Círculo de Viena
Por 1922 unos intelectuales animados por difundir los avances de la física y la lógica, se frecuentaron en Viena para pulir sus criterios a la hora de diferenciar oraciones inteligentes de oraciones estúpidas. Buscaron ver qué problemas de la vida cotidiana se podían resolver utilizando hipótesis, asumiendo que el conocimiento valioso es falible cada vez que uno se atreva a cotejarlo con la prueba de la realidad. Se les conoció como «El Círculo de Viena», «Neopositivistas» por mejorar el proyecto de Comte y fueron bautizados también como «empiristas lógicos» por seguir la línea aguda y clara de los ilustrados John Locke y David Hume.
En 1929 los «empiristas lógicos» redactaron La concepción científica del mundo, un manifiesto en que prefieren hechos pedestres a
consejos celestiales, prefieren a los sofistas en lugar
de los platónicos, prefieren a Epicuro antes que a Pitágoras y prefieren los
panfletos antes que los plomazos indigestos. La clave del «empirismo
lógico» era pescar burbujas abstractas e imprecisas y preguntar qué significan
esas horrendas trivialidades, tales como «El devenir es inseparable del ser y la nada»,
«El Espíritu Absoluto guía la historia» y otros clisés de esa índole, pseudo-problemas
tan imprecisos que es imposible siquiera entender qué significan.
Schlick,
miembro del Círculo de Viena, preguntaba si la metafísica había progresado
desde que apareció en escena. La navaja de Schlick
rasuraba las especulaciones confusas, asesinaba las preguntas oceánicas y
ordenaba los fárragos de los filósofos, limpiando la pradera para enfrentar
problemas del tipo cómo mejorar la
economía y las condiciones sociales, qué elementos reformar de la educación sin
grandilocuentes desplantes, y, en general, -esta fue su utopía- basarnos en la
información de nuestros sentidos, de nuestros cerebros, en la vida privada y pública,
y nos estimuló a imaginar el obituario de los metafísicos: «Aquí yacen sepultos los cómicos involuntarios.
Representaron una triste comedia en un auditorio vacío».
Pero, ¿por qué tanto odio?,
¿qué es la metafísica?, ¿acaso al leer a Hegel, Husserl y Heidegger a uno le aparecen
pelos en las manos? Peor que eso, succionará el valioso tiempo en palabrerías, parloteo y sintaxis enzarzada. Ese ruido académico, sin embargo, perfuma a varias
autoridades de las universidades, solazadas en una prosa oscura, incomprensible,
evitando, así, que el resto de los mortales los critiquemos. Ese es, creo, el
dolor de cabeza que causaron los «empiristas lógicos» a los filósofos,
quienes no les quedó otra opción, para no desbarrar tanto, que documentarse
sobre el trabajo de disciplinas dispuestas a verificar sus afirmaciones, y este
Círculo de Viena, tan detestado por los aristocratizados en América Latina, permitió
a los estudiantes romper el muro de hielo entre ellos y las autoridades, sugiriendo
que estemos donde estemos aclaremos nuestras cabezas con dos preguntas: «¿Qué estás diciendo?» y «¿cómo lo sabes?».
Rudolf Carnap, otro
influyente miembro del Círculo de Viena, cazaba aberraciones lógicas anidadas en el lenguaje cotidiano, apostando por la higiene de las oraciones basadas en percepciones y que siguen un mínimo
de lógica. Cuando una vez le solicitaron dictar un curso
introductorio sobre Platón, este hombre tosco y nada diplomático, rechazó la
oferta contestando que prefería enseñar un curso en que pudiese enseñar nada más
que a razonar y criticar, lo que le valió la admiración de colegas y
estudiantes.
Por ese entonces Heidegger escribió el apotegma «La Nada nadea» y Carnap sí que se divirtió. Con un regusto malsano entre pedagógico y sádico,
identificó aquella frase como el preclaro ejemplo de una pseudo-proposición porque
la nada no es como las manzanas y árboles, porque que la nada exista es
simplemente contradictorio, porque la nada es un concepto y porque la nada es simplemente
una partícula lógica que niega la existencia. Carnap por supuesto que aplaudió
a los artistas, gente talentosa, concentrada y penetrante como Nietzsche, que
le confiere a su obra originalidad, belleza y conocimiento personal, sin exigir
del público ni aquiescencia ni mansedumbre, mientras los académicos, sin ciencia sin arte sin talento, únicamente oscurecen las aguas para
parecer profundos.
El Círculo de Viena, sin
embargo, fue disuelto por la presión política y el ascenso del nazismo en
Austria. Cuando el Tercer
Reich cayó sobre Europa, por sus convicciones socialistas y pacifista, Carnap
emigró a Estados Unidos y Schlick fue atrapado por un nazi en Viena y asesinado. En esos
tiempos Heidegger corrió mejor suerte, fue nazi.
La charlatanería puede ser frívola o la ocasión de disfrazar contenidos
repugnantes en un estilo repugnante. En el 2005
Harry Frankurt presentó On bullshit
criticando la chatarra producida por el pomposo mundo académico, un alud de
verborrea sin norte, un vertedero compulsivo. Y antes, en 1997, Alan Sokal jugó
una excelente broma a una reputada revista de ciencias sociales (Social Text), enviando el texto
«Transgredir las fronteras: hacia una
hermenéutica transformadora de la gravedad cuántica», sencillamente un
zafarrancho de ideaciones psicóticas, trufando, cómo no, de citas de
postmodernos y de fórmulas matemáticas por aquí y por allá. Por la broma, la
izquierda académica se le fue encima a Sokal y, en 1998, él publicó Imposturas
intelectuales, un ensayo pormenorizado sobre las incoherencias de
Lacan, esas montañas deyectadas por Deleuze, y, en fin, ese pastiche
postmoderno de citas tronitonantes que tanto gusta a algunos.
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