Al ver los ataques compulsivos de los
conservadores a los homosexuales, parece que en ellos mismos libran una lucha
interior, una indefinición sustancial, una naturaleza amarrada con sogas y
muchos nudos, que a la vez hace que no soporten ver que hay homosexuales que sí
corren el riesgo de aceptarse a sí mismo en una sociedad que todavía los
estigmatiza o los quiere hacer invisibles –el congresista fujimorista Carlos
Tubino ha llegado a decir que la homofobia no existe-. No creo que sea una ecuación
decir que todo homofóbico es un homosexual reprimido, pero quien tiene que presentar su pliego de reclamos al Creador sobre la razón de ser de los
homosexuales es Christian Rosas que, escandalizado por los supuestos
actos contra-natura, no dicen nada sobre la pedofilia cristiana.
Nuevamente los homosexuales se convierten en un fruto que el fastuoso arzobispo de Lima muerde una y otra vez, en lugar de dedicarse a cultivar entre sus feligreses la tolerancia y la inclusión hacia las minorías. El gran pastor, un representante del sector oficial del Vaticano, antes de pontificar sobre los gays, debería documentarse con los ensayos de sexólogos reconocidos por los intelectuales de universidades de prestigio. Alfred Kinsey, en 1940, remeció las creencias del norteamericano promedio al mostrarle, con estadísticas basadas en las entrevistas anónimas, que -horror de horrores- la persona que tenía al lado en una cola del supermercado podría ser uno de los tantísimos norteamericanos que practicaba el sexo oral y, además, podía estar dirigiéndose a la casa de la novia a tener relaciones pre-maritales. Y si Kinsey se valió de entrevistas, William Masters y Virginia Johnson, una pareja de investigadores irían más lejos al utilizar -más escándalo aún- cámaras, electrodos, cardiógrafos y vibradores para monitorear la respuesta fisiológica durante el coito de las parejas. En 1966 publicaron La respuesta sexual humana y luego vinieron otras investigaciones que socavaron, en parte, los prejuicios que sobre el sexo tenía la sociedad norteamericana. Y puedo imaginar los soponcios y vahídos de monseñor Cipriani si leyera Mi jardín secreto, obra de 1973, en la que Nancy Friday trascribió las fantasías sexuales de muchísimas mujeres, aquellos seres que, como sentenció San Agustín, son la puerta al infierno.
Pero el nuevo ucase del pastor de la paz contra los gays exige, bajo una lógica y una ciencia novísima, no caricaturizar la honorable y virtuosa institución del matrimonio heterosexual. Dicho sea de paso, Marco Martos, en su poema Casti Connubi, parodió brillantemente la encíclica del Papa Pío XI sobre el matrimonio católico, pero el cardenal no quiere que los homosexuales puedan unirse civilmente en matrimonio y no quiere ni siquiera la unión civil por la cual serían reconocidos como parejas, porque, parece ser este su criterio, ello dañaría la sacrosanta institución de la familia heterosexual. ¿En qué época cree que vivimos el arzobispo? Desde luego en una en la que aún tiene sentido religioso el cuasi travestirse al oficiar una misa y ordenar los pliegues de la túnica, la estola, la mitra y otros adminículos de gran relevancia espiritual -allá los pecadores que no lo entiendan-. Pero ¿el Perú sigue siendo un feudo en el que la Iglesia Católica ordena, dictamina y sentencia, de acuerdo a la visión anacrónica que tiene de la sexualidad, sobre cómo decidimos llevar nuestra vida sexual? Es curioso que cuando se trata del libre comercio que favorece a las grandes empresas, monseñor es silente y guarda una reclusión benedictina, y cuando se trata de los gays, salta como un tigre de bengala y se viste de Torquemada.
Hay dos cosas que ofenden del trono virreinal desde el que pontifica Juan Luis Cipriani. Una de ellas es que, en sus juicios contra la comunidad LGBT, el purpurado no tiene como fuente los ensayos, las investigaciones y los estudios de los sexólogos contemporáneos. Esto equivale a hablar de literatura cuando lo único que se ha leído son los libros que a regañadientes obligó el colegio. Y sobre las recomendaciones sexuales de la Iglesia sucede lo mismo, Desde luego, las páginas de los escritos sexológicos deben de estar prohibidísimas en las esferas de los conservadores, y no porque vayan a crecer pelos en las manos, qué va, esos tiempos ya fueron, sino porque de los actos bestiales se ocupan la bestias, y el sexo por el mero placer sigue siendo perverso. El cardenal tampoco debe de haber leído los textos de la psiquiatría actual en los que, desde 1974, El manual de diagnóstico y de estadísticas de los trastornos mentales (DSM), ha suprimido a la homosexualidad de cualquier tipo de taxonomía que la acerque a patologías. Es esa falta de lectura acerca de la orientación sexual de las lesbianas, es esa falta de investigación en torno de la forma de vida de los gays, en suma, es ese desinterés arrogante, primitivo y etnocéntrico por saber qué hace que la mayoría sea heterosexual, el que produce estereotipos ridículos. En “¿Existen los adolescentes homosexuales y lesbianas?”, Ricardo Braun aborda la omisión en la escuela acerca de la sexualidad homosexual y afirma que desde la desinformación mucha gente opina sobre la homosexualidad.
El prelado de Lima resulta nocivo por poseer la anuencia de los conservadores y por esparcir tales prejuicios –sin oportunidad de criticarlo a través de los medios masivos de comunicación-. En lugar de reintroducir la tolerancia y el juicio autónomo, Cipriani transforma a la persona que lo escucha en RPP en alguien que bala, y, luego de sus infatigables monsergas, sus semovientes seguidores cargan ardientes antorchas contra los gays. Algo similar vio el físico Steven Weinberg: la gente buena hará el bien y la gente mala hará el mal con religión o sin religión, pero para que la gente buena haga el mal es necesaria la religión.
La mejor cara de Occidente muestra un progreso toda vez que logra que la ley sea válida para todos, y, en este caso, los peruanos, como sociedad, podemos dar un pequeño paso hacia formas de convivencia reconciliadas con la tolerancia y el progreso moral de las leyes si se facilita que los homosexuales sean reconocidos como parejas por el Estado. Sin embargo, como si la sociedad fuese un club exclusivo de católicos, la admonición que ha lanzado el purpurado sobre sus feligreses es que, cuidadito, la unión civil entre parejas del mismo sexo es sólo una vil estrategia, una jugada ajedrecística y maquiavélica, un caballo de Troya que busca hacer legal el abominable matrimonio gay y así penetrar en el vientre de la sociedad heterosexual, y eso, según Cipriani, un verdadero católico de pelo en pecho no debe permitirlo jamás.
Desde luego, Cipriani, lo mismo que cualquier otro ciudadano, tiene el derecho y la libertad constitucional de opinar libremente (libertad que no se la debemos a los Papas ni obispos, sino a intelectuales del siglo de las luces). Y dicho sea de paso, muchísimos de los que no somos católicos y vivimos en el Perú -a pesar de que constitucionalmente el Estado dice ser laico- a monseñor Cipriani le pagamos un sueldo equivalente al que recibe un ministro público y, por si fuera poco, también el monseñor está exonerado de pagar los impuestos que el resto de los humanos pagamos. Quien autorizó este refinamiento teológico fue -curiosidades de la vida- don Alberto Fujimori en 1991 con el Decreto Supremo 145-91-DF.
Que, en Lima, una institución como la Iglesia Católica, por un lado, cuente fecundamente con órdenes católicas distintas a las del Opus Dei, que sí hacen labores sociales de largo aliento y ayudan a concientizar a los pobladores de sus derechos y deberes, es sumamente positivo para los sectores más vulnerables; pero, de otro lado, es una verdadera lástima que la versión más oficialista de la Iglesia en el Perú y el cardenal Juan Luis –que es la forma amable con la que es nombrado por los sacerdotes peruanos, generalmente acompañada de una mueca involuntaria e incómoda- no encaucen su poder y no prioricen los temas de la justicia social, obviando aquellas palabras de que “la fe sin obras es muerta” (Santiago 2:14-26). Con Cipriani la fe se reduce a lo adjetivo, a lo epidérmico de los rituales. La Iglesia con él tiene a un representante con tan poco criterio y sensibilidad acerca de lo que padecen las minorías sociales en su búsqueda ética y pronto legal de ser reconocidas por el Estado, y mientras este celador denodado –detrás de la máscara de ser la conciencia moral de Lima-siga enemistando a los creyentes con los gays, la comunidad limeña seguirá retratando a las lesbianas como si no fueran parte de este mundo. “Si tienen otra opción, que hagan lo que quieran –ha tronado el cardenal-, pero no hemos elegido congresistas para justificar su propia opción”. Desde luego, el aludido congresista Carlos Bruce, quien está librando en persona esta lucha, está en el congreso no representando a los misoneístas ni a los homofóbicos, sino para defender el estilo de vida de aquellos que no son heterosexuales; y, si no se entiende que el congreso, en su versión ideal, es el espacio en el que las distinas opiniones pueden dialogar, Cipriani se retrata como alguien que cree que la política es el 5 de abril de 1992 y mcuhos grupos Colina que aniquilen a quienes no piensa como él. Los grupos LGBT perturban al cardenal, fundamentalmente, al quebrar aquella infantil alucinación binómica de hombre y mujer, pues los gays, con esos paseos tomados de la manos por la Plaza de Armas, esos besos demoníacos, lo que quieren es resquebrajar el orden dicotómico en el que lo blanco es blanco y lo negro es negro.
Cipriani está alejado de las reflexiones de las vertientes de la teología contemporánea, está años luz de ensayos sobre el sentido de la existencia para un creyente dialogando –sin sancionar- con posiciones alternativas, como las de los continuadores del proyecto neopositivista, el marxismo, el existencialismo ateo, entre otras; y, desde luego, Cipriani no ha abierto ni una página de la nueva teología que subraya el valor de incluir a las minorías. Si leyera esos ensayos se sentiría muy incómodo por cierta omisión. En ninguno de esos libros se encuentra siquiera una amonestación por la orientación sexual de las personas. Esas admoniciones se encuentran, claro está, en los manuales que confeccionan agrupaciones ortodoxas como el Opus Dei de José María Escrivá de Balaguer y, aquí en Lima, el Sodalicio de Vida Cristiana de Luis Fernando Figari, textos que no aportan algo sustantivo ni al mundo intelectual ni a la dimensión ética real hacía el prójimo, pues, a diferencia de lo que hace la Teología de la Liberación del padre Gustavo Gutiérrez –tan sistemáticamente despreciada por los medios de comunicación-, que fomenta una conciencia crítica sobre las estructuras sociales y económicas que dominan a los más débiles, las reflexiones de conservadores como Cipriani y Figari sólo rizan el rizo de los rituales, aconsejan con solemnidad aristocrática qué gestos adoptar cuando se llevan los santos óleos a la liturgia, pero no aportan ni una sola interpretación aguda, y, cuando dichos consejos tratan sobre la ética, la visión que de ella tienen no trasciende de dos puntos: uno, ensangrentarse en flagelaciones corporales hacia uno mismo y, dos, ofrecer mecánicamente donativos los domingos, obra con la que -como señalaba el anticlerical Manuel González Prada- la labor social de la Iglesia corre el riesgo de tener el mismo radio de acción de cualquier bienintencionada sopa de convento.
La ola conservadora ya se veía venir una vez desaparecido, prematuramente, Juan Pablo I y, después de retroceder en lo alcanzado en el Concilio Vaticano II, en el Perú, los grupos conservadores más cercanos al gobierno de Fujimori empujaron a la Iglesia a posiciones anacrónicas e inmorales. Los conservadores hoy –esos memes deletéreos, esa pústula invencible dentro de la Iglesia Católica- resultan tremendamente contraproducentes al ridiculizar y vulnerar a la población gay, y así se hacen cómplices de las matonerías con las que el machismo se tiñe las manos de sangre.
Cipriani y los conservadores que andan muy preocupados por la caricaturización del matrimonio, deberían exponer cómo debe ser el sexo heterosexual en la sagrada familia según el propio Catecismo de la Iglesia Católica. Ahí la Iglesia dictamina que el matrimonio heterosexual se debe vivir plenamente en “la castidad conyugal” (artículo 2349). ¿Qué significa esta aparente contradicción? Si la castidad es la virtud de quien se abstiene del goce carnal, entonces ¿en el matrimonio se debe uno abstener del erotismo? ¿Eso no nos acerca al mono y al perro? En el subtítulo “Las ofensas a la castidad”, el documento oficial de la Iglesia sostiene: “La lujuria es un deseo o un goce desordenado del placer venéreo. El placer sexual es moralmente desordenado cuando es buscado por sí mismo, separado de las finalidades de procreación y de unión” (en el artículo 2351). Y se transcribe un pasaje bíblico sobre la pareja heterosexual antes de iniciar los ronroneos eróticos.
Tobías se
levantó del lecho y dijo a Sara: “Levántate, hermana, y oremos y pidamos
a nuestro Señor que se apiade de nosotros y nos salve”. Ella se levantó y
empezaron a suplicar y a pedir el poder quedar a salvo. Comenzó él diciendo:
“¡Bendito seas tú, Dios de nuestros padres. Tú creaste a Adán, y para él
creaste a Eva, su mujer, para sostén y ayuda, y para que de ambos proviniera la
raza de los hombres. Tú mismo dijiste: ‘No es bueno que el hombre se halle
solo; hagámosle una ayuda semejante a él’. Yo no tomo a ésta mi hermana con
deseo impuro, mas con recta intención. Ten piedad de mí y de ella y podamos
llegar juntos a nuestra ancianidad”. Y dijeron a coro: “Amén, amén”. Y se
acostaron para pasar la noche» (Tb 8, 4-9). ( artículo 2360)
No sé si los católicos, antes de entrelazar sus cuerpos y hacer el amor con su pareja, supliquen e imploren a Dios para que se apiade de ellos y los considere todavía castos (el Todopoderoso podrá hacer distintos milagros e intervenir en las leyes naturales, pero dudo de que se anime a violar una convención semántica); sin embargo, lo que sí deben saber los católicos es que, según el artículo 2362 del Catecismo, los esposos no cometen pecado al gozar de la sexualidad, siempre y cuando –cómo no- ese gozo sea moderado y tengan en mente -mientras se agitan las sábanas y los gemidos comienzan a dirigirse al clímax- que el sexo está subordinado a la procreación. Así lo ordena el Catecismo al anexar un texto de Pío XII, y también en el artículo 2366 en el que, desde luego, suscribe la encíclica Casti connubi –Castidad en el matrimonio- de Pío XI en la que se describe, en el artículo 22, que el matrimonio heterosexual sirve para “la sedación de la concupiscencia”.
La encíclica es una joya que, además, sostiene en los artículos 10 y 25 que la mujer casada está sujeta y subordinada al marido y le debe honesta obediencia, temas que al sector reaccionario y poco ilustrado no cuestiona, como tampoco le desagrada que el papa sea infalible, que la organización de la Iglesia sea monárquica (a pesar de lo que le costó a la humanidad abolir el Antiguo Régimen), e incluso el sector conservador de Lima ve con buenos ojos que la Iglesia no pague impuestos, que sus curas reciban sueldos del Estado, y que ella, la Iglesia, vele paternalmente y censure las obras de arte que no debemos ver -como sucedió aquí y en otros países con la película La última tentación de Cristo-. En verdad, la Iglesia sigue siendo profundamente enemiga de los valores de la Ilustración, y pontífices como Pío VI, en una de esas clarividencias que sólo los papas detentan, denunció “el pernicioso error de ‘esos desgraciados filósofos que, repitiendo hasta la saciedad que el hombre nace libre y no debe someterse al dominio de nadie, terminan debilitando los vínculos que unen a los hombres entre sí” (Gastón Castella, Historia de los Papas. Tomo II. Desde la Reforma católica hasta león XIII. Madrid: Espasa- Calpe, 1970, p. 180).
La historia muestra, pues, la aversión sistemática de la Iglesia ante los valores de progreso de la Ilustración, y como sugería el Papa Gregorio XVI, es un delirio insolente y un pestilente error la idea de la libertad de conciencia arengada por el protestantismo en detrimento de la jerarquía eclesiástica (Gregorio XVI, “Epístola encíclica Mirari vos”, en: Encíclicas pontificias. Colección completa de 1832 a 1958, tomo I, Buenos Aires: Guadalupe, 1958, p. 41). Lo más grave es que estas ideas no sólo son reliquias del pasado, equívocos que tuvo la Iglesia; el plato de fondo sobre el conflicto entre fe y razón –a pesar de lo que pueda decir algún párroco mediático- es lo que plasma, nuevamente, el Catecismo esta vez en su artículo 39.
Tengan, por lo
tanto, cuidado los fieles cristianos de no caer en una exagerada independencia
de su propio juicio y en una falsa autonomía de la razón, incluso en ciertas
cuestiones que hoy se agitan acerca del matrimonio. Es muy impropio de todo
verdadero cristiano confiar con tanta osadía en el poder de su inteligencia,
que únicamente preste asentimiento a lo que conoce por razones internas; creer
que la Iglesia, destinada por Dios para enseñar y regir a todos los pueblos, no
está bien enterada de las condiciones y cosas actuales; o limitar su
consentimiento y obediencia únicamente a cuanto ella propone por medio de las
definiciones más solemnes, como si las restantes decisiones de aquélla pudieran
ser falsas o no ofrecer motivos suficientes de verdad y honestidad. Por lo
contrario, es propio de todo verdadero discípulo de Jesucristo, sea sabio o
ignorante, dejarse gobernar y conducir, en todo lo que se refiere a la fe y a
las costumbres, por la santa madre Iglesia, por su supremo Pastor el Romano
Pontífice, a quien rige el mismo Jesucristo Señor nuestro.
Así las cosas, con el Catecismo vigente en mano, uno puede evitarse las triquiñuelas sofísticas de algunos prelados y conocer cuáles son las creencias oficiales de la Iglesia Católica. Las prácticas homosexuales, proscritas; la independencia de las mujeres, una blasfemia; la sexualidad de los heterosexuales, reglamentada hasta el terror, con hora exacta, pose del misionero y con el ardor pasional de un ángel vengador. Curiosa moral. Óscar Wilde: "la peor de las perversiones sexuales es la castidad".