La rabia del fujimorismo contra Vargas Llosa



¿En qué se parecen Martha Meier Miro Quesada, Aldo Mariátegui, Phillip Butters, Alfredo Bullard, Nicolás Lúcar y, sorprendentemente, César Hildebrandt? Todos ellos afirman que Mario Vargas Llosa, a raíz de declarar que en las elecciones del 2016 se opondrá con tenacidad a la candidatura de Keiko Fujimori, le guarda un rencor profundísimo a don Alberto Fujimori Fujimori. El odio habría empezado en 1990, cuando Fujimori ocultó la nacionalidad japonesa, fue tecnócrata aliado ese año con grupos de izquierda y evangélicos (a quienes una vez en el poder les dio la espalda) y velozmente mostró ser un ave de rapiña al robar donaciones de otros países, torturar y humillar a su esposa, y el odio fue macerado cuando Fujimori intervino el Ejército, desprestigió al Congreso, suprimió el orden constitucional, fraguó elecciones manoseadas en 1995 y 2000 gracias a los diarios chichas y a la prensa corrupta y una ONPE (Oficina Nacional de Procesos Electorales) que teñía con tinta de pulpo las noticias en el país –José Portillo Campbell, el jefe, fue preso en el penal San Jorge en el 2001 por avalar firmas falsificadas-, y el odio de Vargas Llosa a Fujimori se exacerbó innecesariamente al ver que Fujimori dinamitaba el equilibrio de poderes, la estabilidad laboral, los derechos humanos, y los ciudadanos perdieron un sentido de justicia, mínimo y civilizado, que supere el radio de acción de un comisariato. Por esto resulta que ese ser absolutamente insignificante pero pútrido, causa envidia y le quita el sueño hasta el día de hoy a Vargas Llosa.

El razonamiento de la prensa fujimorista es que Vargas Llosa, el intelectual que, con sus brillantes columnas periodísticas que, desde varias décadas, se leen en distintas partes de Latinoamérica e iluminan como una antorcha la coyuntura de distintos países en el campo social, político y cultural, envidia a Fujimori. Vargas Llosa, sobre todo, es un escritor versatilidad, creador de geniales novelas y que le han otorgado reconocimientos internacionales como el premio Rómulo Gallegos (1967), el premio Príncipe de Asturias (1986), el premio Miguel de Cervantes (1995), el premio Nabocov (2002) y muchos otros, entre ellos el Nobel de Literatura (2010), pero el mejor reconocimiento que podemos hacerle a este gran novelista es leerlo y ver cómo es capaz de haber asimilado las técnicas narrativas de Faulkner y Joyce, la prosa hechizante de Joseph Conrad y el tono atemperado de Flaubert. Después de releer una de sus novelas, uno cierra el libro menos ingenuo, menos dispuesto a creer que un pícaro Alberto Kenyia Fujimori Fujimori –además de robarle la banda presidencial en los 90- le robe aún el sueño al escribidor.

El asesino detrás del grupo Colina -nunca pidió investigar a Martín Rivas ni al comando de la muerte “Grupo Colina“-, que es también el mayor ladrón de las arcas del Estado, además de prófugo de la justicia, capaz de renunciar cobardemente desde Tokio al cargo de Presidente de la Republica vía un fax, y que inmediatamente candidateó al senado japonés -acción que Carlos Raffo calificó de “globalización del fujimorismo“, pero que buscaba inmunizar de la justicia al polizón-, y, luego de ir a Chile creyendo erradamente de que ahí la justicia no lo tocaría, fue extraditado al Perú el 2007 y se le inició un juicio, un ejemplo de limpio proceso, con observadores internacionales, en el que Fujimori se declaró culpable con el fin de que no se hagan públicas las demostraciones de sus tremendas fechorías, y fue condenado a 25 años de cárcel por violar Derechos Humanos, resulta ser, según aquella prensa mafiosa, digno de la envidia de Vargas Llosa. Durante el juicio Fujimori pudo alegar ser incapaz de discernir entre lo ético y lo inmoral, una especie de Eichmann “marca Perú”, pero es mucho peor que eso, se ha presentado siempre como un Presidente desinformado, iluso, un boy scout sorprendidísimo y víctima de que en sus narices el lobo de Vladimiro Montesinos -el alter ego con quien cohabitaba en un sótano de luces de neón que alumbraba las más de doce horas de honrado trabajo- se haya atrevido desde el Ejecutivo a lanzar agua bendita a grupos paramilitares, ordenar enlodar a periodistas y a políticos contrarios a la dictadura, usar a la SUNAT como instrumento de extorsión, y haber corrompido a políticos, magistrados y empresarios, y licitar empresas del Estado como quien vende las joyas de la abuela, y cuyos efectos se mantendrán muchísimos años más en el Perú. Ganó, sí, las elecciones de 1990, un asunto que en las naciones más incultas y enmugrecidas por la corrupción, es cuestión de propaganda, urnas negras y votos ebrios y ausentes de capacidades intelectuales, una lección aprendida al dedillo por las dictaduras.

Hoy, el secreto de la sazón de la familia Fujimori y cómplices para desprestigiar a Vargas Llosa, radica en continuar con el consomé grasiento que se traga todos los días por medio de los periódicos y la televisión cuyo corazón y entrañas es desinformar y tergiversar hechos públicos. Ese caldillo del cinismo, que constituye la permanente hoja de ruta del fujimorismo, ha hecho que los peruanos seamos amnésicos y vertiginosos, de una visión borrosa que ya no diferencia entre los que encarnan la miseria moral y un Vargas Llosa, una de las pocas voces independientes y lúcidas que, a pesar del bajo nivel de lectores del país, logra encender las conciencias críticas de los ciudadanos. A los grandes intereses económicos, en su versión cowboy, no les es suficiente un Presidente cabizbajo como Ollanta y no les basta añorar a la mafia fujimorista que les permitió eliminar a cañonazos la presencia y perspectivas de otros sectores de la sociedad, y hacer así permanentes popurrís del capitalismo salvaje, maridados con las hostias del Arzobispo de Lima, Juan Luis Cipriani, que alientan a la caridad hacia el prójimo y también a llamar cojudez a la Coordinadora Nacional de Derechos Humanos, caer en un rapto de misticismo ataráxico al enterarse de que trescientas mil campesinas fueron esterilizadas a la fuerza y llamar a esto “esterilizaciones no consultadas”, como aclaró el laico consagrado, Rafael Rey, supernumerario del Opus Dei, en la campaña del 2011.  

 A Vargas Llosa no se le perdona haber señalado que las figuras que sórdidamente manejan al país son el empresario inescrupuloso, el militar felón y el periodista servil, y, por supuesto, los sectores más ofendidos por las opiniones políticas del autor de La ciudad y los perros son la derecha fascista y la izquierda stalinista, grupúsculos que no presentan ninguna argumento serio por escrito, a quienes resulta un sinsentido exigirles que eduquen a aquella población a la que alienan y enardecen a linchar y llamar “caviares” al puñadito de intelectuales y artistas que cuestionan la lógica binaria que no quiere evaluar sino sólo juzgar sin criterio los acontecimientos del país. A Vargas Llosa tampoco se le perdona el atribuirse, y ser aceptado, como una de las autoridades intelectuales, estéticas y morales del país sin ser ni sacerdote ni político de carrera, y, si de poner un ejemplo se trata, en abril de este año la Conferencia Episcopal Peruana preguntó atónita –y ciega ante el boomerang- "¿quién se cree que es Vargas Llosa para arrogarse el derecho a ser guardián de la conciencia de los otros?"; y otro ejemplo de esa inauténtica fachada de defensa de una moral ofendida, la constituyen los medios de comunicación del Perú, de quienes Vargas Llosa dijo que jamás han defendido ni a la democracia ni a la libertad ni a la legalidad ni a las instituciones, y más bien, históricamente, han respaldado a los tiranos de turno como sucedió con Sánchez Cerro, Odría y Velasco (hasta que éste los expropió) y Fujimori.  

La reacción de la clase empresarial que apoyó el movimiento político de Vargas Llosa, Libertad, no cuenta como un tercer ejemplo de gente a la que le molesta la figura moral del escritor, pues, cuando el objetivo es ganar dinero como sea, estos temas son irrelevantes y desconocidos para los fenicios, que, luego de aliarse a Fujimori, mostraron haber apoyado al escritor en la campaña de 1990 por oportunismo ante la coyuntura de las posibles nacionalizaciones de la banca. El empresariado peruano es un clan que del liberalismo -una refinada visión del mundo en que lo político, lo social, lo humanista y lo económico se espera que cupiesen en una visión filosófica- sólo cacarea la defensa de la empresa privada y hace del libre mercado un dogma que conjura la competencia en condiciones justas. Un indignado Vargas Llosa, en 1992, se preguntó: “¿Qué creyeron esos señores? ¿Qué yo sólo defendería la libertad de la empresa privada? ¿Y qué creen ahora? ¿Que una dictadura puede tener legitimación para construir una economía de mercado?” Decepcionado por el sector privado que se convirtió, en palabras de Francisco Durand, en la “mafia blanca” del fujimorismo, reconoce que de algún modo sabía que en el sector empresarial había un buen número de mercantilistas y corruptos, empresarios acostumbrados a vivir del monopolio, de los privilegios y de los sobornos, pero él creyó, en 1987, que el empresariado desesperado ante un joven Alan García que nacionalizaría la banca, comprendería la necesidad de un régimen democrático que lo amparase en la legalidad y que la sociedad en su conjunto percibiría como justa la defensa a la propiedad privada, garantizando así una civilización democrática y liberal que nunca había tenido el Perú. Si el país de los ochenta hubiese dejado de satanizar al empresario y de percibirlo como un hacendado desalmado, un yanqui intrínsecamente explotador y un conquistador sádico, y si hubiese visto al capitalista como una pieza clave hacia el desarrollo económico, entonces habrían nacido consensos democráticos sin traumas entre las diversas clases sociales; pero es de lamentar que aquel parto con Fujimori se convirtió en aborto, y lo inverso se dio: el empresario fue presentado como un insigne profeta que hace llover dinero del cielo y como un santo a quien se le insulta al ponerle encima a la ley. Desde luego el empresario no es ni lo uno ni lo otro, ni satanás ni santón, sino algo más lamentable: Judas que va a misa buscando treinta monedas, como cuando la CONFIEP (Confederación Nacional de Instituciones Empresariales Privadas) pasó a servir desembozadamente a la dictadura de Fujimori y la reconciliación entre la empresa privada y los otros sectores del país retrocedió años-luz.

Sobre esa caricatura del liberalismo, Fujimori dio luz verde a la selva despiadada y a un imperio sin ley que los grandes voracidades crematísticas aplauden y añoran, sin que los medios de comunicación pregunten por los casi diez millones de dólares que se esfumaron del Estado luego de la égida de las privatizaciones que favorecieron a grupos económicos aliados del régimen y que hoy no sólo coletean sino que siguen más vivos y gordos que nunca. Se comprende que quienes tienen la atención sólo en ganar dinero a dentelladas, no cuenten con tiempo para leer a Karl Popper, Isaiah Berlin y menos a John Rawls, pero que esos dignos caballeros no se llamen liberales en los camerinos de algún club privado, pues más preciso sería que se consideren mercantilistas y capitalistas, mercenarios, piratas y corsarios que, sin ningún rasgo heroico -o anti-heroico- navegan con niebla muy espesa y sin subir anclas y disparando a las banderas de los derechos humanos, la justicia social y malbaratando cualquier manifestación cultural. La aberración moral de trastocar liberalismo por capitalismo y hacer de la receta del libre mercado un abracadabra, y con ello pintar a un Pinochet de disciplinado y a un Fujimori de estadista, no es sólo un error de las masas sino de personalidades que analizan al mundo con el monóculo de la economía, que en el Perú se encarna en Hernando de Soto, un aliado de la dictadura de los noventa. Un liberal pleno es quien aprende de Marx la diferencia entre la libertad formal y la real, y por ello ve en la pobreza y la injusticia tanto males en sí mismos como también muros inexpugnables que impiden la capacidad de elegir verdaderamente, y un liberal consecuente piensa que, en economía, el Estado debe intervenir ahí donde hay privilegios y desequilibradas condiciones iniciales, como debería suceder en el Perú, donde al alumno con peor rendimiento del colegio Roosevelt le va mejor que el estudiante más esforzado de Puno, donde el paciente del Hospital Arzobispo Loaiza respira una tugurización repelente y donde quien demanda a una gran empresa ingresa a ese laberinto sin salidas que es el Palacio de Justicia (razón que llevó al humorista Sofocleto decir que si Kafka hubiese nacido en el Perú, habría sido un escritor costumbrista).

Un liberal lee con orgullo y blasfemia a Marx y le agradece la advertencia de que si el liberalismo alcanza sus contradicciones internas y se materializan en la corrupción de los empresarios y financistas más ponderosas, el sistema colapsa completamente y tendríamos que regresar a marcos conceptuales cuyos pies más flojos están en la creación de riqueza; de ahí que un intelectual como Richard Rorty haya suscrito ser un “liberal de izquierda” y que los políticos menos agudos, aquí, se queden boquiabiertos con aquel fraseo. En materia de liberalismo, en el Perú estamos en el Plioceno, al punto que no existe ningún sólido partido liberal que deje las arengas y el aluvión de insulsa publicidad por propuestas, ensayos y perspectivas de largo aliento que sinteticen principios filosóficos, observaciones sociológicas y mantenga solidaridad con el prójimo. Y a las instituciones les va peor, están viciadas como se ve en un episcopado esclerótico, medios de comunicación inmundos, ese grupito de lenguas babeantes y ojos de azogue llamado CONFIEP y las universidades-empresas que no tienen amautas sino “facilitadores”, y, para remate, en este sombrío panorama es convocada la institución de la Iglesia Católica, en su espectro más fascista con el Opus Dei y Sodalicio, para apagar el fuego de la sublevación y evitar que se forje un verdadero liberalismo que haga que el Estado peruano, al ser laico en el papel, permita al Consejo Nacional de Ciencia e Innovación Tecnológica (CONCYTEC) ganar la batalla iniciada por Gisella Orjeda desde abril del 2013 y limpiar sus paredes de reliquias y crucifijos que aún cuelgan por obra y gracia del celo inquisidor del Cardenal de Lima.

Con esas tinieblas, con esas instituciones carcomidas y con esos partidos políticos que sólo escriben volantes, queda claro que el gran defecto de Vargas Llosa es ser un Gulliver en medio de una aldea de Liliputs, y se explica la oclocracia de Fujimori y la pesadilla que significa su retorno alentada por la televisión de señal abierta. Un mentiroso sólo tiene éxito ahí donde hay alguien que quiere ser mentido, y de eso se encargan los medios de comunicación masivos, de allanar el camino hacia el nihilismo y hacerle creer a la población que hay candidatos que roban pero hacen obras, y que no hay diferencias entre los frutos de un Vargas Llosa y la peste bubónica de los Fujimori, y no contentos con eso ahora quieren incendiar en vida al genial escritor. Él es, entre otras conciencias del país, quien nos recuerda quién fue y qué legó la pandilla de Alberto Fujimori que pisoteó el equilibrio de poderes, y sus columnas quincenales muchas veces evocan lo que hicieron durante la dictadura varios militares de alto rango, empresarios, propietarios de medios de comunicación que con orquestas difaman y silencian a la opinión crítica.

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