Freud y las masas



Aunque el padre del psicoanálisis estaba lejos de celebrar el orden social injusto, consideraba que la psicología del hombre común y la de los ilustrados eran marcadamente diferentes. A sus veintisiete años, Freud, con la cabeza como una antorcha, acababa de asistir al teatro a ver Carmen, y le escribió a Martha, su prometida, una carta sagaz –inmisericorde- sobre el pueblo. A diferencia de una persona culta, deducía Freud, la muchedumbre no es capaz de refrenar ni sublimar sus instintos ni es capaz de adquirir cierta profundidad ni ejercitarse a elegir con arte y sólo algunos logran convertir lo sólido en gaseoso, un puñado de gente puede transformar lo básico y primitivo hacia lo sofisticado y elegante.

En manos de la casta dominante, la carta resulta una justificación y un pretexto magnífico ante el sufrimiento de las masas; no obstante, la carta del joven Freud compendia ideas centrales de su obra. La muchedumbre, dice Freud, da rienda suelta a sus instintos y se emborracha sin reparar en la vergüenza y malestar posterior. Los pobres se emparejan más fácilmente que los cultos, dice Freud, porque no se les desgarra el corazón con cada separación. Y tienen amistad con todo el mundo y no sienten amarga ni hondamente la pérdida de un amigo. Buscan goces mientras que los aristócratas y cultos buscan evitar dolores. La gente común, la masa, ha desarrollado una piel gruesa porque todos los males de la naturaleza y la sociedad aplastan a esta pobre gente que no pueden darse el lujo de desperdiciar los momentos de placer. Al estar tan expuestos al dolor, el pueblo juega, cree, espera y trabaja de un modo distinto «al nuestro». Freud reconoce de inmediato que la gente común tiene vivo un sentimiento de comunidad envidiable, que sienten que sus vidas individuales continúan en la de sus hijos y nietos

¿Despreciaba Freud a las masas? Sí, algunos aspectos de ella, pues Freud creía que el pueblo era incapaz de renunciar a la satisfacción inmediata de sus instintos; pero también tenía opiniones duras contra la burguesía y no era un admirador ciego del orden social existente. Le parecía natural que los pobres envidiaran y odiaran a quienes no tenían que sacrificarse como ellos; desde luego, no esperaba que los pobres interiorizaran las prohibiciones sociales, pero fustigaba a la sociedad que sometía a los pobres: «una cultura que deja insatisfechos a un número tan grande de sus miembros, empujándolos a la rebelión, no tiene perspectivas de mantenerse, ni las merece».

Esta última observación no acercaba a Freud al socialismo, era fatalista sobre la vida en sociedad y ni el cristianismo ni el comunismo llevarían al pueblo a sublimar. La solidaridad le parecía además irrealizable porque el amor discrimina, selecciona, jerarquiza (no se puede atender a un desconocido como se atiende a un ser querido y porque sólo son dignos de amor algunos humanos.

Mi amor es, para mí, algo muy precioso, que no tengo derecho a derrochar insensatamente. Si amo a alguien, es preciso que éste lo merezca. Merecería mi amor si se me asemejara en aspectos importantes, a punto tal que pudiera amar en él a mí mismo; lo merecería si fuera más perfecto de lo que yo soy, en tal medida que pudiera amar en él al ideal de mi propia persona; debería amarlo si fuera el hijo de mi amigo, pues el dolor de éste, si algún mal le sucediera, también sería mi dolor. […] Los míos aprecian mi amor como una demostración de preferencia, y les haría injusticia si los equiparase con un extraño. Pero si he de amarlo con ese amor general por todo el universo, simplemente porque también él es una criatura de este mundo, como el insecto, el gusano y la culebra, entonces me temo que sólo le corresponda una ínfima parte de amor […]. Este ser extraño no sólo es en general indigno de amor, sino que –para confesarlo sinceramente- merece mucho más mi hostilidad y aun mi odio.



Los biógrafos piensan que el desaliento de Freud se debió a las circunstancias que padecióen los últimos años de su vida, tales como observar los atroces acontecimientos nazis que lo llevaron a cultivar un humor negro, desesperanzado, y, sobre los intentos de escapar al goce bélico del ser humano, escribir a un amigo que quizá sólo repetimosla ridículez de salvar la jaula del pájaro mientras la casa se incendia.



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