Las barbas de los dioses



Los ríos se desbordaban y los truenos chisporroteaban, los terremotos y los eclipses eran causados por las furias y venganzas de los dioses según muchísimos mitos. En Grecia del siglo IX a. c. el mar azotaba a la población, los pueblos guerreaban porque los dioses se inmiscuían en los asuntos humanos. Las barbas de Zeus, la espuma de Afrodita y las orgías de Dionisio se entrometían en la aventura de Ulises, en la rabia de Aquiles, en el heroísmo de Héctor. En la pluma de Homero desfilaban descripciones palpables y sabrosas y hay un encanto sensorial gracias a las que se retardan los desenlaces, pero los personajes tienen una conciencia demasiado transparente, carecen de capas de brea y no tienen agudos conflictos internos como los de Abraham. Penélope y Ulises siempre abren los ojos como si fuera un nuevo día. Un signo de optimismo radiante, sí, pero también una ausencia de espesura, de sublevación.

En los mitos de los griegos, los personajes eran medio inconscientes de sus padecimientos y los dioses jugaban y decidían las vidas de los mortales, aunque ni siquiera las divinidades gobernaban sus vidas, pues incluso a los majestuosos dueños del Olimpo les caían encima el destino, las pasiones y la locura. El sujeto es aún un árbol cuyas ramas están amarradas al cosmos, y las calamidades, los maremotos, las sequías eran ajusticiamientos o aberraciones de los dioses contra los humanos. Las catástrofes naturales provenían de la magia del enemigo o podían ser castigos por trasgredir un tabú o diversiones crueles de los dioses. Cuando la persona arcaica veía sus cultivos muertos por la sequía, su ganado diezmado por enfermedades, su hijo ardiendo en fiebre y después muerto, esas horribles circunstancias ocurrían por influencias mágicas o demoníacas en que el brujo, el sacerdote, el oráculo eran los puentes entre el mundo del más acá y el del más allá. Al imprimirle la autoría de las desgracias a los caprichos de los dioses, Homero restableció cierto sosiego, volvía comprensibles los sufrimientos causados por la indomable naturaleza. Para la mentalidad arcaica, las desgracias eran más soportables, menos absurdas, gracias a la contundencia del puño de los dioses.

Los mitos no buscaban descifrar los designios divinos y así nunca problematizaron el porqué del sufrimiento. En las religiones monoteístas hay textos, como «El libro de Job», que afilan y tajan esa pregunta, pero al final el religioso también debe sumergirse en las aguas inexplicables del más allá. Puede parecernos un sinsentido, pero a veces al ser humano le resulta más confortable, menos asfixiante, creer en dioses de barba y pelo en pecho en lugar de ver el absurdo, la ferocidad de los instintos, lo ruin.



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