Ribeyro fumó aquí
Codicio
ver la hacienda donde trascurre «Silvio en El Rosedal», el cuento de Julio
Ramón Ribeyro, así que a las cinco de la mañana despierto hacia el valle de
Tarma y escapo del enjambre de navajas que son esos cláxones, esas combis, esas
mototaxis de la avenida Prialé. Cuesta arriba, en la carretera central, va
aclarando y la primera señal de la sierra es sentir en los antebrazos las
lenguas del sol. Atrás el cielo encapotado de Lima, un tren traquetea y en eso en
todo su esplendor la cordillera de los Andes. Mientras recuerdo que Tarma es
conocida por sus hermosas y coloridas alfombras de flores, llego al punto más
alto de la Carretera Central, 4818 metros de altura en el abra de Anticona, Ticlio,
y bebo agua en medio de ese paisaje lunar.
De
bajada, en las afuera del valle de Tarma, está San Pedro de Cajas, un
pueblecito de nubes panzudas llamado también la capital de la artesanía por sus
finos telares, y en el cuento Ribeyro dice que los ponchos en Tarma son tejidos
con tal maestría que pueden pasar por un aro matrimonial. Camino hacia la
hacienda, se ven los alfalfares, desfiles de carneritos y al fin doy con un
enorme portón de rejas celestes. El fundo La Florencia tiene una casona
colonial de dos pisos que abraza al gran patio, rematada por un tejado de dos
aguas, y en el comedor el piso de madera rechina y, entre cucharadas del caldo
de pollo, pregunto por El Rosedal y recibo evasivas. Bebo sorbos de mate de
coca y una duda artera cruza mi cabeza: ¿y si es puro cuento?
Consulto
con el propietario José Luis Da Fieno Gandolfo que a sus 73 años le destella la
mirada al hablar de Silvio Lombardi, el protagonista del cuento. Don José Luis
es un conversador nato y envuelve a su interlocutor con su voz y en un árbol
genealógico donde asoman genoveses. «Muchos italianos migraron al valle de
Tarma a lo mejor porque extrañaban el Tirole, porque los paisajes les
recordaban a los Alpes o porque por su clima Tarma es un lugar de ensueño: de
noche no hay zancudos y de día no hay mosquitos».
En sus
agradables salitas, la Casa-Hacienda tiene esparcidos cuentos de Ribeyro,
traducidos incluso al alemán y al portugués. Jorge Coaguila, probablemente el
estudioso más acucioso de Ribeyro, también se alojó aquí y sospecho que él ha
sembrado esos cuentos en esta añosa casona, contribuyendo, sin proponérselo, a
esta atmósfera propicia para aquel que, peregrinado hacia la literatura, sea capaz de oír en los trinos de las aves el violín de Silvio.
Me
entero de que el tío del hacendado, en el relato, fue el glotón que murió atragantado
por la pepa de un durazno. Don José Luis desmiente que su ancestro haya muerto
así. «Ocurrencias del cuentista», dice. Ribeyro visitaba Tarma, es seguro, y
don José Luis añade, con expresión indescifrable, que antes existía la torrecilla que miraba a El Rosedal.
Lástima que hoy no exista ni la torrecilla ni el rosedal. Don José Luis es un
hábil cuentista persa, pero mis últimas preguntas lo han impacientado y zanja
la conversación reconviniéndome sereno: lo creas o no, Ribeyro fumó aquí.
De noche
él y su mujer -una estricta bávara-, en una salita con velas y estufa a leña,
nos prepararon una velada literaria. Cada huésped leía una página y la bávara,
amable y reconcentrada, alfabetizando, pedagógica, iba resumiendo los episodios
del cuento. Se esfuerza en repetir que sólo señala las circunstancias que
coinciden con la hacienda, coincidencias con la organización de la finca, con
la ubicación de los pastizales, y esas aclaraciones van acompañadas de
aterciopelados violines de Bach y Beethoven que brotan de un parlante y que en
el cuento tocó Silvio. De pronto, la bávara extrae de un legañoso baúl, un violín
que simula ser un Stradivarius y que se supone es el del cuento.
Salgo,
voy al gran patio, medio desilusionado, pero en eso en el fundo silban las
estrellas fugaces, la noche es un poncho negro –es Luna Nueva- y el cielo es
una gran bóveda tachonada de lucecitas que destellan, chisporrotean. Con ese
cielo nocturno, una ráfaga de aire me da en la cara. Más allá de las
evocaciones y de las presuntas pistas, basta saber que Ribeyro estuvo en Tarma
y, aunque una noche como esta no es descrita en el cuento, es probable que esta
casona lo inspirara.
En el fundo,
al día siguiente, muy temprano, se ordeñan vacas, se alimentan a los animales
de la granja y el desayuno es reparador: leche y mantequilla de los establos, acompañado
de un delicioso pan de Acobamba y frutas de Chanchamayo y el fragante café de
Oxapampa.
El Peruano
Comentarios
Publicar un comentario