Elogio del verdugo
Si buscáramos un protofascista
en la historia, un conservador que no ocultó ni sus intenciones ni sus odios, ése
sería Joseph de Maistre (1753-1821), paladín de un dogmatismo implacable que
buscó instaurar en el mundo la trinidad formada por el papa, el rey y el
verdugo.
Para los fascistas de todo pelaje, resulta un emblema, una fuente de la cual se
bebe poesía macabra y realismo político, pues se enfrentó, con consideraciones
no despistadas, a los enciclopedistas franceses y a los intelectuales
liberales. Mientras los Ilustrados, con su optimismo boyante, argumentaban con
el dedo en alto cómo debería ser la sociedad, Maistre se limitaba a repasar los
despiadados hechos que describía la historia y la zoología. En sus escritos
enumeró, así, el ruido aterrador, las confusiones del populacho, las matanzas entre
pueblos, los gritos de los heridos, los lamentos de los moribundos que desmentían
el proyecto feliz de los intelectuales del llamado Siglo de las Luces, a cuya
Revolución calificó de satánica. Somos
libres pero encima de nosotros vuela la mano de Dios, del Eterno Geómetra que
sabe cuándo cerrar puño y caer sobre sus criaturas. Lo indigno, sigue Maistre, es que el
hombre «en lugar de besar la mano que le oprime, la niega y la insulta».
Según veía este
pretoriano del Vaticano, en el ser humano, como en cualquier otro animal, se da
la supremacía del instinto sobre la razón, y por ello más poder tienen las
supersticiones y los prejuicios que el análisis y la inteligencia; irradiar
misterio y oscuridad sobre el pueblo era más poderoso que la reflexión y la
duda, afirmando que la lucha y la guerra son esenciales a la vida, todo lo
contrario de lo que aseguraban los intelectuales a favor de la paz, la armonía
social y la hermandad espontánea entre los hombres. En las sociedades prima el
conflicto porque en ellas los individuos tienen diversos intereses y la
naturaleza nos ha provisto de colmillos y garras, instinto y agresión, para
defendernos y combatir, rasgos evidentes para todo aquel que no está
contaminado, dijo Maistre, por la ceguera de los Ilustrados y sus libros
ingenuos, sus ideas infantiles y su falta de arrojo que les impide participar
de la violencia, la furia y la destrucción que acontece todos los días y todas
las noches en la vida de los mortales.
¿De dónde viene la
furia humana?, ¿de dónde los inocentes asesinados?, ¿por qué brillan por su
ausencia los valores y los ideales de los racionalistas? La guerra parece ser
la ley del mundo y si deseamos saber por qué la gente se mata entre sí, miremos
el mundo no desde las pétreas y pulcras páginas de los filósofos, sino anotando
las miríadas de vilezas, de hechos malignos, de acciones cobardes e irracionales
de los hombres que más bien muestra la verdad del pecado original, de la naturaleza
viciada y viciosa de los humanos. Mientras la razón es un fuego débil, es una
de las conclusiones de Maistre, la vida es una batalla irracional y ennegrecida.
Las grandes instituciones de la humanidad, por poner un caso, no fueron
construidas por la razón, sino por autoridades gloriosas; las naciones, así, fueron
fundadas no porque los hombres firmaron un contrato y cláusulas de paz y
felicidad, más bien ocurrió que instituciones poderosas como la monarquía
hereditaria fueron levantadas a pesar de los hombres racionales, como también
la costumbre del matrimonio perdura por fuerzas ajenas al amor libre -efímero y
destructivo, con el que los esposos jamás llegarían a estar juntos por el resto
de sus vidas-. La conclusión de éste contrarrevolucionario que trazó una honesta
y cruda y perturbadora estampa sobre el verdugo, a quién la sociedad le
encomienda la ejecución final del sistema de leyes, es que la civilización es
irremediablemente hipócrita, pues, aunque esas mismas honorables personas hayan
escuchado extasiadas el crujido de huesos y los alaridos del ajusticiado, después
retroceden y deploran del verdugo una vez que éste desciende del patíbulo. «Y
sin embargo, toda grandeza, todo poder y todo orden social dependen del verdugo».
¿Quiénes son los
enemigos, precisemos, del orden social? Pues, según Maistre, una lista de
gentes laicas y profesiones que buscan repartir el poder, en donde destacan
abogados y periodistas, revolucionarios y científicos, intelectuales y
escritores. Sobre el contrato social, la pluma caustica de Maistre se detiene preguntando
cómo habría nacido nación alguna por ese extraño procedimiento ilustrado, ¿qué emperador
habría rubricado ese contrato?, ¿en qué seres humanos piensan los intelectuales
cuando hablan de equilibrio de poderes y república de la legalidad? Uno de los
intelectuales del Siglo de las Luces, Rousseau, había dicho que es extraño que
el hombre, quién nació libre, anduviera en cadenas por doquier, y Émile Faguet,
ensayista y profesor de literatura en un colegio de Francia, resumió la
respuesta de Maistre: la afirmación de Rousseau es como si dijéramos que es
extraño que las ovejas, que nacieron carnívoras, anduvieran comiendo hierba por
doquier.
Mientras el nostálgico
Rousseau buscaba al buen salvaje, Maistre encontraba en el hombre un saco de
vicios, imposible de ser corregido educándolo. La naturaleza también era muy
distinta de como la han presentado los ilusos de los enciclopedistas, es
misteriosa, un fuerza bárbara que irrumpe como una tromba, una fuente de
crueldad cuyos propósitos, como los de Dios, son inescrutables. Maistre aconsejó
a los gobernantes para que la población dejara la zozobra y se integrara, que
usaran el gran puño de hierro del poder y nunca explicarse ni justificarse
porque lo que un hombre puede explicar, otro lo refutará; el secreto del poder radica
en pulir las cadenas de la religión y de la esclavitud, pues lo único que
domina y sobrepasa a los individuos es la obediencia, el misterio y el
impenetrable terror.
* Alfred Dehodencq, Una cofradía pasando por la calle Génova, Sevilla, 1851 Museo Carmen Thyssen Málaga.
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