El Infierno de los filósofos


Una raíz del occidente actual viene de la coexistencia de griegos y cristianos. Para los griegos era ridículo que Dios fuese el padre de Jesús, pues, Dios era el ser pleno, no necesitaba crear el cosmos y menos intervenir en la historia humana. ¿Qué motivos podría tener Dios, el ser perfecto, para inmiscuirse y procrear con una virgen? Más aun, preguntaban los griegos, si Dios hubiese creado el Universo, ¿qué hacía antes de la creación? ¿Miraba absorto su dedo? San Agustín tronó sarcástico: ¿Qué hacía Dios antes de la creación? Pues preparaba el Infierno para quienes hacían esa pregunta.

San Agustín desarrolló la idea de que no pudo haber tiempo antes de la creación, pues Dios creó también el tiempo. Una afirmación metafísica tas con tas a la afirmación prorrumpida por los griegos; aunque en esa discusión fueron los detalles lo más sabroso, como cuando el griego Celso sostuvo que el padre de Jesús había sido un soldado romano de nombre Pantero. 

En la Biblia hay libros hermosos y profundos. Están, claro, el Génesis, las monsergas de San Pablo enumerando rabiosas orgías de vicios y las trompetadas del Apocalipsis, pero también están el Cantar de los cantares y El libro de Job, que junto con el Eclesiastés, se alejan de un sistema carcelario de premios y castigos. Depende de los creyentes qué aspectos de la Biblia sienten más gravitantes. Podrán rozar la caricatura de la fe o podrán adentrarse en la espesura de lo místico y rescatar reflexiones sobre el sufrimiento humano. El ateo, por su lado, analiza la lógica y las consecuencias de postrarse ante el dios judeo-cristiano. Epicuro en el siglo III dijo: «¿Dios está dispuesto a prevenir la maldad, pero no puede? Entonces no es omnipotente. ¿No está dispuesto a prevenir la maldad, aunque podría hacerlo? Entonces es perverso. ¿Está dispuesto a prevenir y además puede hacerlo? Si es así, ¿por qué hay maldad en el mundo?».

Stendhal, siglos después, continuó: «La única disculpa de Dios es que no existe». Pero la teología contemporánea, en lugar de insistir en un Dios patriarcal y un ser humano al nivel de mascota, ve a Dios y al ser humano como dos libertades. Esta nueva teología no se regocija en los ceremoniales, se expone y atiende el dolor del prójimo. La clave es tener un contrapunto. Los griegos y cristianos discutieron sobre Dios, ahí Celso y Orígenes. Orgullosos y radiantes, los griegos se burlaban de la inconsistencia lógica de la cosmovisión judeo-cristiana. Místicos y profundos, los cristianos veían los claroscuros del alma humana.

Si bien el creacionismo, hoy, es irrelevante, los escritores sobre espiritualidad apuntan a temas como el sentido del sufrimiento humano y la soledad. Hay filósofos que usan la acerada lógica griega y buscan evidencia que respalden los conocimientos; otros filósofos continúan la imaginación de los profetas hebreos. De las dos concepciones, ¿cuál se acerca más a la verdad? Depende la disposición de nosotros mismos, de nuestro bagaje cultural. Filósofos ateos y filósofos creyentes continúan ofreciendo razones más persuasivas sobre otros aspectos de la divinidad y nosotros participamos de esa conversación y ampliamos nuestras perspectivas al leerlos. Las preguntas filosóficas nacen ahí donde no es posible aún verificar una hipótesis.

Ser ateo o agnóstico, en nuestros días, no tiene aureola de insurrección. Lo fue hasta el siglo XIX que aún olía a sahumerio y chisporroteaban los últimos brasas de las religiones. Claro que hay cristianos reflexivos que ven las contradicciones teóricas del cristianismo y asumen que el valor de sus creencias está lejos de los dogmas y cerca de una vida interior y solidaria. Un teólogo inteligente hace contrapuntos y sopesa el Anticristo de Nietzsche: «El último cristiano murió en la cruz». Ese teólogo entabla diálogos con autores que escandalizan a otros religiosos, y pregunta si la filosofía enseña a vivir o se queda ensortijada en problemas abstractos.

La filosofía es un ejercicio personal, un cuestionamiento sobre la sociedad y de sí mismo, y cada filósofo animan a otros a reflexionar. Es allí cuando relatamos los argumentos del pasado y cómo van siendo asimilados y renovados en el presente. Las conversaciones filosóficas son valiosas sin ofrecer respuestas definitivas y muestran las razones agudas de tesis y antítesis, y cuando son perspicaces arrojan dudas sobre los presupuestos.

Bajo este panorama, leer a Montaigne y Nietzsche, a Popper y Kuhn amplían nuestras perspectivas y enfoca nuestras convicciones sobre lo justo y lo bello, lo verdadero y lo estúpido. Al contrario del dogmático que clausura debates, un filósofo aborda temas controvertidos desde varios ángulos sin ofrecer una evidencia última, pues «buscar pruebas rigurosas en filosofía es como andar tras la sombra de una voz». Las reflexiones de los filósofos nos envuelven en una niebla y perdemos certidumbres, evaporan las respuestas concluyentes y vamos con pisadas de gato preguntando qué razones tiene nuestro interlocutor de sus certezas. Quien sigue conversaciones entre filósofos, ve de manera distinta las convicciones de su sociedad. Se preguntará por los orígenes y motivaciones de los dogmas sociales y tanteará los efectos del predominio de una cosmovisión sobre otra (del neoliberalismo en nuestro tiempo). Leer filosofía es suministrarse alfileres que desinflan globos de charlatanes, y es ver cómo desfilan la muerte, la libertad. Se rompe el maniqueísmo del establishment y son revisados varios consensos. Pero por complacencia y complicidad, el ser humano arrastra fácilmente el sí y el no por las instituciones políticas, las estructuras sociales y la presión de la publicidad.

La filosofía que renueva las aguas y reinterpreta ideas funciona como un purgante. Y sin embargo en cada época, en cada sociedad, hay grupos que no beben ese remedio y se estriñen. 

Las nuevas investigaciones propician reflexiones y críticas, y permiten ver matices y sutilezas desapercibidas. Quien esté atiborrado de creencias infalibles, claro, encontrará un cielo, un infierno, recompensas, castigos, y evade ser confrontado. Para él es una pérdida de tiempo cuestionar las respuestas prefabricadas, no duda nunca y, feliz, chasquea la cola. Al creer a pie juntillas en el puñado de creencias del establishment, el ortodoxo se resigna y contagia su enfermedad. Sospecha que hay otras formas de ver la realidad, pero eso lo angustia.

El ortodoxo teme ser excluido de los ámbitos sociales y musita la partitura asignada, cómodo de no justificar ideas personalmente, aunque, por cierto, el precio que paga es mimetizarse al statuo quo. Mientras no cuestiona, mientras no lea, será incluido en el grupo, el club, la feligresía, el rebaño. Mucha gente huye de la libertad y prefiere arraigarse a vidas monótonas y, cueste lo que cueste, imitará las creencias de los demás. Se les ve polemizando sobre temas coyunturales, sí, ardorosamente, sí, pero siguiendo el dictado del emperador Juliano: «Limítense a creer, no intenten conocer».

El ortodoxo, además, tiene creencias acríticas, incuestionables, invariables, creencias nunca dispuestas a ser refutadas por evidencias y razones. Porque reflexionar es atenerse a consecuencias inesperadas, enfrentar la ola gigantesca de la «presión social difusa».

Madurar es reconocer verdades dolorosas, reconocer que nuestras verdades cambian. Madurar es responsabilizarse de elecciones sin posibilidad de excusarse, apostar por caminar por la vida con cierta autonomía. 

Con medios sutiles el artista muestra las creencias de moda; el filósofo mediante una fina argumentación, diferenciando conceptos y dispuesto a dialogar. Autores muy diversos pueden entrar en la definición propuesta. Están quienes subrayan el papel práctico de la filosofía. Para Marx la filosofía debía ser un instrumento transformador de la sociedad y para Wittgenstein el diván filosófico desactiva los calambres mentales causados por conceptos enredados. Subrayando el papel práctico, Richard Rorty buscaba metáforas alternativas a las frases convencionales.

El quehacer filosófico, así, es un ejercicio crítico que confronta la necromancia y la medicina (Popper) y escribe el obituario del libre albedrío y resignifica la libertad (Dennett). Otros filósofos retratan sus vidas privadas (Nietzsche), escriben jugando (Derrida), describen las zonas marginales y hacen arqueología de ideas (Foucault). Para Heidegger la filosofía es rememorar nuestra finitud y contingencia, y se orienta hacia la Grecia pagana, la Grecia sacra anterior al racionalismo.

Todos interrogan las creencias obvias y al leerlos ejecutamos un parricidio de conceptos, llevándonos a crear otras ideas, ampliar nuestras perspectivas y reconocemos el valor contingente e histórico de los pensamientos. Para la persona adaptada a la sociedad de hiperconsumo, la filosofía debe evadir el malestar y sólo divertir. Pero leer una página de aguda filosofía es entrar al Infierno de los filósofos. La expresión es de Maquiavelo cuando, antes de morir, relató a sus amigos un sueño suyo. De pie a la orilla de un camino, vio arrastrarse a una multitud de gente con muestras de sufrimiento brutalmente marcadas en el cuerpo. Maquiavelo les preguntó quiénes eran y le contestaron «Somos los santos y beatos, rumbo al Paraíso». Después se aproximaron Platón, Plutarco y Tácito; Ciro el Grande y Alejandro Magno. Eran los condenados al infierno. Maquiavelo, después de relatar su sueño, comentó que prefería ir al infierno.




Quizá quienes examinan los argumentos a favor y en contra sean condenados también al averno. Pero en un Infierno en donde se encontrasen Schopenhauer y Nietzsche, Heidegger y Sartre, el infierno dejaría de espantar. En un Infierno donde, sentados a la mesa, Carnap y Ryle, Russell y Schlick urden juegos lógicos y se burlan de Satanás; y más allá, cerca del sótano, Marx y Bakunin, Adorno y Horkheimer, planean con lámparas y planos en las manos derrocar al Príncipe de las Tinieblas, uno reiría. En un Infierno pleno de individuos autónomos y libres, Lucifer sería un pobre diablo y el Infierno una conversación. Probablemente también, un dolor de cabeza.





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