La nubecilla gris
«Las religiones son como las luciérnagas: necesitan la
oscuridad para alumbrar»[1], dijo Arthur
Schopenhauer (1788-1860) y fue una fuerza pocas veces vista en filosofía.
Altivo y lúcido, su poderosa personalidad y su pluma temperamental, honrada,
directa es una amarga medicina.
A los
dieciséis años, su madre le dijo que era un morboso por cavilar sobre miserias.
Fue escritora y daba en el clavo cuando en una carta le recomendó no emitir
juicios generales y dejar esa sabiondez: «Si fueras menos de lo que eres,
provocarías risa»[2].
En 1813 Schopenhauer le entregó con cierto recelo La cuádruple raíz del principio de la razón suficiente y ella tan
sólo leer el título dijo: «¿Es un
libro para boticarios?».
A sus 25
años dejó la casa de su madre y al caminar por las calles de Frankfurt parecía sobrevolarle una
nubecilla gris, permaneció soltero toda su vida, sin hijos, y de su padre
aprendió a anotar todos los días en una agenda sus ingresos y gastos. Solía
almorzar en el restaurante Englischer Hof; muy cortés ingresaba, guardaba el
sombrero y una vez sentado colocaba en la mesa una brillante moneda de oro,
imán de los ojos de los camareros. Degustaba sopa, platillo fuerte y postre
-siempre con un lujo de etiqueta-; se ponía de pie y antes de decir adiós
guardaba la moneda en su bolsillo.
En 1819
publicó El mundo como voluntad y
representación: «La vida como un péndulo, oscila
entre el dolor y el hastío»[3]
y cuestionó el
optimismo de Adam Smith: «Cómo se comporta el hombre
con el hombre lo muestra, por ejemplo, la esclavitud de los negros mantenida
con el fin de proporcionarnos azúcar y café. Pero no hace falta ir tan lejos:
entrar a los cinco años en un telar o en otra fábrica, y permanecer allí
primero diez, luego doce y luego catorce horas diarias, ejecutando siempre el
mimo trabajo mecánico, significa pagar muy caro el placer de respirar. Este es
el destino de millones de hombres»[4].
Y entre los privilegiados, dijo, las horas más dichosas son las del sueño.
Su filosofía
es clara y simple. La cuesta arriba hacia el conocimiento se hace percibiendo
las cosas individuales por uno mismo, sin deducciones, sin resbalar en cáscaras
metafísicas. Basta contemplar un cadáver para entender el asunto. Una vez
informado se puede ver la flagrante mentira de que el miserable mundo en que
vivimos haya sido creado por un dios sabio y bueno[5].
En 1820
decidió impartir clases por la tarde en la universidad de Berlin a la misma
hora que Hegel. Áulico del monarca, Hegel decía que el Estado era la voluntad
divina, contaba con 200 asistentes, mientras a Schopenhauer que anunciaba que
el mundo tiene por sustrato lo irracional, la corrupción y la muerte, lo
escuchaban cinco estudiantes, entre ellos un comandante retirado y un dentista.
Viaja a
Italia en 1822 entregado a la vida de placeres, fumando elegantes puros, seduciendo
a actrices, tocando en una flauta de marfil algo de Rossini y Mozart, y ríe al
leer a los idealistas alemanes: «Fichte ha dicho cosas que me han infundido el
deseo de ponerle una pistola sobre el pecho y decirle: vas a morir sin
compasión; pero dime antes por amor de tu pobre alma si con este galimatías has
pensado algo claro o simplemente querías tomarnos el pelo»[6].
Su libro
más delicioso por la pluma mordaz y temas perversillos, Parerga y Paralipómena (1851), que en
griego significa fragmentos y añadidos, regala estrategias para pelear,
alumbrado con la idea de entrar en controversia sólo con inteligentes. Una vez
ubicado el rival, ampliar hasta el ridículo la afirmación del adversario y
restringir las nuestras. Tratar al contendiente con insolencia y despertar su
cólera para que no sea capaz de pensar y reducir sus afirmaciones a una
categoría detestada por él, tal como idealismo, espiritualismo o misticismo. No
importa qué significan, suenan mal, y la vanidad del adversario estallará en
mil pedazos. De Hegel descubrió que los
hipócritas respetan las flores muertas de la retórica, pero los lectores
honestos corroboran las tesis razonables y ríen de las ideas chifladas. Reír
con ellos. Y si el adversario no da una respuesta directa a una pregunta o no
toma posición, es un signo de que hemos puesto el dedo en un punto
putrefacto.
Con Parerga al fin Schopenhauer alcanzó
fama. Escribió allí contra la escuela y la universidad. En la educación
artificial los conceptos no surgen de los sentidos y se forman cerebros
desviados, cabezas llenas de patrañas, de pensamientos ajenos. «La religión católica es una institución para mendigar el
cielo»[7]. El conocimiento, dijo, nace de experiencias propias y hay que
evitar que los niños empleen palabras alejadas de sus percepciones.
Pero su crítica más despiadada y vigente es a las universidades.
Las
cátedras universitarias, dijo, son establos en que el profesor se aprovecha de
los crédulos estudiantes y antes había detectado la fanfarronería del idealismo
alemán: «Una página de Hume es más instructiva que todas las obras juntas de
Hegel, Herbart y Schleiermacher»[8].
Para él un filósofo es una farsa cuando su estipendio
viene de la mano del gobierno o de la iglesia, los dos obstáculos para
hacer filosofía en la universidad. Se puede, claro, repetir las bufonadas de
Hegel para congraciarse con los poderosos; se puede, claro, lanzar la tesis de
que «El ser es la nada» y ronronear a la monarquía; se puede, claro, hacer
compatibles a la fe y a la ciencia. Pero eso, dijo, es prostitución.
Schopenhauer tenía por lema un verso del Fausto: «Cada mañana doy gracias a Dios por no tener que
preocuparme del Imperio Romano».
A sus
cincuenta años compró una casa donde se levantaba a las siete, se bañaba en
agua fría y, desayunando un café cargadísimo, escribía hasta el mediodía. En el
despacho lo acompañaban, además de libros de Hume, un busto de Kant, retratos
de Goethe y Shakespeare y una estatuilla de Buda. Al lado del sofá acurrucado
en una piel de oso, dormía su perrito Butz. Le dedicó páginas de halagos aunque hubo
veces que se molestó con su mascota increpándole con el peor de sus insultos: «¡Humano!».
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