El salón sadomasoquista
Desde 1970 la industria del porno lanza escenas que, bajo el disfraz de múltiples opciones, son un carrusel monótono. Un hombre es seducido por una dócil mujer repentinamente sedienta de sexo. Esa transformación de frígida en ninfómana, esa reconversión de pagana en idólatra del falo, esa metamorfosis de chica ingenua en avezada lesbiana es el guión del porno. El erotismo es muy distinto, ligado a la seducción, toma su tiempo y nunca es directo. Para el escritor danés Kierkegaard, una excelente personificación del seductor era Don Giovanni por su exuberante alegría de vivir que trasmitía a los demás: “Ni se quedan desilusionadas, porque tiene para todas. Halagos, suspiros, miradas audaces, suaves roces de mano, suspiros secretos, proximidad peligrosa, alejamiento fascinante”. El seductor aspira a contagiar su deseo al otro y, de lograrlo, él simula ser seducido.
Las perversiones sexuales masculinas se
solazan en deshumanizar a la mujer y reducirla progresivamente en objeto detestado,
y, en casos extremos, finalmente es
violada, mutilada y hasta asesinada, asegura la psicoanalista Louise Kaplan en Perversiones
femeninas[1]
de 1991.
El anzuelo del porno de grueso calibre es la secreta complicidad de disfrutar
humillando a una mujer miccionada, eyaculada y hasta evacuada mientras que en
sus senos chorrea el líquido nutricio. Esas repulsivas escenas se
intensificaron una vez que se volvió ilegal la pornografía infantil y, en su
lugar, aparecía la pornografía que intensificaba el odio hacia la mujer, y de
ahí, en 1975, apareció el género snuff
interesado en cómo una mujer va teniendo sexo violento, feroz, y finalmente
sexo asesino. Cuando se mostraron en las salas de proyección las primeras películas
de snuff, el público no sabía que las
actrices simulan ser asesinadas, y aún así aquella selecta audiencia de hombres
acomodados creía que era real, y las escenas de mujeres que iban siendo
desmembradas –dedos, brazos y piernas aserrados y sangre rezumando- si bien los
hacía toser y moverse de las butacas, entre pop corn y gaseosas burbujeantes, observaban
la función completa y retornaban por siguiente entrega. Ese público cautivo, de
glandes inflados por los descuartizamientos, llevan a Louise Kaplan a recordar
una frase de Freud (un guiño desengañado del ideal moral del filósofo Kant): “Con
el cielo estrellado, Dios creó una obra maestra. Pero, con la conciencia moral,
su trabajo fue dispar”.
Tímidamente Luis Kaplan pregunta si aún
es válida la palabra perversión, pues muchas prácticas sexuales hoy son
denominadas parafilias; y el sentido común, al toparse con estos temas, se
encuentra en la zozobra entre la tolerancia y respeto frente a manifestaciones
diversas de la sexualidad y la satanización de todo aquello que escape a la
cópula heterosexual encaminada a la reproducción.
El porno cobra dimensiones grotescas
cuando las escenas son interrumpidas por lengüetazos de perros y el
sadomasoquismo y la servidumbre cunden por doquier. En el descenso hacia lo
escabroso, están los videos de niños, animales de proporciones elefantiásicas,
personas amputadas y, en fin, toda la gama de líquidos y sólidos, secreciones y
ventosidades que puede ser deyectado por el cuerpo humano. Según Louise Kaplan,
la perversión no se reduce al maltrato físico, es una práctica compulsiva y encarnizada
(el sujeto repite una y otra vez como un imperativo) y busca humillar y causar sufrimiento
a otra persona o a sí mismo. Los profesionales del BDSM (Bondage y Disciplina;
Dominación y Sumisión; Sadismo y Masoquismo), además de latigazos, mordazas y
cámara de tormentos, como buenos puristas anhelan la esencia de la cuestión: la
servidumbre y la disciplina, la sumisión y el dominio. En las relaciones
perversas, por eso, el sexo es inusual, y, cuando existe, sólo facilita la
humillación. Claro, esto está sazonado con la trasgresión y pecado que el
perverso siente. El perverso aúlla de placer al correr el riesgo de ser
descubierto y ser castigado y torturado de manera similar a la que él ha
sometido a su víctima. De ahí que un sádico sea también un masoquista que
disfruta siendo sometido, golpeado, mientras se lo monte a horcajadas a cuatro
patas.
¿Será Louis Kaplan, además de
psicoanalista, una mojigata que luego de vivir recluida en un convento de
estudios sale al mundo a juzgar y deplorar de la vida sexual humana? No lo
creo, y se puede seguir la pista que tiene a manera de hipótesis: la meta de
las perversiones masculinas, ya sean heterosexuales, ya sean homosexuales, es
canalizar el odio a lo femenino. Los testimonios de algunos de los miembros de
un grupo de pedófilos de Gran Bretaña, Paedophile
Information Exchange, señalan que les desagradas todos los cuerpos adultos
pero sobre todo el de las mujeres, pues en lugar de encontrar el cuerpo en
forma de V de los muchachitos, dicen, ven un agujero sucio, una bolsa de basura
entre las piernas.
La psicoanalista puede estar
generalizando casos excepcionales, sin embargo la “Asociación Norteamericana
del Amor Hombre-Niño” es una de sus fuentes, organización que aparece en la
guía telefónica de la civilizadísima Manhattan y consagrada a que los hombres
consigan chicos de su gusto. Ni qué decir de las “sociedades secretas” en las
que los participantes comparten sus gustos y colecciones de fotos de mujeres
amputadas, sometidas a un hierro ardiente, a tijeras con las que se les cortan
pedazos de piel, y en las que también hay ganchos de los que cuelgan hombres
mientras son penetrado, y dientes y dedos arrancados, escisión del clítoris o
la subincisión del pene, y cuerpos femeninos pintados de sangre menstrual o
semen.
A pesar del horror que produce este tema,
quien logra continuar la lectura del libro de Kaplan se pregunta por qué tantas
mujeres se resignan al maltrato. Probablemente, sostiene la autora, de niñas
sufrieron tormentos físicos o psíquicos, y una defensa típica en esos casos es
desconectarse emocionalmente del ambiente y actuar como un autómata obediente.
“Es casi como si el niño pensara: ‘Lo que me está sucediendo es tan terrible
que no debo sentirlo’”. Ya de adultas estas mujeres no registran situaciones de
violencia o buscan directamente ser maltratadas: “Donde hay una bofetada para
recibir, el masoquista presenta la mejilla” (Freud le guiña el ojo al
“cronómetro de occidente”).
Las impecables casas de citas entre
sadomasoquistas, que comienzan a proliferar en Lima y en las que se agrupan
varios hombres, conquistan a las mujeres mostrándoles una organización en que
se abofetea con disciplina, con reglas rígidas, con protección a la hora de explorar,
y, con aire algo cínico, en el local se musita una consigna de oro: ‘No’ quiere
decir ‘no’.
En el salón sadomasoquista las mujeres
encontrarán la oportunidad de ser tratadas de nuevo como en la infancia, de
revivir aquella niñez en la que fueron atormentadas, pero sin correr mayores
riesgos en escenarios como una mesa de quirófano, un aula con pupitre, salas de
tribunales, altares y confesionarios religiosos, prisiones y cámaras de
torturas medievales. Una vez que ya sea experta en el rol de institutriz, madre
azotadora, amazona desafiante, se le animará a la aventura de que sea ahora
ella la alumna, la hija, la esclava: en el salón sadomasoquista todos actúan como
que si el dolor disciplinado garantiza el entregarse a un maestro, y ellas
permitirán que sus cuerpos sean trajinados por varios hombres a la vez. Lo
mismo que la prostituta dominada por un proxeneta, lo mismo que la estrella
porno sometida al director, la mujer masoquista aceptará ser deshumanizada y en
esa humillación, en ese tormento, hallará el goce de la servidumbre.
En esas arenas de nada servirá razonar como
Sócrates y Aristóteles: “El ser humano busca el placer y huye del dolor”. Además
el masoquista no quiere autonomía. Cuando un niño se desarrolla con un estilo
traumático de amor, con lazos abusivos de los padres o los sustitutos paternos,
ese niño más tarde anhelará, confundido, revivir aquellas vivencias de espanto.
Pero, ¿cómo sabe estas delicadas
cuestiones Louise Kaplan? ¿Ha realizado una labor empírica más allá de lo que
sucede en el diván? ¿Cuenta con grupo control y grupo experimental? Esa es la
debilidad de su estudio; si bien tiene algunas intuiciones interesantes y da
pie a ver el mundo de las películas porno como escenas cercanas al mundo
familiar, lamentablemente no cuenta con la capacidad de hacer ninguna
predicción del estilo “si una persona tiene un determinado pasado, entonces
será pedófila”. Predecir futuros eventos es un rasgo de las ciencias naturales;
Louise Kaplan, en cambio, se mueve en las ciencias humanas (un ámbito del
conocimiento cuyo interés no recae en subsumir casos particulares en leyes
explicativas, sino en comprender casos particulares). Por eso Louise Kaplan tendría
que circunscribirse a los casos particulares sin buscar leyes, casos cualitativamente
valiosos que iluminan caminos de investigación.
Otra psicoanalista, Joyce McDougall, en
1998, escribió The many face of Eros y
en lugar de perversiones usa el término neosexualidad para referirse al amplio
espectro que conforman las prácticas sexuales en las que están insertas la
persistencia de una sexualidad infantil y caníbal, y en la que coexisten el
apego y el odio. Joyce McDougall intenta flexibilizar las categorías
psicoanalíticas con las que se cosifican a los individuos al catalogarlos de voyeur, sadomasoquistas, perversos,
etcétera, y opta por aplicarlos a rasgos de personalidad. Ella piensa que los
límites entre un comportamiento
socialmente aceptable y otro patológico no son nítidos y están normados
en un contexto histórico. Louise Kaplan estaría de acuerdo con McDougall, pero las
perversiones se hallarían muy lejos del erotismo, pues las perversiones quedan
fijadas en los estadios arcaicos de la monotonía y del odio.
En esta jungla de violencia que es la
esmirriada vida sexual de las perversiones, otro de los roles que juega la
mujer es aquel que supuestamente ofende lo más entrañable de las sociedades: la
maternidad. Así como las perversiones masculinas se manifiestan en el sadismo y
como parodia de la aventura y de la sexualidad, las perversiones femeninas son
la caricatura del ideal femenino. Una mujer que en el fregadero del hogar limpia
circularmente un plato, eternamente inocente, eternamente espiritual. Una madre
que se dedica abnegadamente a cuidar de sus hijos, advierte Kaplan, puede
esconder la erotomanía de la madre que secuestra a sus hijos, tratándolos sólo
como fetiches y objetos en los que proyecta sus propias ambiciones y paraliza
el desarrollo sexual y moral del hijo.
Sin duda, contra el falocentrismo y a
favor del erotismo, Lous Kaplan y Joyce McDougall se unen a Simone de Beauvoire:
“El día en que una mujer pueda no amar con su debilidad sino con su fuerza, no
escapar de sí mismas sino encontrarse, no humillarse sino afirmarse, ese día
será para ella, como para el hombre, fuente de vida y no un peligro mortal”.