla de Checacupe, el 6 de abril de
1781, por el mariscal José del Valle. El visitador Areche ofreció recompensas:
ochenta pesos al mes de por vida a quien capturase a Túpac Amaru o a su
familia, incluso perdonaría a los rebeldes que le trajesen la cabeza del líder.
Después de muchos días, los judas fueron Ventura Landacta y Francisco Santa
Cruz, que en un poblado del sur, en Langui, le tendieron una artimaña.
Los prisioneros fueron ejecutados de forma salvaje, se
buscaba disuadir a futuros subversivos. En la plaza mayor, Túpac Amaru y sus
hijos fueron vestidos con trajes de terciopelo, él, además, encadenado a una
mula. El 28 de abril el visitador Benito Mata Linares lo interrogó y ordenó
torturarlo con el suplicio de la garrucha (izar al condenado maniatado, dejarlo
caer varias veces sin tocar el suelo hasta dislocarle los brazos). Fue forzado
a mirar, después, a su esposa camino a la horca, a quien los verdugos le
cortaron la lengua y estrangularon con una soga. A José Gabriel también le
cortaron la lengua, amarraron sus extremidades a cuatro caballos que fueron
arriados a las cuatro esquinas de la plaza. No pudieron descuartizarlo. Los
verdugos, entonces, decapitaron y desmembraron a la pareja, quemaron los torsos
en una hoguera en el cerro Picchu. Areche envió brazos y piernas a Tungasuca,
Pampamarca y Surimana, y la cabeza fue a Tinta.
Aunque las pruebas son algo borrosas y algunos historiadores
no concuerden en valiosas aristas, el héroe de Tinta propuso una nación
americana de razas variadas y sin explotación. Al proclamar la integración de
razas y al separarse de la Europa colonialista, el movimiento tupamarista
afirmó una nueva nación. ¿El de Túpac Amaru II fue un movimiento pre-político,
reformador o revolucionario ante el orden e instituciones de la Colonia? ¿Tuvo
un programa político robusto, un proyecto civil al menos? ¿Cuáles fueron, en
todo caso, las ideas de José Gabriel Condorcanqui? Sabemos que su programa fue
el de luchar contra la explotación colonial (de manera puntual, abolir a la
Audiencia, al virrey y al monarca, así como borrar haciendas, obrajes, minas, repartos,
alcabala). Su proyecto, desde luego, también fue favorable a la cultura andina;
quiso restituir el Impero incaico, fiel a la imagen que hubo trazado el Inca
Garcilaso de la Vega en Comentarios
reales. Y buscó expulsar a españoles. No obstante, es cierto que mientras
José Gabriel buscaba separarse del monarca español, los criollos y los
mestizos, fieles al rey, sólo discutían a los corregidores. El proyecto de
Túpac Amaru II, así, fue minándose, no sólo por el caudillismo, sino porque los
indios y los criollos rumiaban futuros distintos, unos eran separatistas, los
otros buscaban mejores convenios con España. El líder no supo a quién atender y,
por sus dudas hamletianas, perdió, como aseguran varios historiadores, porque
no asedió a los españoles que, en Cuzco, aguardaban debilitados. Su imagen de
brazos rompiendo cadenas y bramando a los cuatro vientos, con los pelos
ondeando, sigue viva en mi generación, y como todo símbolo alrededor de él
circulan diversos ideales que se infiltran, pero basta con tener presente lo
que puntualmente hizo este enorme ser humano.
[1] Citado en
Alberto Flores Galindo. «La nación como utopía: Túpac Amaru 1780». Lima:
Departamento de Ciencias Sociales de la Pontificia Universidad Católica del
Perú, 1974, p. 145.
[2] José Antonio
del Busto. José Gabriel Túpac Amaru antes
de su Rebelión. Lima: Fondo Editorial de la Pontificia Universidad Católica
del Perú. 1981, p. 122.
[3] Cf. Charles Walker. The Tupac Amaru Rebellion. Massachusetts: Harvard University Press,
2014.
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