Magallanes: las postales del horror





















Magallanes, la película reciente del director Salvador del Solar, nos muestra a un taxista que acaba de reconocer sorprendido y avergonzado a una pasajera, Celina (Magaly Solier), una modesta peluquera cuyas penurias económicas se agravarán. Nos encontramos ante el debut de un director lúcido al dosificar la biografía de sus personajes; el taxista es Magallanes (Damián Alcázar), ex soldado del ejército en Ayacucho, que circula silencioso y con expresión de quien no digiere la velocidad geológica del moderno tráfico de Lima. En los ochenta, él sirvió a un coronel feroz (Federico Luppi), ahora un anciano postrado en una silla de ruedas, a quien Magallanes transporta semanalmente. En Ayacucho conoció también a Milton (Bruno Odar), amigo con quien ahora se toma sus tragos en una conversación gestual, y a quien le paga por el alquiler del taxi. En ese transitar por los espacios lúgubres y enrarecidos de Lima, Magallanes descubre quién es Celina –¡la Ñusta!- y urde un plan de venganza a favor de ella.

El argumento es bueno y las actuaciones magníficas, pero además el filme cuenta con potentes escenas que valen tanto por giros argumentativos como por postales de horror que unen a los protagonistas. En la primera postal, el pasado se va desenmascarando lentamente en la peluquería cuando Celina le corta las crenchas a Magallanes, mientras éste siente las manos de Celina como caricias eróticas. El encuentro y desencuentro entre ambos parpadea, resplandece, ciega. Una vez con el pelo al ras y afeitado, Celina reconoce al ex soldado Magallanes; una vez que ella tiene las tijeras como armas, Magallanes reconoce el dolor que le causó a Celina. En la segunda postal, la mujer huye jadeante hacia la cima de un cerro con las arcadas del asco que la inundan, pero las luces indiferentes de la metrópolis son premonitorias. Celina no sólo ha sido embaucada por unos “emprendedores” y una vieja usurera (Graciela Paola), Celina sobre todo es víctima de hechos que la atmósfera del “emprendurismo” exigen olvidar. La última postal muestra la comisaría sórdida en que Celina rinde una manifestación y logra alzar, en un vibrante quechua, su indignación e impotencia, pero también su conciencia y libertad. Celina jamás podrá ser indemnizada ni por las disculpas burocráticas del policía ni por el dinero del empresario ni por las buenas intenciones de Magallanes.


Premiada por el Ministerio de Cultura del Perú y en San Sebastián, la obra no llega a ser inmisericorde con la condición humana, pues Celina se salva de la retahíla de bajezas de los demás personajes, ella no tiene las manos sucias, y es mérito del director apostar por diálogos mínimos y sortear una visión paternalista y maniquea sobre Celina. Y, curioso, aunque vamos conociendo la degradación de que son capaces los otros personajes, descubriéndose como cretinos, embaucadores, extorsionadores, violadores y asesinos, ellos no nos resultan odiosos: parecen víctimas de sí mismos, arrastrados por las circunstancias o conducidos por una metafísica siniestra en que el espectador puede reconocerse. Ni siquiera el personaje de Milton desata por completo nuestros odios, pues el mil oficios de nariz abotargada y mirada imprecisa, violento y cruel, capaz de ser un sociópata que aúlla de goce, posee chispazos de densidad humana gracias a la interpretación de Bruno Odar.



El filme es una mirada a nuestro primer sótano, ahí donde deambulan las heridas de los ochenta que nos pueden acercar. Hay heridas que se curan solas, nos olvidamos de ellas y cicatrizan. La de Celina y Magallanes, la del coronel y Milton, y la de tantos otros peruanos son de las heridas que el olvido sólo empeora.

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