El mal y la niebla
La primera vez que leí El corazón de las tinieblas me adentré en las injusticias sociales, en la explotación sin límites del prójimo; sólo años después descubriría otras capas de la crueldad: la travesía del protagonista, Marlow, al interior de la selva es también una sumersión retrospectiva, un viaje a la raíz del mal. La novela muestra la expansión colonialista, la rapacidad y depravación de los europeos, que curiosamente se veían a sí mismos por encima de los nativos africanos a quienes hicieron palidecer y agonizar en los ferrocarriles, los yacimientos y otros recintos de la civilización. El viaje de Marlow es un encuentro con las irisaciones de lo siniestro desde el inicio, cuando premonitoriamente en la oficina de la Compañía extractora de marfil hay dos viejecillas tejiendo con lana negra, vigilando de soslayo la puerta del inframundo como las Parcas de la Eneida.
Mientras la maleza ulula y la vegetación reverdece, cierta ambigüedad sumerge los hechos en una pesadilla. Al descender a los fierros y máquinas extractoras de la Compañía, Marlow describe una atmósfera desoladora y misérrima al constatar unas sombras acurrucadas y abandonadas, apenas visibles a la débil luz verdusca, enfermas de inanición y tumbadas entre los árboles, con los cuerpos apiñados y que retorciéndose expiran, mientras otras minas explotan más allá y donde otros nativos continúan el trabajo que los moribundos acaban de dejar a rastras. De ese montículo de personas, dos párpados se levantan, dos ojos vacíos miran un instante a Marlow y se desvanecen. Una de esas criaturas –el narrador aún no las llama personas- trasladándose sobre sus manos y rodillas, a gatas, va al río a beber de la mano con lametadas, y luego busca refugiarse del terrible sol que calcina, pero, cuando se sienta a la sombra de un árbol, se le cae la cabeza sobre el esternón.
De sintaxis sutil y alambicada y de oraciones serpentinescas, Conrad perpetró un universo binario en que hay dos ríos, dos culturas y casi casi dos épocas, y dos narradores, Marlow y un amigo de él, que es otro velo que semioculta la historia, como un testimonio de otro testimonio que otea entre el vaho, la lluvia, la oscuridad. En el prefacio de El negro del Narcissus, dijo Conrad que al escribir buscaba alcanzar la plasticidad de la escultura, el color de la pintura y la sugestión de la música: «Mi tarea consiste en hacerte oír, hacerte sentir, hacerte ver».
En el vientre de la noche, adentrado ya en el vaho y el calor espeso, Marlow navega por un rio infernal, un recorrido fluvial y nocturno de retorno a la prehistoria y hacia las tinieblas del inconsciente y al contacto con los impulsos más primitivos. Precisamente el río lo lleva hacia la cabaña ominosa de Kurtz. La luna ha tendido una fina capa de plata sobre arbustos y nubes, las copas de los árboles a penas se agitan pero crujen. A lo lejos se ve la casita rodeada por estacas de las que cuelgan objetos esféricos; de cerca son cabezas humanas que se columpian. A medianoche crepitan hogueras mientras los nativos se contonean en rituales secretos y, enfrente de una fogata, una figura desenfocada (posiblemente tiene cuernos) convulsiona en trance. Kurtz, que es calvo como una bola de marfil, preside danzas nocturnas que culminaban en ritos y ha realizado –presume el lector- eucaristías paganas, sacrificios humanos. ¿Quién es Kurtz? ¿Un enfermo mental consagrado a manipular a los bárbaros para que le crean un dios, o, un superhombre nietzscheano capaz de leer poesía y regodearse en el canibalismo?
De regreso a la ciudad, navegando por las aguas mansas del Támesis, Marlow ve a los citadinos y negociantes andar urgidos, calle tras calle, robándose recíprocamente de día, emborrachándose y durmiendo de noche. Peor que los paganos y caníbales, los civilizados han inventado normas sociales y de etiqueta que camuflan sus apetitos grotescos; capaces de explotar al prójimo, hacerlo padecer servidumbres, los civilizados saben decir gracias y por favor, y a eso llamamos progreso social.
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