Un día de Sócrates




Leyendo Guía para no entender a Sócrates de Gregorio Luri Medrano, docente universitario y maestro de escuela, que recopila con erudición anécdotas y chismes sobre Sócrates, fabulaciones nacidas de monjes medievales, teología musulmana del siglo X y otras delicias, uno concluye el libro y puede recrear, fantasear, un día de Sócrates.

En el desayuno intercambiaba monosílabos con Jantipa, su mujer, quien, mientras bebía agua y daba picotazos al pan, no comprendía a ese hombre de modesto atuendo buscado con insistencia por estudiantes. Ese día Sócrates desayunaba no con la cabeza en las nubes sino pensando en aquella escuela de mujeres levantada por Aspasia, una prostituta untada por las miradas lúbricas de los hombres. Jantipa se levantó de la mesa, comenzaba a moler en un mortero semillas de trigo y cebada, recriminando a su esposo ser un maestro de la miseria y él levantaba los hombros pensando ser más bien un maestro del ocio.

Ni bien escapaba del umbral de su casa, Sócrates ya era rodeado por estudiantes. Aquel día lo llevaron, medio en serio, medio en broma, al mercado y el «docto ignorante», los ojazos abiertos como platos, comentó que no sabía que existían tantas cosas innecesarias. Siguiendo el camino apuró el paso rumbo a Gorgias, un frívolo sofista y gran retórico que decía que el mal se ejercía por ignorancia o con conocimiento; Sócrates contra-argumentaba, pero a Gorgias le bastaba retrucar ahogando un eructo en el puño. Al mediodía el tábano de Atenas proseguía interrogando a otros atenienses, enloqueciendo a los fanáticos que irritadísimos culminaban los diálogos a patadas y puñetazos. Aún con la orla azul del sol encima, un fisionomista se acercó y vio en la cara de Sócrates un saco de vicios y le dijo que poseía los ojos de un pederasta; los discípulos, atropellados, quisieron defenderlo del insulto, pero Sócrates los detuvo: «¡Un momento! El hombre no miente. Yo soy por naturaleza como dice, pero me domino». Los estudiantes andaban inquietos porque el magnífico comediógrafo Aristófanes escribió que, en lugar de ayudar a parir ideas, Sócrates era un abortero de ideas y lo había presentado como un charlatán inmerso en discusiones sobre si los mosquitos zumbaban por la trompa o el trasero.

Al atardecer era visto paseando solitario, renuente a volver a casa, hasta que las esculturales prostitutas Teodota y Calixta lo atenazaban para tomarle el pelo por esa inclinación suya de conversar con jóvenes y efebos. «¿Eres consciente de que somos más poderosas que tú? Tú no podrías hechizar a ninguno de nuestros amantes, pero nosotras sí podemos hechizar a tus discípulos». Detenido, el dedo en el mentón, Sócrates, concedió: «Es muy posible, es muy posible. Ustedes conducen a los hombres por un camino de pendiente muy dulce, mientras yo en cambio los fuerzo a seguir un rudo sendero, escarpado y agreste hacia la virtud». Proseguía su camino y un trecho más lejano, entre higueras y florecillas silvestres, lo emboscaba Aspasia, la más hermosa y solicitada meretriz de Atenas. No hay historiador que detalle la relación de Sócrates y las prostitutas, pero Sócrates conversaría sin prejuicios con ellas, deleitándose secretamente por el tintineo de ajorcas y pulseras. Aspasia habría respondido las preguntas del filósofo mientras acariciaba y limpiaba sus propias piernas y pies chorreando agua desde una jofaina; una tira del vestido se deslizaría y se descubriría desnudo uno de sus hombros, y, con sus ojos chispeantes y burlones, dejaría a Sócrates chirriando los dientes: «Nosotras, las putas, no somos peores que los sofistas a la hora de educar a los jóvenes».   

En casa, de noche, Sócrates encendió la chimenea para mitigar el frío mientras su mujer (cuyo nombre significaba «caballo rubio») servía la mesa con uvas, higos y agua fresca. Era más joven que él, pero de insólitas recriminaciones y su agrio carácter crecía mientras Sócrates ya se limpiaba la boca al terminar la cena. Después él atizaba el fuego de la casa y frotaba sus manos en la chimenea, sus ojos refulgían y recordó que le habían preguntado por qué eligió casarse y en voz bajita dijo: para ejercitar mi capacidad de sufrimiento. Ya con sueño, antes de ir a la cama, vertió agua sobre las brasas y rescoldos del fuego, y lo sucedido en el lecho nupcial siguió siendo un misterio. Al día siguiente sus estudiantes le preguntaron: «Maestro, y al final, ¿vale la pena casarse?» Sócrates acariciándose las barbas: «Se casen o no, lo lamentarán». 















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