Pennywise. El payaso bailarín
La cinta transcurre en un pueblo de los Estados Unidos por los años ochenta en que siete niños van siendo aterrados por un monstruo (It) que se va disfrazando de los miedos y angustias de los pequeños, aunque casi siempre se presenta como el payaso Pennywise (the dancing clow), un personaje medio pelón y de ojazos y puchero de bebé, pero que mide dos metros y viste traje victoriano y de cuello isabelino, cuya carnada para secuestrar niños es un globo rojo. Antes de comérselas, It babea de placer al olfatear el miedo de sus víctimas, y después las almacena y suspende sus almas formando una gigantesca espiral flotante.
Este aterrador payaso (un licuado,
mezcla de risueño andrógino, narciso bufón y depredador despiadado) es un
elemento de la genial atmósfera de pesadilla que envuelve a las extrañas
desapariciones de niños que cada 27 años suceden en el pueblo de Derry y la
película es un fresco de calles y alcantarillas, de los murmullos y risitas
aquejadas, de trazos fríos y grisáceos perturbados por los destellos de colorines
de Pennywise. Un excelente balance al terror es la camaradería que van formando
los siete niños antes de entrar a la casa de It; ahí en bicicletas, tentando un
precipicio, compitiendo por quién lanza el escupitajo perfecto, estos muchachos
se hacen amigos.
Son dos horas y quince minutos en el
filo de la butaca porque, además de los sustos y efectos especiales, hay un
terror muchísimo más interesante que flota en el poblado de Derry y se filtra
en los espectadores. Los niños detestan lo que estudian en el colegio, son
atemorizados por los abusivos que, cuchillo en mano, son capaces de las
torturas más atroces, y, sin embargo, a quienes más temen estos chiquillos son
a sus propios padres, adultos desconectados del mundo de sus críos, gente que
no puede ver aquello que ven sus hijos y viven en una dimensión aparte y, en las
familias más corroídas y podridas, los padres menosprecian, martirizan y abusan
de los pequeños. Una película que nos recuerda que la
palabra familia, proviene de famulus
y equivale a protección y cuidado pero también a posesión y servidumbre.
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