La corrupción en el lenguaje


Una pieza maciza escrita por George Orwell es «La política y el lenguaje inglés» en que denunciaba, en 1947, la enfermedad y deterioro del lenguaje de los políticos, la gente de poder y los burócratas. En ese breve texto, consumación de trasparencia y claridad, Orwell dijo que los políticos usan un lenguaje que logra que las mentiras parezcan verdades y el asesinato respetable, y así defender lo indefendible. Los liberales de Inglaterra que dominaban a la India, los comunistas rusos que hacían purgas y deportaban gente y los Estados Unidos que lanzaban bombas atómicas en Japón hacían todo eso, en nombre de valores incompatibles con los fines que profesaban sus líderes, gracias a un repugnante lenguaje plagado de vaguedades.

La gente que manipula puede ser detectada preguntándole ¿qué estás diciendo? y ¿cómo lo sabes? Por lo común ante esas preguntas los mentirosos terminan por recitar trivialidades y poco a poco se enredan de manera absurda. Pero si el mentiroso tiene pericia y su profesión lo ha entrenado en la impostura y el disimulo, si uno se topa con un mitómano adiestrado en ocultar y encubrir lo que piensa y siente, escuchará un lenguaje aburrido y muerto. Nunca dirá “Yo rompí el jarrón”, sino que se volverá estructuralista: “El jarrón se rompió”. Los manipuladores con sus accesos de megalomanía pueden decir «Durante el gobierno no hubo extirpaciones forzadas, sino extirpaciones no voluntarias» o como este hermoso consejo empresarial «No lo llamemos despido, sino una recolocación temporal de trabajo». El arte de transformar el agua en vino ha logrado que ya no existan países del Tercer Mundo sino países en vías de desarrollo, y a los trabajadores no nos queda más opción que ir a empresas firmando contratos en que, en lo sustancial, se asegura que no es un trabajo de esclavos, sino una jornada laboral full time y de remuneración sujeta a expectativas empresariales.

Pero además de servir para manipular, el lenguaje es degradado por la negligencia y la estupidez. Que en el Perú varios de los empresarios y los políticos, de los publicistas y los notarios enturbien las aguas y oculten las reglas de juego claras para dejar libre el camino para puñaladas y tiroteos es asqueroso, pero sabemos que suelen obrar así y gran parte de su desprestigio se debe a que se les reconoce como mentirosos profesionales. Sin embargo, en mundos que parecían coronados por la inteligencia y honestidad reina soberano también el peor de los lenguajes. Orwell describió cómo los intelectuales muchísimas veces daban un barniz de solidez al mero viento y podían defender sin espanto medidas totalitarias pero escondidos en palabrería. Los intelectuales jamás dicen: «Creo en el asesinato de los opositores». Usan más bien sinuosas oraciones vaciadas de contenido como ésta: «Aunque aceptamos que el régimen soviético exhibe ciertos rasgos que un humanista se inclinaría a deplorar, creo que debemos acordar que cierto recorte de los derechos de la oposición política es una consecuencia inevitable de los períodos de transición y que los rigores que el pueblo ruso ha tenido que soportar han sido ampliamente justificados en el ámbito de las resultados concretos conseguidos».

En todos los casos el gran enemigo del lenguaje claro es la falta de sinceridad. Cuando hay un muro entre los objetivos reales y los declarados, se emplea un lenguaje que eviscera la vida y las acciones suceden como por arte de magia sin que las realice nadie. Nunca mejor dicho, muchos de los contratos que firmamos y de los textos que escriben los burócratas están redactados a propósito para sedar nuestro cerebro. El mismo resultado obtienen las revistas académicas, veo yo, una maquinaria kafkiana que recibe y publica auténticos adefesios, textos alejados de las situaciones concretas y que se disuelven en el monótono mundo de lo abstracto porque es más fácil usar el repertorio de frases hechas, decir inocentadas y no pisar el callo de nadie en lugar de arrojar una verdad precisa y amarga.

Orwell también comenzó a ver que la degradación del lenguaje era contagiosa y caía sobre el resto de la sociedad. Personas de otros oficios que no tienen la intención de ocultar nada, en lugar de hablar claro y concreto, hablan sin ninguna precisión y sus pensamientos son tontos. Yo pude corroborar ese diagnóstico cuando mi hijo a sus dos años iba a dejar el pañal y usar el retrete y una amable psicóloga del nido nos atendió a los padres primerizos preguntándonos si estábamos listos para lo que se venía. ¿Y qué se venía?, pregunté con cierta cautela de no parecer un imbécil, y la experta me explicó, con voz bajita y encogiéndose como para que los muros no escucharan, que mi hijo en el retrete pasaría de-lo-líquido-a-lo-sólido.

Una lección de Orwel es que, por fortuna, las ideas idiotas se trasparentan en un lenguaje idiota mientras que los fraudes y las mentiras se ocultan en palabras nubladas y en tinieblas. Cuando comenzó a ser reconocido por sus novelas Animal Farm y 1984, y el adjetivo «orwelliano» aludía a los gobiernos autoritarios que pretenden ser utópicos, una vez a Orwell le preguntaron ¿en qué gobierno opresivo y totalitario se había inspirado para construir esos mundos macabros e infernales que son sus novelas? y respondió: «Sí, me inspiré en la BBC de Londres».


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