Contra el placer de aprender
El día
miércoles postulé como profesor de literatura a un colegio que trabaja con el
estilo de las academias preuniversitarias. Necesito el dinero y me daba
curiosidad saber cómo son esas escuelas. Cuando puse el pie en ese colegio
sentí una ráfaga de claustrofobia, una construcción apretada de cinco pisos, un
patio en el centro con lemas de fervor competitivo e imágenes de sus
triunfadores, destacados alumnos que han ingresado en primeros puestos a
universidades, y en los contornos se levantan las aulas, más imágenes de
medallas y los pasadizos como boca de lobo conducen a las oficinas. Subía las
escaleras y en los murales ciertas consignas confundían la disciplina marcial
con la honestidad, la rigidez con los valores de ser ciudadano, y husmeé además
en las aulas y las apretujadas carpetas apuntaban a la pizarra. En el
colegio-academia la autoridad siempre tiene la razón, la autoridad declama
conocimiento, la autoridad derrocha sapiencia.
En el
cuarto piso, en el área de secretaría, me entregaron una hoja con veinte
preguntas de opción múltiple en que indagaban sobre figuras retóricas (qué es
la anáfora, qué es la sinécdoque), algunos extractos y mutilaciones de Chocano,
Neruda y Vallejo, preguntas en torno de las etapas de la historia de la
literatura, en fin, pensé, todo ese ripio y ruido que aleja a los escolares del
placer de leer novelas y poemas, y de escribir relatos y apuntes personales. Salí
de dar el examen de conocimientos (así lo llaman) y me enviaron al examen
psicológico. Era una oficina oscura con torres de cajas vacías y resmas en las
esquinas, bancos y sillas de cabeza. De la penumbra apareció una mujer policía,
o esa fue mi impresión, porque la psicóloga era hierática, de esa solemnidad con
la que los comisarios despachan y por un momento creí que debía dejar mi huella
digital y demostrar que estoy libre de antecedentes penales. Pero no, la
psicóloga, vistiendo un uniforme, me pidió que dibujara un rosal y después me
hizo preguntas extrañas, tales como quién era yo en ese dibujo, qué podía
destruir al rosal, cuántas espinas poseía cada tallo, y, en medio de esa lluvia
de preguntas, una pausa. Siempre de pie, me advirtió que vendrían preguntas
personales ante las cuales yo tenía la libertad de abstenerme de responder. Contesté
todas, más por curiosidad que por otra cosa y me preguntó sobre mi relación de
pareja, de qué índole era (así, “índole”), qué haría si un padre de familia cuestionaba
mis calificaciones, y de pronto saltó la liebre: ¿qué haría usted, profesor, si
un alumno le dice que él es homosexual? Por supuesto que lo apoyaría, le dije,
y le informé que ser homosexual nunca debió ser considerado una enfermedad. La
profesional a continuación me mostró una imagen truculenta de una mujer joven, de
generosos senos descubiertos, pero rígida en una cama, como muerta, y un hombre
tapándose la cara y huyendo de la escena. «¿Qué ve usted?», me
dijo la profesional y mis ojos saltaban de la imagen a la psicóloga, de la
psicóloga a la imagen.
En la
sala de espera habíamos varios profesores, nos darían el resultado en breve. Mientras
veía más imágenes de los triunfadores, pensé qué llevaría a los padres a
inscribir a sus hijos en una escuela como ésta. La propaganda del éxito, del
ingreso, claro. Pero algo no anda bien cuando a los estudiantes se les machacan
órdenes para ser olímpicos, embutiéndoles información que olvidarán al mes. Es
una gran ayuda apoyar a los niños de excepcional talento para las matemáticas,
sin embargo otra cuestión es presentarlos como el único ejemplo a seguir, como
si quienes no poseen la habilidad de un pensamiento convergente fuesen a morir
en el camino.
No
aprobé el examen de conocimientos, me informó en voz bajita una secretaria. Puedo
decir con orgullo que no sé qué diablos es una anáfora y qué una sinécdoque,
pero en mi cabeza sigue resonando esa pregunta sobre los estudiantes y la
homosexualidad. Pobres alumnos, pobres muchachos y muchachas que deben sofocar
su sexualidad con el silencio, las máscaras, el dolor inútil. La escuela es
mucho más que el trampolín a la universidad y cuando alguien estudia para rellenar
respuestas prefabricadas es seguro que está creciendo con una visión irreal del mundo, como si las cuestiones del mundo humano y práctico, las amistades y los
intereses cupieran en respuestas de verdadero o falso. Entre las claves de la
mejor educación del mundo –la de los países escandinavos-, está el respetar el
ritmo y aprendizaje de cada niño y se han eliminado para siempre las pruebas
estandarizadas y se evitan las rivalidades porque es mejor que los estudiantes
se motiven por el genuino placer de aprender y sean curiosos y atentos a las situaciones
y a los problemas a los que les dedican casi sin darse cuenta esfuerzo y perseverancia.
Claro, los padres tienen que involucrarse y saber que para niños y jóvenes los
smartphones son heroína digital, y el colegio tiene que dejar de ser el
aposento del aburrimiento crónico, que mata las ocurrencias y el carácter
individual, único, de cada niño y adolescente.
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