Manías del profesor Kant
Profesor grave y rígido, de levita de seda,
corbatita de lazo y peluca empolvada, lejano e imperceptible pedante, sumergido
en sus abstracciones, siempre despistado acerca del mundo cotidiano. Tan cómico
como conmovedor, tan ridículo como respetable, tan impenetrable como insípido.
El disciplinado Kant sufrió digestiones pesadas y siguió dietas estoicas y
convirtió la rutina en religión privada. A las 4:55 a.m. su criado Lampe lo
levantaba casi a trompetadas a desayunar tazas de té y, como era estreñido,
fumaba una pipa de tabaco para estimular la evacuación. De siete a nueve el
profesor Kant dictaba sus clases y escribía hasta el mediodía y bebía una
copita de vino tinto azucarado, de tenue olor a naranja; dos tazas de café
acompañaban el almuerzo además de algunos invitados, y después, puntualísimo,
desplazaba su humanidad por la plaza de la ciudad y los habitantes reconocían
que «el reloj de Königsberg» marcaba las cinco de la tarde.
Distante de los rituales
religiosos, Kant advirtió a un amigo: «el progreso en moral va acompañado por
el abandono de la oración» y en las clases de la universidad alentaba a los
estudiantes a preguntarse ¿qué puedo conocer?, ¿qué debo hacer?, ¿qué puedo
esperar? y ¿qué es el ser humano? Alentaba a los estudiantes a pensar de manera
independiente, sin tutores, sin acariciar el grillete, y preguntaba por qué la
mayoría de gente no buscaba librarse de los tutores, por qué no se buscaba la
información por uno mismo. El problema, dijo, no residía en la estupidez sino
en dos causas: la pereza y la cobardía.
Al filosofar uno no obtiene información nueva, sino
reordena y aclara cuáles son conocimientos científicos y cuáles son
pensamientos metafísicos. La ciencia natural no puede contestar las preguntas
metafísicas y no obstante es ineludible, según Kant, preguntarse por Dios, la
muerte y la libertad.
Al distinguir entre ciencia y metafísica, Kant vio
con buenos ojos el «tenedor de Hume», pero advirtió que se le escurrían
reflexiones sobre la muerte y la libertad. ¿Sería posible una metafísica sin
dogmatismos?, se preguntó corriendo el riesgo de decepcionar a sus lectores. La
colosal tarea de Kant martillaba sobre la moral como asunto metafísico y,
rumiando el Contrato Social de
Rousseau, escribió que debía de ser aceptado hasta por un pueblo de demonios.
Antes de morir la tarde, jugaba cartas o billar con
amigos y a las diez de la noche, ya en su casa, a dormir. Acostarse era otra
ceremonia, se enrollaba en las sábanas como un gusano de seda en su capullo y
repetía la palabra «Cicerón». A la mañana del nuevo día, el mayordomo Lampe
lanzaba dos golpes fuertes a la puerta; si Kant le pedía cinco minutos más, el
criado gritaba «¡Herr Professor, ha
llegado la hora!». Kant le había ordenado no dejarse engañar por aquel Kant
somnoliento. Después de 40 años de feliz atención, el lacayo le habría robado
dinero, y Kant escribió: «Recordar, ante todo, que, a partir de esta fecha, el
nombre de Lampe ha de ser olvidado».
Este buen hombre sólo una vez, a sus treinta años,
se pasó de tragos y desorientado no ubicó su casa, y luego escribió contra el
embrutecimiento por borrachera y, de paso, contra la pasividad del glotón. Las
veces que sus amigos perturbaban su cósmica rutina era una hecatombe, Kant
sentía que el cielo enloquecía, que los astros salían disparados de sus
órbitas. Comenzó a fastidiarlo un gallo del vecino que cantaba a las cuatro de
la madrugada y se mudó sin advertir que alrededor de su nueva casa había una
cárcel le robaría los dulces sueños. Los criminales madrugaban y cantaban a
todo pulmón salmos religiosos.
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