La corrupción en el lenguaje
La gente que
manipula puede ser detectada preguntándole ¿qué estás diciendo? y ¿cómo lo
sabes? Por lo común ante esas preguntas los mentirosos terminan por recitar
trivialidades y poco a poco se enredan de manera absurda. Pero si el mentiroso
tiene pericia y su profesión lo ha entrenado en la impostura y el disimulo, si
uno se topa con un mitómano adiestrado en ocultar y encubrir lo que piensa y
siente, escuchará un lenguaje aburrido y muerto. Nunca dirá “Yo rompí el
jarrón”, sino que se volverá estructuralista: “El jarrón se rompió”. Los
manipuladores con sus accesos de megalomanía pueden decir «Durante el gobierno
no hubo extirpaciones forzadas, sino extirpaciones no voluntarias» o como este
hermoso consejo empresarial «No lo llamemos despido, sino una recolocación
temporal de trabajo». El arte de transformar el agua en vino ha logrado que ya
no existan países del Tercer Mundo sino países en vías de desarrollo, y a los
trabajadores no nos queda más opción que ir a empresas firmando contratos en
que, en lo sustancial, se asegura que no es un trabajo de esclavos, sino una
jornada laboral full time y de
remuneración sujeta a expectativas empresariales.
Pero además de
servir para manipular, el lenguaje es degradado por la negligencia y la
estupidez. Que en el Perú varios de los empresarios y los políticos, de los
publicistas y los notarios enturbien las aguas y oculten las reglas de juego
claras para dejar libre el camino para puñaladas y tiroteos es asqueroso, pero
sabemos que suelen obrar así y gran parte de su desprestigio se debe a que se
les reconoce como mentirosos profesionales. Sin embargo, en mundos que parecían
coronados por la inteligencia y honestidad reina soberano también el peor de
los lenguajes. Orwell describió cómo los intelectuales muchísimas veces daban
un barniz de solidez al mero viento y podían defender sin espanto medidas totalitarias
pero escondidos en palabrería. Los intelectuales jamás dicen: «Creo en
el asesinato de los opositores». Usan más bien sinuosas oraciones vaciadas de
contenido como ésta: «Aunque aceptamos que el régimen soviético exhibe ciertos
rasgos que un humanista se inclinaría a deplorar, creo que debemos acordar que
cierto recorte de los derechos de la oposición política es una consecuencia
inevitable de los períodos de transición y que los rigores que el pueblo ruso
ha tenido que soportar han sido ampliamente justificados en el ámbito de las
resultados concretos conseguidos».
En todos los
casos el
gran enemigo del lenguaje claro es la falta de sinceridad. Cuando hay un muro
entre los objetivos reales y los declarados, se emplea un lenguaje que eviscera
la vida y las acciones suceden como por arte de magia sin que las realice
nadie. Nunca mejor dicho, muchos de los contratos que firmamos y de los textos
que escriben los burócratas están redactados a propósito para sedar nuestro
cerebro. El mismo resultado obtienen las revistas académicas, veo yo, una
maquinaria kafkiana que recibe y publica auténticos adefesios, textos alejados
de las situaciones concretas y que se disuelven en el monótono mundo de lo
abstracto porque es más fácil usar el repertorio de frases hechas, decir
inocentadas y no pisar el callo de nadie en lugar de arrojar una verdad precisa
y amarga.
Orwell también
comenzó a ver que la degradación del lenguaje era contagiosa y caía sobre el
resto de la sociedad. Personas de otros oficios que no tienen la intención de
ocultar nada, en lugar de hablar claro y concreto, hablan sin ninguna precisión
y sus pensamientos son tontos. Yo pude corroborar ese diagnóstico cuando mi
hijo a sus dos años iba a dejar el pañal y usar el retrete y una amable psicóloga
del nido nos atendió a los padres primerizos preguntándonos si estábamos listos
para lo que se venía. ¿Y qué se venía?, pregunté con cierta cautela de no
parecer un imbécil, y la experta me explicó, con voz bajita y encogiéndose como
para que los muros no escucharan, que mi hijo en el retrete pasaría de-lo-líquido-a-lo-sólido.
Una lección de
Orwel es que, por fortuna, las ideas idiotas se trasparentan en un lenguaje
idiota mientras que los fraudes y las mentiras se ocultan en palabras nubladas
y en tinieblas. Cuando comenzó a ser reconocido por sus novelas Animal Farm y 1984, y el adjetivo «orwelliano» aludía a los gobiernos
autoritarios que pretenden ser utópicos, una vez a Orwell le preguntaron ¿en
qué gobierno opresivo y totalitario se había inspirado para construir esos mundos
macabros e infernales que son sus novelas? y respondió: «Sí, me inspiré en la BBC
de Londres».
Muy interesante.
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