MAD: el intelectual que desmontó tabúes

Útero




En 1987 se presentó un programa inaudito en televisión abierta, una mesa redonda sobre pornografía y a la cabeza, Marco Aurelio Denegri. ¿Pornografía? Era una palabra maldita en esa época, uno debía de ser un sucio, un asqueroso rebajado a lo más inmundo al hojearla, manosearla y, peor, defenderla. A los doce años yo había visto muchísimas revistas porno, siempre con una mezcla de fascinación y de profundo asco, y a mi hermano lo pescaron en el colegio intercambiándolas con compañeritos. Hubo un drama en el colegio; no pude defenderlo porque yo también creía que esas revistas eran puercas, que degradaban al ser humano, y, por lo tanto, él y yo nos pudriríamos en el infierno. Mi papá nos recogió de la escuela y, en su Volkswagen Escarabajo amarillo, yo le conté, enojadísimo, que nos atraparon con las porno. No aparcó el auto; siguió asido del timón, en velocidad crucero por la avenida Alejandro Tirado, mirando a lontananza, pestañando alelado, pasándose todas las luces rojas. Qué iba a reclamarnos si las pornos eran suyas, salían de un baúl en que las escondía.  





Fue una suerte dar una noche de esa semana convulsa con canal 11, ver a los más cavernarios y los más audaces líderes de opinión hablar sobre la pornografía. Entre los panelistas estaban el obispo de El Callao Ricardo Durand y el médico que trabajó para la Conferencia Episcopal Peruana Luis Giusti de la Rosa, y, en el ala de vanguardia, Ana María Portugal, feminista, y la dupla que mezclaba arte y ciencia, Armando Robles Godoy y Denegri.    


Los conservadores abrieron la ronda, anatematizaron a la prostitución, imprecaron contra la pornografía que corroía a las familias, y Denegri, con un maletín negro en el regazo, hacía morisquetas comiquísimas somatizando su estupefacción. Pero realmente lo hizo explotar el doctor Luis Giusti –en cuya casa se fundó el Partido Popular Cristiano (PPC)- cuando reivindicó los testimonios de gente alrededor del canal, quienes afirmaban, rotundos, que la pornografía, pese a no haberla visto jamás en su vida, sí era dañina. Luis Giusti esgrimió: «Sin tener mayor conocimiento técnico o científico del sexo, todos los encuestados se dan cuenta de que la pornografía es dañina. Por lo tanto no se necesita ser ningún especialista, ningún científico, ningún sexólogo para saber que la pornografía hace daño». Aplausos del respetable y la naturaleza vitriólica de Denegri embistió.

«Yo propongo que no sigamos este programa después de lo que acaba de decir el señor Giusti.  Porque si para enterarse de que la pornografía hace daño, no se necesita de ninguna preparación, de ninguna investigación, entonces ¿para qué estamos acá?». Mientras dice estas palabras despliega el cierre del maletín. «He traído el Libro Rojo de Mao, me declaro maoísta en un punto muy concreto y es en el siguiente. Este libro es la edición de Pekín del año 72, página 244. ¿Qué dice Mao?: “Quien no ha investigado, no tiene derecho a hablar. Aunque esta afirmación mía ha sido ridiculizada como empirismo estrecho hasta la fecha no me arrepiento. Al contrario, sigo insistiendo en que sin haber investigado nadie puede pretender el derecho a hablar”. Esto dice el señor Mao Tse Tung. Ahora les voy a decir una cosa muy curiosa para beneplácito de monseñor Durand que está aquí presente. [¡Plum!] Esta es la Biblia, una edición muy buena (traducción de José Bóver y Francisco Cantera). Si uno lee acá el Eclesiástico, el capítulo 18, versículo 19, ¿qué dice?: “Antes de hablar, infórmate”. La Biblia».




A los doce años lo que comprendí del debate fue limitadísimo, pero suficiente para darme cuenta de que sobre la geografía del sexo había desconocimiento y autoengaño, y que yo debía exorcizar de mi cabeza a esas voces que querían ser ángeles y debía declararle la guerra al lado materno de mi familia, inconsecuente y devota de la integridad del himen.. Busqué de nuevo el baúl del pecado, pero esta vez encontré libros con figuritas sobre la procreación y, además, Fáscinum. Ensayos sexológicos de Denegri. Mi viejo -como despertando recién de las luces rojas que había infringido hace días- los había dejado ahí. Leí el ensayo sobre Onán a escondidas, encerrado en mi habitación, como si de una porno caliente se tratara. ¡Qué inmensa sensación de libertad y fuerza, de trasgresión y júbilo! Al cerrar el libro, fui al baño y, como aullándole a la Luna, efectué un generoso y profuso sacrificio a Moloc.


La valiosísima información recopilada por Denegri, por supuesto, no era suficiente para combatir mi educación signada por el pecado y admoniciones, pero fue un inicio. Mi padre y mi madre también fueron víctimas de esa educación en que uno se avergüenza de sus instintos. Como yo, muchos otros adolescentes comenzábamos a entender que el problema no era el sexo ni la pornografía, sino la miseria e hipocresía sexual a la que nos condenaba la educación cristiana y los enemigos del placer y de la sofisticación. No importaba que mi colegio fuera laico, la sociedad peruana de izquierda y de derecha cargaba con gozo un fardo de mentiras sobre el sexo y desconocía el erotismo, abriendo casi únicamente dos caminos: la abstinencia de los serafines o la doble vida de los diablos.  

Denegri fue ese intelectual que desmontó los tabúes sin concesiones. No lo hizo por medio de novelas o poemas, no lo hizo describiendo con suspicacias las tretas y cuartadas de la pasión; optó por los ensayos, los artículos y la prosa directa, didáctica, incluso higiénica. Pero hay un libro de él que muestra una arista distinta: El arte erótico de Mihály Zichy, una preciosa colección de dibujos sensuales del pintor húngaro, considerado uno de los mejores artistas eróticos del siglo XIX. Denegri tuvo la intención de arrancar lo obsceno del sexo y mostrar, por los trazos del artista, la gracia y lo risueño, lo diabólico y lo transgresor del erotismo; y publicó el libro en una suerte de cofrecillo, que hay que desenlazar, desenvolver, oler y disfrutar de las imágenes y de la adorable textura de sus páginas.    



Fue también el héroe entre los universitarios cuando, en la época en que condujo en Cable Mágico Cultural, era inmisericorde con los ignorantes; afilaba su elitismo importándole un bledo lo que creyera la masa; él era un cerebrotónico que detestaba el carnaval de la estupidez, del ruido y del embrutecimiento. Lejos de sentir vergüenza por ser más culto que el resto, en lugar de sentir compasión por los iletrados, poseía un nietzscheano vigor con el que despreciaba a los políticos. Despellejó también en público a varios poetas y novelistas intocables por gazapos gramaticales, imprecisiones de léxico y metáforas terribles; para él una paloma no podía arrodillarse porque las aves sencillamente no tienen rodillas; y lo sabía porque por muchos años fue criador de gallos de peleas y publicó un ensayo sobre ellos que compartí con mi papá. 

Casi nunca habló de sí mismo en forma directa, citaba, y mucho, y de memoria, las ideas mordaces. Tal vez usaba las citas como el actor que se sirve de las máscaras para decir lo que siente. Le gustaba recordar a Alberto Hidalgo: «Yo soy un iconoclasta. Los ídolos me revientan. Me gustaría, mientras los demás se prosternan, poder romper a pedradas la cabeza de Dios. Para mí nada hay respetable: ni la religión, ni la patria, ni la madre de uno. Si tengo alguna consideración por mí mismo es precisamente por esto: porque soy uno de los hombres que han sido más insultados y negados. El día que yo sea un hombre de respeto, me destapo la cabeza de un balazo».





El viernes 27 de julio murió a sus ochenta años. Por tres meses lo atormentaron problemas gastrointestinales y renales que lo retuvieron en una clínica y después en el hospital Rebagliati, hasta que una fibrosis pulmonar lo despidió. No sé si habrá sido por el budismo zen o por su rechazo al hiperconsumo o simplemente porque el intelectual independiente en el Perú está condenado a la miseria, pero no poseyó seguro médico. Fue traductor, aunque no tuvo ningún empleo fijo y nunca se mudó de la casa de sus padres. Se supo un erudito, una rara avis que, dándole la espalda a la era digital, a las redes sociales, leía en su acariciada biblioteca que, mientras se ramificaba por las habitaciones y la azotea de su casa, nutría su saber enciclopédico. 




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